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Domingo 08 de mayo de 2016

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Cultural El Duende

Jesús Silva Herzog y Octavio Paz en mi recuerdo

08 may 2016

H. C. F. Mansilla

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Durante mi primera visita a México (1978-1979) pasé un día por la redacción de CUADERNOS AMERICANOS. Me recibió sin dilación su director, Don Jesús Silva Herzog, el destacado historiador económico y hombre de letras, a quien debo un generoso patrocinio: alentar una posición intelectual que iba en contra la corriente de la época. Mis diez primeros ensayos importantes aparecieron en aquella revista. El maestro Silva Herzog se acercaba entonces a los noventa años. Su andar era extremadamente lento; veía con un solo ojo (y muy escasamente), pero su buen humor era jovial y hasta contagioso. Sus conocimientos podían ser calificados de enciclopédicos, y lo notable era que los había conseguido mediante el uso agobiador de sus ojos enfermos. Desde muy niño había estado casi ciego, y su formación constituía un ejemplo moral de tenacidad y denuedo, aunque poco de esto se trasluce en su hermosa autobiografía Una vida en la vida de México.

Silva Herzog fundó CUADERNOS AMERICANOS a fines de 1941 y dirigió la revista por más de cuarenta años, sin mecenas ni instituciones que la apoyasen. Con su letra de rasgos desiguales contestaba personalmente cada carta y remitía al autor un cheque con los honorarios, modestos pero infaltables. Eran hábitos totalmente diferentes a los que ahora prevalecen en organismos similares. La revista era un foro intelectual antidogmático y multidisciplinario. El maestro Silva Herzog se caracterizaba por una enorme generosidad a la hora de elegir las contribuciones para cada número, y esto condujo probablemente a relajar la calidad de CUADERNOS AMERICANOS en sus últimos tiempos. Con Silva Herzog, quien fue una figura descollante en la estatización de los petróleos mexicanos, hablé de dos temas: la Revolución de Abril en Bolivia (1952) y el desempeño mediocre de los regímenes nacionalistas en América Latina, en contraste con las enormes esperanzas que despertaron.

Una llamada telefónica suya me abrió el acceso a Octavio Paz. No sé qué le dijo, pero Paz me invitó a pasar por su casa ese mismo día a las cinco de la tarde. Ocurrió el 31 de enero de 1979. Si no me equivoco, Paz habitaba un apartamento amplio, pero no lujoso ni extravagante, exornado con innumerables libros y con algunas obras de arte de la India y el Lejano Oriente. Octavio Paz se mostró discretamente amable, pero en ningún momento afectuoso. La suya era una cortesía sobria y distanciada, mas no hostil hacia el desconocido interlocutor. Se percibía que tenía una clara consciencia de su significación en el universo de la cultura en general y de la literatura en particular. Comentarios sobre su obra le eran indiferentes. Tuve la impresión de que su arrogancia no ofendía necesariamente a otros, aunque no se puede pasar por alto que era muy arrogante. En mi ingenuidad pensé entonces que ese rasgo de su carácter era una admirable (y envidiable) autoseguridad, si consideramos que aún no gozaba de la fama y el reconocimiento posteriores. Pese a su estudiada indiferencia y a su elegante estoicismo supuse en aquel momento que a Octavio Paz le dolía la dilatada incomprensión de sus conciudadanos con respecto a su inexorable posición crítica. Por otra parte no estaba todavía rodeado del estrecho círculo de discípulos celosos y adulatorios que en sus últimos años lo aislaron del mundo. Paz era entonces una figura atacada sin piedad por la izquierda marxista, denostada por los nacionalistas y olvidada por las instancias estatales. Fue difícil arrancarle una sonrisa, pero tampoco mostró ningún signo de impaciencia a medida que la visita se alargaba considerablemente. Lo que estaba anunciado como un breve encuentro para compartir un té se convirtió en una larga conversación de varias horas. �l y su esposa Marie-José no parecían dispuestos a concluirla, y, si la memoria no me falla, fui yo quien le puso fin ya muy entrada la noche. A Marie-José le gustaba contar anécdotas y detalles de todos los personajes y lugares que había conocido en el Asia. Aquello que los poetas llaman el ultraje de los años no impedía vislumbrar que había sido una mujer bella y sensual en sus años juveniles.

Lo que parecía interesar a Octavio Paz era mi proyectado viaje al mundo oriental. Esta empresa estaba consagrada exclusivamente a conocer las grandes obras de la historia y el arte. En casos similares mi habitual propósito ha sido eludir las aglomeraciones urbanas modernas, esquivar los testimonios de la cultura popular y huir de los lugares promovidos por agencias de turismo. Este plan contó con su mesurada simpatía. Mi primer viaje a la India y países aledaños tuvo lugar a partir de octubre de 1980, y seguí un itinerario aconsejado en gran parte por Paz. �l me había sugerido evitar ciudades como Goa y Poona, muy apreciadas por los turistas occidentales, ávidos de drogas y emociones baratas y de una religiosidad exótica pero fácil de comprender. Los santuarios que gozaban del favor popular y que ofrecían experiencias místicas a precios módicos eran simulacros organizados por hábiles hindúes que ya no creían en sus dioses tradicionales y sí en el todopoderoso dinero. Paz sentía una inclinación especial por las religiones que en su propio lugar de origen se habían convertido en minoritarias (como el budismo y el jainismo) y me aconsejó visitar algunos países limítrofes (por ejemplo Nepal: una joya en todo sentido) y las provincias periféricas de la India, donde el budismo es aún fuerte, como Ladakh (el pequeño Tibet) y las situadas en el extremo nororiental (Sikkim, Assam, Tripura), pero las guerrillas me impidieron realizar esta parte del programa. Contra su consejo viajé a Sri Lanka (Ceylán), que resultó ser -como él me lo anticipó- una desilusión histórico-estética.

En esa ocasión Paz me relató brevemente el núcleo de sus libros El ogro filantrópico y Tiempo nublado, que aparecerían poco después, en 1979 y 1983 respectivamente. Ambas obras han tenido una considerable influencia sobre mi pensamiento, especialmente en lo relativo al peligro del totalitarismo, a la naturaleza auténtica de los regímenes socialistas, a la cultura política latinoamericana y al "nihilismo de la abdicación" en los países de Occidente. Octavio Paz me inspiró las primeras ideas sobre el legado islámico en las tradiciones políticas de España y América Latina, sobre el verdadero carácter de los intelectuales en el Nuevo Mundo y sobre el patrimonialismo como factor decisivo en la conformación social de estos países. Deseo señalar mi gratitud por lo que aprendí de estos libros, bellamente escritos, pese a que ambos son colecciones de ensayos y artículos dispersos, que habían surgido en los contextos más diversos. Es innecesario que mencione otros libros de Paz que me han causado una honda impresión. Breves y brillantes (es decir: de calidad paradigmática) son La llama doble e Itinerario, cuya gran difusión hace superfluo cualquier intento por resumirlos.

Por aquel tiempo Octavio Paz empezó a publicar la revista VUELTA, que pronto alcanzó una fama legendaria y que parecía ser una especie de contraste deliberado con respecto a CUADERNOS AMERICANOS. En VUELTA no había espacio para esa fatal combinación de nacionalismo con socialismo tan usual en América Latina después del triunfo de la Revolución Cubana. Y la diagramación, las ilustraciones, el papel y la tipografía de VUELTA eran de un gusto exquisito -la elección de un verdadero artista-, mientras que la revista de Silva Herzog, gruesa, convencional y dispar en calidad, parecía encarnar rutinas anticuadas. Pero un examen retrospectivo nos muestra que VUELTA no fue realmente tan novedosa y tan persistente en excelencia y originalidad intelectuales, mientras que CUADERNOS AMERICANOS, pese a todas sus deficiencias, constituyó durante décadas el mejor órgano de discusión de ideas en el Nuevo Mundo.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua

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