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Domingo 10 de abril de 2016

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Cultural El Duende

Julio Ramón Ribeyro: El inasible

10 abr 2016

Leonardo Valencia

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Ribeyro se nos escapa de las manos. Su obra como cuentista resulta ser sólo una de las facetas de un escritor formalmente errante y sistemáticamente escéptico. Tres novelas, un diario monumental, obras de teatro, ensayos, libros de fragmentos y dos volúmenes de correspondencia con su hermano, revelan a un autor de gran dispersión pero de un mismo registro. Esto sin referimos a la cantidad de escritos que permanecen inéditos o de los que se ha suspendido su publicación. Esperamos que, en el caso del diario, los tomos restantes no sufran la maldición póstuma del Journal de Renard: ser editado a fuego por su viuda.

Desde temprano Ribeyro tuvo una aguda conciencia de los términos bajo los cuales podía expresarse y, por lo tanto, una intensa capacidad para entenderse protagonista de un conflicto que trataría de llevar adelante: qué tipo de escritor quería ser. Si seguimos cronológicamente su evolución a partir de los diarios, a comienzos de la década del cincuenta, se puede constatar las previsibles incertidumbres de los comienzos y el sueño europeo de un joven sudamericano que sigue pensando en París como lo interpretaba Landolfi: la meca de todos los caballeros del sur. En esta etapa su diario corre el riesgo de ser el reflexivo registro de una educación sentimental sin rumbo fijo. Luego de una errancia sucesiva, Ribeyro publica sus primeros libros de cuentos y una novela. A pesar de las limitaciones económicas, se trata de un discreto comienzo feliz, con las debidas recensiones admirativas de sus contemporáneos peruanos y los contertulios latinoamericanos que frecuenta ocasionalmente en Europa. Pocas son sus relaciones con la intelectualidad europea, a la que incluso elude en el trato personal, dedicado a leer y a escribir sin llevar un pormenorizado correlato de actualidad. Puede constar en algunas entradas de sus diarios o cartas sobre la situación política de la época, pero Ribeyro alude a ella de manera más bien referencial y no encontramos en sus planteamientos una postura activa y definitiva. Los debates pasan como pasan los días y Ribeyro mantiene distancia por inercia. Otro es el eje de gravedad. La novela totalizante le resulta imposible a un narrador que renuncia a los sistemas. Por añadidura, en el segundo tomo de sus diarios, nos encontramos en la década de 1960.

Las novelas latinoamericanas estallan en una carrera despiadada por plasmar sistemas completos de representación múltiple de la realidad. El mismo año que Ribeyro publica su segundo libro, Cuentos de circunstancias (el título se reserva la ironía), en México se inicia el alboroto festivo de las novelas de Carlos Fuentes con La región más transparente. Poco después Ribeyro asienta los parámetros de su imaginario literario a través de una escritura sobria y sin mayores ostentaciones formales, y publica una sencilla y nostálgica novela sobre el ámbito rural de su infancia. Muy tarde. Se da cuenta que el mundo ha dado un vuelco abrupto y casi exige que Latinoamérica refunda su identidad a través de un nuevo discurso barroco y exótico. Se mueven las fichas y se apuesta por la orquestación de Mario Vargas Llosa o la proliferación verbal de Carpentier. Ribeyro se percata de este cambio y en ese momento ratifica su definición. Los malabares lingüísticos y estructurales, en tanto que se exhiben pretensiosamente como la única herramienta, como el punto de vista privilegiado para aprehender la realidad, es un recurso del cual Ribeyro sospecha. Aunque también nos sugiere que no puede acceder a él y que no está dispuesto a forzar su voz. Ya para la década del setenta, Ribeyro desiste de escribir novela. La última que publicó -Cambio de guardia, en 1976- había sido escrita diez años antes y respondía a un juego de composición, el más experimental que había llevado a cabo. Su órbita literaria se resiente por el tema político que trata. No era de su devoción: "Probablemente -dice una entrada de su diario de septiembre de 1976- el único mérito que tenga Cambio de guardia, ahora que la he vuelto a hojear, es la aridez de su estilo, puramente funcional, operativo, que transmite la acción sin pararse en adornos ni circunloquios. En una época en que experiencia y búsquedas en materia de lenguaje son moneda corriente en la prosa narrativa, esta novela es un antídoto. Con lo que me sitúo una vez más fuera de época, con todos los inconvenientes que esto apareja". La creación no termina. No podemos saber si por necesidad expresiva o por una cruda tenacidad, pero renuncia a la novela. Recopila los fragmentos de Prosas apátridas y los libros de cuentos toman una mayor distancia entre sí. Aludirán a situaciones netamente autobiográficas. Las entradas del diario, tal como consta en el tercer tomo, se profundizan y se dilatan. Mientras el primero abarca diez años y el segundo comprende catorce (desde 1960 a 1974), el tercero, publicado póstumo, cubre tres años. Las anécdotas escasean y apenas sirven de punto de apoyo para un periplo donde el entorno -los trabajos fijos- y la detección de un cáncer estimulan que se concentre en sí mismo. La probabilidad de un recrudecimiento de la enfermedad parece ser el acicate para su escepticismo. Desde ese momento hay un deseo cada vez mayor de regresar temporadas más largas a Perú, y se publica uno de sus mejores libros de cuentos Silvio en el rosedal -sintomático, Silvio debe descifrar el enigma que le plantea el bello y críptico signo del rosedal que recibió inesperadamente en herencia- además de un proyecto cada vez más obsesivo de pergeñar una autobiografía. Lo demás permanece inédito. La última entrada de su diario publicado hasta la fecha es de 1978. Podemos seguido por la cronología de sus libros posteriores.

Su último libro de cuentos será Relatos santacrucinos, de 1992. Con un marcado tono autobiográfico, revelan a un Ribeyro que, sin renunciar a su característico mundo de fracasados o desengañados estoicos, se concede un uso más confesional del lenguaje. Tiende un puente: el mismo año se empieza a publicar el diario. En 1994, a los 65 años, se le concede el Premio Internacional Juan Rulfo, pero en esos momentos está demasiado enfermo y muere meses después en un hospital de enfermedades neoplásicas, en Lima.

Hay varias zonas de sombra en la vida y la obra de Ribeyro. Inescrutable en el trato social, podía ser risueño y extrovertido en determinadas ocasiones. Si durante más de cuarenta años configuró una obra literaria cuya columna vertebral es una cuentística muy personal, en paralelo estableció un diálogo consigo mismo, acaso porque no lo pudo establecer ni con su época, ni con el París en el que vivió y acaso ni siquiera con sus propios compatriotas. Muchos lo frecuentaron, pero de su experiencia latinoamericana y europea no hay ese mundanal coro intelectual del que se rodearon Octavio Paz o Julio Cortázar. Eso explica la distancia que siempre media aun con sus interlocutores más próximos, pero en el que ninguno sobresale ni destaca, salvo breves alusiones a Vargas Llosa. Una malintencionada revista limeña reprodujo una entrevista que le hice a Ribeyro y lo publicitó como si se tratara de la respuesta que le daba a Vargas Llosa por los duros comentarios de El pez en el agua en su contra. Eso no fue cierto: Ribeyro estaba dolido por esa crítica, ya que había sido un malentendido, y aún así seguía imperturbable, reconociendo su admiración por el autor de La casa verde.

Sus mejores y más vivos diálogos fueron con la obra de Stendhal, Kafka, Svevo, Chéjov. La narrativa de Ribeyro se diferencia a simple vista de la tradición peruana, incluso de la de sus contemporáneos como Arguedas o Vargas Llosa. La casa de Arguedas es una región: el mundo tenso de la híbrida cultura andina. En el caso de Vargas Llosa ya no se trata de una casa, sino de un congestionado centro urbano de lenguajes, en el que Ribeyro, con su enjuta figura, se siente perdido y con un acentuado aturdimiento. En un nivel más humano y familiarmente íntimo, mantuvo mayor cercanía con Alfredo Bryce Echenique, precisamente por esa capacidad para ironizar sobre sí mismo. Después viene un silencio enfático frente a los demás. Sólo las ocurrencias de su hijo pequeño lo regresan al ámbito familiar. Este modo de relacionarse con el mundo, manifestado en los diarios, y las coordenadas históricas que no dieron un éxito inmediato a su literatura, explica que Ribeyro se haya tomado a sí mismo como su interlocutor más válido.

Durante cuarenta años su literatura fue un pacto de distancia en el que se callaba para que los demás tuvieran voz. Es rigurosamente exacto que su obra cuentística quede registrada como las palabras dichas desde la mudez. El silencio es su tarjador. Mientras los escritores del boom mostraban simultáneamente a su obra un protagonismo que iba desde el show etnográfico a la vociferación politizada, Ribeyro mantenía un perfil tenazmente discreto. No estaba totalmente persuadido de su propio trabajo, pero tampoco se preocupó por encubrir su temor o disimular con los fastos de un cuarto de hora explotado como si se tratara de una eternidad incuestionable. Una vez concluida su escritura de ficción la voz se la dio a sí mismo. Pudo haberse deshecho de sus diarios o dejarlos intactos, pero la decisión de publicarlos fue la apuesta final de alguien que se supo callar para hablar al último y hacerlo con más vitalidad. No obstante, eso también hay que tomarlo con cuidado. Ribeyro nos reserva un último tiro de dados. Hay más de un espejismo en la aparente concesión de sus diarios.

Las cartas a su hermano Juan Antonio se cuentan por miles. Este tercer Ribeyro, fraterno, detallista, ágil seguidor de su propio trabajo, diligente con la publicación de sus artículos, no es el autor seco y maravillosamente equilibrado de los diarios. Es el hombre concreto que se mueve a nivel práctico, libre de la mediación literaria: el hermano, el trabajador, el pedigüeño y quejumbroso. Las cartas son operativas. Ribeyro se enfrenta al deseo natural por dar a conocer su trabajo, buscar editores, traducciones, y recopilar los artículos que publicaba en Perú desde París.

Con una paciencia diligente, Juan Antonio cumple los minuciosos encargos de Julio Ramón. "Necesito, por el momento -escribe en una carta de 1960- que me reserves en lugar separado un ejemplar de Los gallinazos sin plumas, otro de Cuentos de circunstancias y otro de Crónica de San Gabriel. Enseguida, que me hagas una lista de qué artículos míos tienes en tu poder, pues yo tengo aquí algunos que pueden completar la colección. Por último, que me digas qué comentarios a mi obra de teatro has guardado. Yo los tengo todos menos el de La tribuna, que podrás solicitar a Fernando Gonzales por intermedio de Bendezú o a las chicas Orrego. De todo esto que te digo, la mayor discreción. Ningún amigo, por común que sea, debe saberlo. Todos esos papeles y libros debes tenerlos listos, digamos para dentro de unos dos meses -ya ves que hay tiempo- a fin de enviármelos cuando yo te los pida".

Para quienes creían escudriñar al autor más íntimo en sus diarios, esta correspondencia revela la voluntad y el rigor formal de configurar el diario en Latinoamérica como género, y no como el cúmulo de anécdotas de cualquier escribiente. Configura un punto de vista estrictamente narrativo fuera de los géneros tradicionales y constata que las posibilidades ficticias de lo narrativo no se circunscriben a las formas canónicas de la novela y el relato. Finalmente lo narrativo está construido a partir de un mínimo período de tiempo lineal. Su extensión estaría proporcionalmente calibrada de acuerdo al nivel de intensidad. Esta inquietud se la plantea Ribeyro desde comienzos de la década de los sesenta. "Imaginar el lenguaje -dice en el diario por 1961- como un material forjable, el cual, bajo el efecto de una temperatura determinada, entra en incandescencia y cambia de naturaleza. Muy pocas veces he conseguido ese estado, poquísimos ejemplos entre las miles de frases que he escrito. Imagino un libro o aunque sea un relato que constituya una alineación de períodos tensos. Pero eso debe ser quizás la poesía". Terminarían siendo las prosas fragmentadas, el diario y los dichos en donde logró ese desarrollo unitario.

Las cartas refrendan el trabajado estilo de los diarios. Y es que Ribeyro nunca renunció a soltar el timón de su nave, enfatizando que "escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto". Pese a la avidez y afinidad que sentía por los diarios de Léautaud, estaba convencido de que, en cuanto género, la escritura de Jünger era superior. Y no creo que tanto por lo que menciona sobre la versatilidad cultural de Jünger, contundente y vasta frente al caso de Léautaud, sino por un elemento estilístico y artesanal concreto. Léautaud escribía a vuelapluma su diario, como si le urgiera la prisa de un registro que luego no sería susceptible de mayor reelaboración, mientras que Jünger era lo opuesto: tomaba notas que luego se pulían con la misma consideración de una novela o un ensayo. El diario no quedaba como una simple crónica. Era una meditada prueba de selección y estilo.

Queda, por último, un instrumento de constitución delicada, las prosas mínimas de Dichos de Luder. Se trata de un librito de cuarenta páginas que publicó en 1992 y donde le cede la voz a un alter ego. "Literatura es impostura -dice Luder-. Por algo riman." El espacio se ha reducido, el humor campea y la voz se acentúa orientándose al centro de sus propuestas. Esta turbulenta y decantada relación de Ribeyro con el lenguaje lo pone a un costado del torrente verbal de otros narradores. Está más cerca de los poetas; posiblemente alguien como Westphalen o como Eielson sean la vara del material familiar entre sus contemporáneos peruanos. Pero finalmente sigue cercado por los narradores de su generación. Pese a todo, el inasible fijó su palabra. Su obra tendrá una continuidad prolífica y renovable. Dijo más de lo que suponemos.

* Leonardo Valencia Assogna (1969). Escritor ecuatoriano

Tomado de: "(paréntesis)"

Año 1 - número 9-10 - 2001

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