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Domingo 10 de abril de 2016

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Cultural El Duende

Tarija y la arquitectura colonial

10 abr 2016

Octavio O´Connor

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Después de contemplar el paisaje que rodea a la ciudad y que hace evocar las vegas andaluzas; después de saborear la dulzura del clima que tantos han comparado con el de la Costa Azul y deambular, bajo un cielo diáfano por calles y plazas de aspecto romántico, el viajero, más o menos culto, que por primera vez llega a Tarija, suele extrañarse de que pese al sello indeleble que puso España en las gentes y las cosas de la Villa de don Luis de Fuentes, no se encuentre en ella ninguna reliquia arquitectónica de las muchas que la Colonia legó a las poblaciones del Alto Perú. Perécele que en el país donde Potosí mantiene el cetro de los tesoros artísticos de aquella, sería de rigor que todas las ciudades guardasen algo siquiera del precio legado pero esta nada puede ofrecer a su curiosidad y a su admiración en ese orden. Los muy pocos edificios de la época colonial que aún quedan en Tarija son construcciones modestísimas tanto por la calidad de los materiales empleados como por la ausencia de todo estilo artístico. Nada revela en ellos la audacia constructiva y el buen gusto de la raza que levantó palacios y templos, como la Casa de la Moneda y las iglesias de San Lorenzo y de la Compañía, en Potosí, la casa de los marqueses de Villaverde y de San Francisco, en La Paz, la Catedral, San Lázaro y la Recoleta, en Sucre, Santa Teresa en Cochabamba sólo por mencionar los más notables entre los monumentos de que se enorgullecen esas ciudades y cuya solidez, majestad y belleza continúan desafiando el paso de los siglos.

¿Cómo se explica que Tarija no haya tenido su parte en la perpetuación del noble orgullo y de la piedad religiosa de los hombres del coloniaje? ¿Es acaso que esas virtudes no anidaban en el espíritu de los habitantes de la ciudad donde España ha dejado tan hondas huellas? No habría razón alguna para admitir esa idea, cuya inconsistencia no valdría la pena analizarle. Creemos que la explicación del fenómeno que anotamos se encuentra en las siguientes reflexiones.

En primer lugar, el género de vida que hubieron de llevar los tarijeños durante la colonia no les permitió realizar ninguna construcción de gran aliento. Fundada la villa para servir de baluarte contra las invasiones chiriguanas que asolaban la provincia de los chichas y amenazaban a Charcas, su vecindario vivió en continuo sobresalto, con el arma al brazo y manteniéndose contantemente listo para pelear las frecuentes agresiones del enemigo. En cualquier momento del día o de la noche este podía irrumpir en el fuerte, con grandes masas que sitiaban a los moradores, sostenían con ellos sangrientos combates y, a veces les tomaban cautivos que eran salvajemente torturados.

Las antiguas crónicas están llena de relatos de esa prolongada y encarnizada lucha que los fundadores de Tarija y sus sucesores del tiempo de la colonia sostuvieron con las belicosas huestes indígenas que desbordaban del Chaco. Numerosos documentos nos hacen también conocer las frecuentes quejas elevadas al Virrey de Lima y a la Audiencia de Charcas sobre la angustiosa situación en que se debatían los tarijeños, así como sus apremiantes pedidos de socorro para continuar defendiendo a la naciente urbe. Más de una vez estuvieron sus habitantes a punto de abandonar sus moradas a orillas del río Guadalquivir para buscar otras más seguras en el interior del Alto Perú, como, según la tradición, lo hizo Juan Ortiz de Zárate que, antes de la venida de don Luis de Fuentes, había tratado de poblar el valle tarijeño e introducido en él gran cantidad de ganado, pero tuvo que abandonarlo todo ante la presión incontenible de los chiriguanos.

Cuando después de mucho tiempo, logran los tarijeños contener definitivamente las invasiones con la batalla del 25 de agosto de 1548, arrojando a los salvajes al interior del Chaco, Tarija continúa la empresa que había comenzado de ampliar en todas direcciones, los dominios de España y, atravesando selvas vírgenes, ríos caudalosos y abruptas serranías, sin cesar de combatir con los salvajes, lleva la civilización a las regiones inaccesibles y remotas. La conquista del Chaco se realiza mediante una serie de expediciones que se suceden con infatigable constancia durante el coloniaje y se continúan bajo la República. Ellas mantienen la tensión heroica y el espíritu de aventura que no deja en reposo a los tarijeños, que habrían podido repetir con Don Quijote:

Mis arreos son las armas;

Mi descanso el pelear.

Es fácil comprender que en tales circunstancias y embargados siempre por empresas bélicas y civilizadoras tan arduas, no podían aquellos hombres ni soñar embellecer su ciudad con suntuosas y artísticas mansiones, cuando escasamente les alcanza el tiempo para pasar en ella breves temporadas de reposo.

Al motivo ya notado habría que añadir la pobreza por la que atravesó Tarija durante la colonia, con una agricultura muy incipiente, careciendo de minas, las que hicieron la opulencia de Potosí y crearon la economía de otras ciudades del Alto Perú: con escasos y primitivos medios de comunicación para realizar el intercambio de sus productos, los tarijeños de aquella época llevaron una vida austera y difícil. A ellos como dice el Padre Corrado en su "Historia del Convento Franciscano de Tarija" podría aplicarse lo que dijo Cantú de los conquistadores: "eran nobles como el sol y pobres como la luna".

Por último, nunca se tuvo en Tarija brazas gratuitos para el trabajo, como lo tenían las ciudades del Norte. En ella no se conoció género alguno de esclavitud, ni la mita, ni el pongueaje, ni el tributo indigenal. Los aborígenes que poblaban el valle tarijeño antes de la venida de los españoles o sea los tomatas, se mezclaron pronto con los conquistadores, dando así origen a los actuales chapacos, campesinos agricultores "con mucha sangre blanca en las venas, como lo atestiguan todavía su barba abundante y sus claros ojos", según Ignacio Prudencio Bustillo, y en ellos el orgullo y el amor a la libertad estuvieron siempre tan hondamente arraigados que nunca toleraron yugo alguno.

He ahí las razones que, en nuestro concepto explican la ausencia en Tarija de monumentos coloniales y la modestia y orfandad de todo refinamiento arquitectónico en las antiguas construcciones, cuyos últimos vestigios van ya desapareciendo.

No, no fue en ese orden en el que se revelaron la reciedumbre ni el fervor mítico de la raza, sino en la labor titánica de someter a los salvajes tan superiores en número y de extender la civilización y la fe cristiana hasta donde su extraordinario arrojo y escasos medios les permitieron.

Octavio O´Connor D´Arlach. Tarija, 1890 - 1979. Escritor, educador y periodista.

Tomado de: "Kollasuyo" Revista de Estudios Bolivianos

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