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Domingo 24 de abril de 2016

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Cultural El Duende

El perro de Quevedo

24 abr 2016

Ángeles Mastreta

Pasada la primera juventud, uno se cree experto en el padecimiento y la contemplación de los abismos provocados por un amor no correspondido. Uno ha cantado todas las canciones atormentadas, se ha regodeado en los más enigmáticos y consoladores poemas, ha llorado a sus anchas acompañando el pesar ajeno sin olvidar jamás el propio. Hasta hace poco tenía la certeza de saber o imaginar casi todo lo que es posible sufrir, deshacerse, ambicionar la muerte, cuando se cruza por ese infierno azul que es el amor mal pagado. Creía saberlo todo y vino a resultar que las tres cuartas partes de vida que he dedicado a pensar en el amor humano, no me habían dado aún el preciso conocimiento de lo que puede ser un amor más devastador y angustioso que el padecido por la contumacia de Adèle Hugo.

El fin de semana pintaba risueño y fácil como la eterna primavera de Cuernavaca. La familia dejó el Distrito Federal dispuesta a beberse el jardín de los Quintero, una pareja de amigos capaz de prestarnos las dichas de su casa con tanta generosidad que, al cabo de media hora de gozarlas, nos sentimos codueños del paraíso. Tanto así que llevamos con nosotros al Gioco, un perro al que la estirpe completa considera merecedor de cuanto derecho humano defiendan las comisiones y estén asentados en las leyes de todo buen hogar. El Gioco parece dueño de una vida interior más intensa que la de cualquiera de quienes lo rodeamos, es capaz de aburrirse y gozar con más énfasis que Robert de Niro, y cuando implora con sus ojos tristones y sabios consigue los permisos e impone las excursiones más inusitadas. El Gioco duerme sobre las camas, ensucia los sillones de la sala con sus patas mojadas en lodo, ha desbaratado los barrotes de las bienamadas sillas que nos heredó la bisabuela, ha mordisqueado la pata de la mesa del comedor y el postre de su desayuno ha sido siempre un par de calcetines.

Por las mañanas oye música y agradece fragmentos de La Bohemia o sonatas de Mozart, de dos a tres de la tarde toma una siesta sobre mi cama, come a la misma hora y en el mismo lugar que la familia. El resto de la tarde ladra persiguiendo gatos sin que nadie le reproche el escándalo y en cuanto dan las ocho se acomoda contra la almohada de Mateo para ver a los Simpson. Así que fuera de acudir al cine, a los restoranes, a la escuela y al Chapultepec de abajo, tiene todas las prerrogativas de un entrañable miembro del clan. A cambio de tales prohibiciones no hace antesala en los médicos ni en la peluquería. Es, en pocas palabras, un perro afortunado.

Al menos eso dicen todos los dueños de perro con los que converso en la caminata de las mañanas. Es el único French que anda sin correa, se roza con los corrientes, les lame la mugre a los abandonados y huele los traseros de los elegantes cazadores que pasan a su lado remilgosos y atildados. En retribución, yo me creo la única dueña cuyo perro acude a su llamado presuroso y risueño como una flecha entre los árboles.

Como se habrán dado cuenta, este prodigioso animal que ha hecho el favor de convertirme en abuela antes de tiempo, que salta cuatro veces lo que mide cuando me ve regresar a la casa y se tira de espaldas cuando le hablo de amores, me tiene, para burla de todos, a sus honorables patas. Por eso fue tan intolerable verlo salir del coche y olvidarse de la costumbre de caminar a mi lado, rastreando el tono de mi voz y adivinándome con su olfato mientras me hace sentir dichosa de tan imprescindible. En vez de asirse a tan nobles hábitos lo vi correr tras las vigorosas, juveniles y bien dotadas ancas de una perra Rottweiler y perderse con el hocico en alto durante los siguientes dos días.

No quiso en todo el fin de semana ni escuchar nuestras voces, ni dormir sobre nuestras camas, ni dejarse acariciar, ni siquiera comer. En mitad de la noche amenazaba con rayar sin piedad todas las impecables puertas de la casa, aullaba y plañía como nunca he visto quejarse a alguien en pena de amores.

Y nada lo consolaba, ni las ardientes canciones de Agustín Lara ni los más desolados versos de José Alfredo, su única ambición era el inalcanzable zaguero de la gran perra negra. Lo dejamos salir a la noche lluviosa por primera vez en su vida de conde y en la mañana lo vimos pasar, despeinado y grasiento, siguiendo a la perra a su encierro diurno en un pequeño patio.

Quisimos librarlo de la pena que era perderse el jardín y el sol con todos sus esplendores, pero nos desconoció al grado de gruñirles a los niños con más virulencia que si fueran gatos. Total, pasó el día encerrado, hemos de suponer que repitiendo a Quevedo: Después que te conocí, todas las cosas me sobran: el sol para tener día, abril para tener rosas.

Cuando lo buscamos en la tarde para darle de comer no hizo más que arrastrarse hasta su plato, olisquear lo que siempre había considerado su deliciosa carne molida, y despreciarla en silencio. Como todos sabemos el amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.

Después de un rato de aullar desesperado lo regresamos a su encierro y ahí se quedó febril y displicente, sin voltear a miramos, preso de sus deseos como del aire. Volvió a pasar la noche a la intemperie y lo buscamos en la mañana seguros de que la oscuridad había sido atroz y de que le urgirían nuestros cuidados, pero él seguía como repitiendo a Quevedo: Por mi bien pueden tomar otro oficio las auroras, que yo conozco una luz que sabe amanecer sombras.

Tenía los ojos mustios y pequeños, estaba exhausto; pero lo dejamos quedarse con su amada. Diría Renato Leduc: Más adoradas cuanto más nos hieren, van rodando las horas...

Rodaron las horas como quisieron y llegó el momento de regresar. Entonces, sin más piedad que la de los Montesco, atrapamos a Gioco y lo separamos de su Julieta. Estaba tan exhausto y tan triste que ni siquiera intentó quedarse. Todo su romance había sido una sucesión de frustraciones, saltos equívocos, y esfuerzos inútiles. Un desenlace así era esperado por todos, incluso por él, náufrago amante entre desdenes, que había mantenido el vigor y la audacia tan altos como le fue posible.

Volvimos a casa compartiendo su pena pero seguros de que al llegar a sus lares encontraría la paz. A nosotros su amada nos parecía espantosa, de ningún modo tocada por la gracia y la estampa de una coqueta perrita French; nos pondríamos en contacto con ese matrimoniador oficial que es el buen doctor Rábago y él encontraría el clavo que sacaría el ardiente clavo que lastimaba a nuestro amigo. Por lo pronto le calentamos una deliciosa comida, seguramente llenando su barriga tendría contento su corazón.

Pero para nuestra sorpresa el buen amante siguió sin probar bocado. Al anochecer había caído en un letargo raro, no dormía, no se quejaba, su respiración era intranquila y azarosa, se había acomodado en un rincón del pasillo y de ahí no quería, ni hubiera podido moverse.

Llamamos a los médicos, a los biólogos, a todos los amigos conocedores y sarcásticos, nos arriesgamos a las bromas y conseguimos de una joven y formal doctora la explicación más racional y menos tolerable que pudimos encontrar. Así sufren algunos perros, pueden pasar hasta quince días prendidos al aroma de las hormonas que una perra en celo suelta al aire sin medir los daños: ¿y quién sino un amante que soñaba, juntara tanto infierno a tanto cielo?

El buen Quevedo es capaz de venir al auxilio de quien se lo pida. Sin embargo el Gioco estaba tan perdido que no había verso por bien logrado, ni canto por bien cantado, capaz de curarlo. Le pusimos el último acto de Madame Butterfly, Pavarotti le cantó "La donna e mobile", para invitarlo al cinismo, pero todo fue en vano. Ni el mismísimo Freud para perros hubiera podido transitar por mal semejante. El termómetro marcó 42 grados de temperatura y ni agua quería el pobre animal.

No hizo ruido en la noche y olvidamos sus males unas horas, pero el lunes no levantó el hocico del ladrillo, mucho menos saltó sobre las camas exigiendo su paseo por el lago. Seguía tirado ahí, jadeante y lastimoso. "Si hija del amor mi muerte fuese...", sugirió Quevedo. La familia consternada volvió a llamar al veterinario. "Denle un baño", dijo. ¿Un baño? Así de fácil. ¿Acabará teniendo razón la suegra de mi suegra con aquello de que la infidelidad en los hombres es perdonable porque se cura con un baño? ¿Será un baño motivo de cura tan urgente e imposible?

Le dimos el baño. Tres intensas enjabonadas corrieron por el pelo y los deseos del pobre limosnero de amor en que estaba convertido el antes pueril animal de nuestros juegos. Temblaba. Con las pocas fuerzas que tenía, trató de huir del agua como de una maldición: Y dile quiera amor quiera mi suerte, que nunca duerma yo si estoy despierto, y que si duermo, que jamás despierte.

Lo sacamos del chorro fresco y lo secamos. El pelo volvió a brillarle, los ojos encontraron su órbita, las hormonas ajenas dejaron de atormentar su cerebro y algo como el sosiego tomó sus pasos. Dio unos saltos breves como buscándose, olisqueó nuestras piernas, ambicionó nuestras voces, se dejó guiar hasta un plato de comida caliente, la devoró como en sus mejores tiempos. Había vuelto. Un revuelo de plácemes tomó a la familia, nuestro perro era otra vez él, nuestro perro: Mas desperté del dulce desconcierto, y vi que estuve vivo con la muerte, y vi que con la vida estaba muerto -dijo Quevedo.

Ángeles Mastreta. (1949).

Escritora y periodista mexicana.

De: "El mundo iluminado"

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