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Domingo 10 de abril de 2016

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Cultural El Duende

Cae una estrella

10 abr 2016

Velia Calvimontes

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-Dénle todo lo que quiera, le queda poco tiempo de vida.

-¿Sufrirá mucho, doctor?

-Afortunadamente muy poco, su vida se irá apagando como una llama cada vez más débil.

Tenía siete años. Unos meses atrás se descubrió que padecía de uno de esos males incurables, cuyo nombre hace temblar a todos. ¡Sus primeros años fueron tan normales! Era una niña como las demás, correteaba, reía, hacía las travesuras típicas de su edad junto a sus dos hermanos mayores. De pronto Carmina, fue perdiendo peso y su normal actividad, pero seguía preguntando como era usual, su mente siempre ávida de respuestas.

-¿Por qué ya no tengo ganas de jugar como antes papá?

El padre, fuente inagotable para las respuestas respondía: -Tu pequeño cuerpo está herido por la enfermedad, por eso estás cansada.

-¿Cuándo me curaré?

Una garra fuerte apretó la garganta de Arturo, los oídos le zumbaron, el pecho parecía que le iba a estallar por el dolor: -El médico dice que esta enfermedad es muy rara, que se alarga más de la cuenta?

Entonces Arturo tomó una rápida determinación. Explicó en la oficina la gravedad de la enfermedad de su hijita, pidiendo la vacación que se le debía del año anterior y del presente para dedicarse exclusivamente a ella.

Hasta el momento, Irma, su esposa distribuía su tiempo entre atender a Carmina y los quehaceres de la casa. Ese atardecer, Arturo llegó con la cara cambiada, su rostro se había vestido con una sonrisa serena: -¿Sabes, Carmina? Mañana tú y yo nos vamos de paseo. Tomaremos el tren e iremos hasta "Bella Vista". ¿Qué te parece?

Hacía tiempo que el brillo había desaparecido de los ojos de la niña, pero en esa oportunidad, un tenue resplandor los animó: -¡Papá! ¡Qué lindo! ¡Gracias!-. Esa noche durmió sin despertar.

Al otro día, ya en el tren, Carmiña no cabía en sí de contento, un débil color rosáceo descansaba en sus mejillas. Ese paseo siempre fue de su predilección. Ella apoyaba la cabeza en el cristal y veía pasar ante sus ojos una película viviente.

La hermosa campiña con los cerros al fondo. Traca, traca cantaban las ruedas. No era uno de esos trenes eléctricos veloces, no. Se podía disfrutar de la belleza del paisaje ampliamente. De trecho en trecho, la niña veía a los labradores dedicados a las faenas agrícolas y veía vacas, burros, ovejas esparcidas por doquier. Las bandadas de pájaros hacían su aparición repentina surcando el horizonte, dibujando arabescos caprichosos en su despliegue volátil. También se podía apreciar al ganado pastando pasivamente. El traca trac, traca trac, sonaba con más fuerza, sonaba a hueco cuando cruzaba el puente sobre el río de ondulantes aguas de color terroso, esa visión unida al ruido, causaba a Carmiña una vaga sensación de estar flotando entre nubes.

El paseo fue perfecto, Carmiña se veía animada. Arturo resolvió realizarlo cada dos días.

Otra cosa que le gustaba a la pequeña eran los cuentos. Arturo buscó los que había en casa para releerlos y compró otros. Entre los paseos en tren y la lectura de los cuentos, que eran motivo de bastante conversación, porque la cabecita de Carmiña estaba repleta de preguntas que las formulaba continuamente, pasaban los días.

Las fuerzas iban paulatinamente abandonando aquel tierno cuerpo. El paseo en tren se redujo a una vez a la semana y Arturo tenía que llevarla en brazos.

En la noche le costaba mucho a la enfermita conciliar el sueño. Para evitar las pastillas de dormir, el padre trasladó un viejo sillón junto a la ventana, decidiendo acompañarla por las noches más y compartir su insomnio. Cuando la niña al fin dormía, trasladaba ese cuerpo cada vez más liviano a la cama arropándola amorosamente. Era invierno.

-¡Mira papá! ¡Las estrellas tienen los ojos muy brillantes!

-Es invierno hijita, en el cielo de invierno, se ven más nítidamente las estrellas.

-Aquella debe ser la reina ¿no?-. Su dedito señalaba a la distancia a la que se destacaba por su tamaño y resplandor.

-Sí, se llama Venus? Así Hablaban hasta agotar el tema, entonces Arturo abría un libro de cuentos y leía, leía y leía hasta que el sueño se compadecía y cerraba los párpados de la enfermita.

-Papá, ¿las estrellas son pedacitos de fuego?

-Mira, se encienden y apagan?

De pronto, un grito de sorpresa: -¡Papá! ¡Mira, está cayendo una estrella!

Contuvo el aliento con la emoción. A lo lejos describiendo una línea curva, caía una estrella.

-De tiempo en tiempo, caen las estrellas, pero su brillo queda para siempre, hijita.

Entonces la niña tuvo una revelación: -Cuando me muera, me voy a caer así, como la estrella ¿no papá? -y las lágrimas empezaron a resbalar por sus marchitas mejillas.

En el pecho de Arturo, los sollozos luchaban por no desbordarse de su prisión: -¿Sabes, Carmiña? Cuando eso pase, tú te irás a una estrella y alumbrarás para siempre.

La mente ágil de la niña trabajaba: -¿Sí? Y podré verlos a ustedes desde allí aunque esté tan lejos?

-Por supuesto que sí. Cada noche, yo abriré esta ventana y tú nos mandarás besos con sus destellos y así nos comunicaremos, hasta que un día, nosotros vayamos a hacerte compañía.

-¿Y mis cuentos? ¿Quién me los leerá o cómo podré leerlos? ¡Tú sabes que me gustan tanto!

-¿Sabes lo que haré Carmiña? Cada noche, después de hablar contigo, dejaré un libro de cuentos distinto para que tus ojos brillantes lo lean. ¿Qué te parece?

La niña meditó unos instantes ladeando la cabecita: -Sí, creo que estará muy bien, eso me alegrará mucho, papito.

Día que pasaba, se retiraban los alientos de vida en el frágil cuerpo. Una noche en que, como era usual, padre e hija contemplaban el firmamento, la niña dijo: -Papito, estoy esperando que caiga una estrella.

Se le encogió al padre el corazón: -¿Para qué, mi cielo?

-Porque siento que con esa estrella me iré. Ahora ya no tengo tanta pena ni miedo, porque sé que me transformaré en estrella y así viviré y les mandaré besitos que llegarán hasta aquí, con mi brillo, además podré leer mis cuentos que me has prometido poner en la ventana?- Súbitamente, su pequeña mano se crispó sobre la de su padre.

-¡Papá, papá, mira! ¡Ahí cae mi estrella!­

Arturo vio cómo un aerolito atravesaba velozmente la bóveda del cielo. La cabecita se reclinó con mansedumbre, como una avecita herida sobre el brazo de Arturo. Una leve sonrisa se dibujaba en el rostro tranquilo de la niña. Cayó una estrella, al mismo tiempo el cielo ganó otra?

Y desde esa noche, un libro abierto espera.

Velia Calvimontes (1935).

Escritora cochabambina

De su libro: "Babirusa y tres tristes"

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