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Domingo 27 de marzo de 2016

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Cultural El Duende

Juan Carlos Onetti: "Escribo cuando la furia me llega"

27 mar 2016

En 1973, el escritor y periodista peruano Alfredo Barnechea entrevistó al novelista uruguayo Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1908 - Madrid, 1994). El registro de sus palabras forma parte de "Peregrinos de la Lengua. Confesiones de los grandes autores latinoamericanos"

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Juan Carlos Onetti fue uno de los escritores recuperados por el boom. Cuando este sobrevino, ya había creado, como Faulkner con Yoknapatawpha, un territorio propio y mítico en la región alucinada de Santa María. La fama internacional le podía llegar tardíamente, pero Onetti, como Borges y Carpentier, los otros precursores del boom, era ya uno de los escritores secretamente más influentes del continente.

Montevideo es, o era, una ciudad de jubilados. Los cuentos de sus escritores, los de Benedetti por ejemplo, están poblados de ellos. No por azar, Uruguay fue el único país latinoamericano que, en medio del furor liberal y privatizador que sacudió al continente entero en los años noventa, rechazó mediante un referéndum abandonar el sistema de la Seguridad Social o el Estado-benefactor.

Cuando yo visité la ciudad para entrevistar a Onetti, hace ya una punta de años, no teníamos ninguno de esos furores, y Montevideo era todavía un puerto lleno de intensa discusión política, prensa progresista y oficinistas cultos

Onetti era uno de ellos, y trabajaba, si la memoria no me traiciona, en la biblioteca de la Intendencia de Montevideo. Después se exiló, y los honores, y la vejez, le llegaron a su habitación de Madrid, de cuya cama casi no se movió según me cuentan. Se hizo, me dicen, un ser recluido y depresivo.

¿Era Larsen? ¿Era la reencarnación de algunos de sus personajes? "La idea de que todo escritor escribe sobre sí mismo y se retrata en sus libros es una de las puerilidades que nos legó el romanticismo", dijo Camus. Lo que sé es que, en Montevideo, antes que la barbarie de los años setenta lo llevara al exilio, Onetti fue asequible, y casi acogedor.

Parecía un profesor cansado pero cordial, que aceptaba con resignación una entrevista, como si se tratara de la rutina obligada de la tutoría a algún alumno. Miro ahora su fotografía, y veo que guarda un lejano parecido con el rostro de un profesor de verdad, Isaiah Berlin. Lo he visto fotografiado recibiendo premios, o en su cama, o dando otras entrevistas. Pero la imagen que preservo en mi memoria es la del día de esta entrevista.

Yo había cruzado la explanada que lleva a la Intendencia de Montevideo. Subí a un segundo piso y, de allí, por un vericueto, a un altillo. Onetti trabajaba en una habitación casi sin muebles, vetusta y despintada, y contestó esta entrevista sentado en el centro de la misma, en una silla conventual. Los libros estaban por el piso. Era el emblema de una ciudad fantasma, abrumada por los años. Acaso fuese un rincón de Santa María. Acaso Onetti fuese uno de sus propios personajes, y Camus estaba equivocado.

Alfredo Barnechea (AB): En su obra los nombres se repiten, los pasados se suponen, dándole un carácter de saga. Usted, además, fundó para su personajes una geografía imaginaria y entonces los lectores deben, no solo tener algo de historiadores para rastrear cada jalón sino también algo de topógrafos. Después de tantos años de que se le haya insistido sobre ese carácter, ¿qué dice Juan Carlos Onetti?

Juan Carlos Onetti (JCO): Mira, qué casualidad: comenzar todo esto por una cosa tan actual? Porque en realidad, yo comencé eso cuando el peronismo era una dictadura. No sé lo que es hoy, ni lo que va a ser después del 12 de octubre [de 1973]. Entonces eso me produjo, si querés de una manera inconsciente, una nostalgia por Montevideo. Es decir, uno tenía la idea de que en Uruguay eso no podía pasar nunca. Era una idea muy idiota, muy optimista, demasiado ingenua. Santa María, esa geografía imaginaria, se me presentó como una especie de refugio. Yo no estaba en ningún lado. No lo estaba en Buenos Aires íntegramente, me sentía fuera, pero tampoco estaba en Montevideo.

AB: Aparece por condensación. Como el territorio de Faulkner, y como Macondo por cierto, es uno y varios pueblos. No es grande ¿no?

JCO: Eso de la condensación, quizá. Santa María es una composición. Es más aislada, más primitiva, es más pueblo que ciudad. Allí me sentía con más libertad para mover a los personajes. Es pequeña, sí. Cerca de un lugar donde hay suizos, y además un río la sitia.

AB: Es curioso, pero la definición que ha hecho es, creo, la que hace Brausen en "La vida breve", si recuerdo bien la revisión que hice de esa novela al salir de Lima.

JCO: Es probable, pero yo no recuerdo.

AB: ¿Nunca relee?

JCO: Nunca; completamente, nunca. De vez en cuando abro una página de las ediciones que ha hecho Aguilar de mis novelas y leo trozos, pero solo eso. Y entonces me digo: qué bien escribías, ya no escribirás nunca así.

AB: ¿Tampoco corrige?

JCO: Mirá, se trata de esto: si me costara escribir, dejaría de escribir en el acto. Y corregir me cuesta trabajo. Cuando corrijo es solo para borrar repeticiones de palabras, para evitar la rima. Cortázar escribe así, creo. Otros no. Por ejemplo Mario Vargas Llosa. ?l hace su magma, según dice, que lo fatiga, y es en la corrección y en la ordenación donde encuentra placer.

AB: ¿Ni siquiera reserva tiempo para escribir?

JCO: No. Escribo cuando la furia me llega, y dejo de hacerlo cuando esta me abandona. Voy a contarles una conversación que tuve con un hombre al que yo quiero mucho. Estábamos en San Francisco con Mario (Vargas Llosa), y tuvimos una conversación muy inestable, porque él y Patricia iban a tomar el avión para Los Ángeles. ?l me dijo que escribía de tal hora a tal hora, y ese tipo de cosas. Yo le pregunté: y vos, ¿para qué tenés hijos? Al final yo le dije: lo que pasa es que vos tenés con la literatura relaciones conyugales. Para mí es una puta. Si viene, bien. Mario se sienta a escribir, y si no le salen bien las cosas, putea y sigue. Yo no. Yo me pararía, me iría a pasear, y volvería a otro día para ver si la cosa estaba a punto.

AB: Cuando le preguntaron a García Márquez por el origen de "La hojarasca", parece que respondió: "Es una imagen, es una niña sentada en una vieja silla, y tiene las manos debajo de las piernas". ¡Hay algo de esto en Onetti?

JCO: Ahora recuerdo que cuando la preguntaron a Faulkner por El sonido y la furia, respondió algo muy parecido. ?l cuenta que la imagen se la dio una niña que estaba trepada en un muro, a la que se le veían las bombachas? no, en mi caso no. En realidad, tuve una imagen con Larsen en La vida breve. Larsen es un personaje que yo conocí varias veces, en distintos personajes. Era un proxeneta: el término criollo sería caficho. He conocido a esa gente desde los veinte años, y recuerdo que el último Larsen que conocí, lo conocí en una serie de bailongos que estaban en la calle Cinco de Mayo y que ahora están más lejos. A vos esto no te dirá nada, porque no sos montevideano? Recuerdo que un día yo estaba solo, estaba tomando una copa, entra un tipo, abre la puerta y le dice al mozo: che, ¿vino Junta? No, todavía no. Lo relacioné con una estación del subte que hay en Buenos Aires, que se llama primera junta. Después lo relacioné con las juntas de damas que había en los tiempos de Bolívar. Pero no, no cuadraba. Después entré en conversación con el mozo y le pregunté quién era Junta. Che, no, me dice, es un tipo que tiene unas tres mujeres por ahí, y son tan flacas (el hombre ya estaba en decadencia), porque no puede conseguir mujeres jóvenes; ahora solo consigue esqueletos o gordas imposibles. Por eso lo llaman Juntacadáveres. Y me pareció hermosísima la ocurrencia. Lo relacioné con los Larsen que había conocido, pero predominó este? Yo me acuerdo de una noche -tal vez esto no interese para nada, y solo sea una anécdota sin importancia que, sin embargo, me conmovió-, más precisamente de una Nochebuena, y un amigo estaba muy preocupado porque no tenía cómo comprarles regalos a sus hijos muy pequeños. Otro amigo y yo decidimos salir a recolectar algunos pesos. Fuimos a los boliches para decir: Fulano, ¿me prestas cinco pesos? El más generoso de todos fue Junta. Hasta ahora las niñas y el padre, ignoraban el origen de los juguetes de esa noche. Lo cuento para ver la dualidad de un sujeto así, que no ha vacilado en explotar mujeres toda su vida, pero que una noche, porque sí, está dispuesto a darle a un semiamigo todo lo que llevaba encima. Todo esto fue cuando escribía La vida breve.

AB: En sus novelas se traza un censo con muchas variantes, entrecruzamientos, donde hay muertos pero también resurrecciones. Un personaje puede ser una silueta, un mero esbozo en una novela, y aparecer más tarde en otra con mucho vigor. Larsen creo que apareció en "Tierra de nadie", y después creció. ¿Quiere explicar ese proceso?

JCO: Quizá porque al principio solo era un caficho más, después se me presentó en toda su pureza. ?l va teniendo la ambición de un prostíbulo ideal. Hay en él como un intento de modelar el mundo a través de ello. Es casi un artista, y entonces hay quienes me han dicho que puede haber algo de religioso en él.

AB: No sé si sea acertada la inclusión que voy a hacer, pero lo que usted dice me recuerda a "L´Age d´Home" de Michel Leiris. "Los burdeles son como museos", dice. Ahora, quería preguntarle por algo que llama la atención, y es que en "Juntacadáveres" es donde Larsen aspira a ese prostíbulo perfecto, mientras que en una novela anterior, "El astillero", Larsen está en decadencia. ¿Cómo explicar eso?

JCO: Bueno, la explicación es que El astillero se publicó antes, pero no es anterior. Yo estaba escribiendo Juntacadáveres cuando se me presentó así, de golpe, el Larsen de la decadencia. Salí de la casa de departamentos donde vivía en Buenos Aires, y vi el fin de Larsen. Eso me ocurrió simultáneamente a una visita que había hecho a unos astilleros, una cosa que era toda una farsa. La cosa se venía abajo, pero contrataban gerentes, mantenían oficinas suntuosas, sus cuentas ya no funcionaban, una calamidad. Entonces, Larsen, que ya he perdido la posibilidad de ese prostíbulo ideal, acepta la farsa, la asume. Veo en él como una decisión de fabricar su redención. Así se inventa esta nueva esperanza, y llevando esos libros absurdos de la empresa, como que se cultiva, como que esconde su pasado. En el momento en que tuve la imagen final de Larsen, interrumpí Juntacadáveres y me puse a escribir Es astillero. Algunos han reprochado una doble presencia a Larsen en Juntacadáveres.

AB: Eso le iba a decir. El tipo debe estar fuerte todavía, pero se presiente su debilidad, su aliento apagándose.

JCO: Sí, se presiente su decadencia. Y es que yo retomé Juntacadáveres, sabiendo que ella llegaría. El astillero para mí es deprimente. Es como salir con ropas mojadas un día que ha llovido. No sé, quizá me sienta muy cercano a Larsen, que es un personaje por el que siento mucho cariño, así como un cierto pavor. Vos disculparás, pero me parece un personaje muy interesante.

AB: Usted parece sentir por él algo que ya Benedetti hacía notar: piedad. Ahora, saber que su decadencia llegaría, digamos su condena, es algo que, en Onetti, parece inevitable. Lo importante no es dónde sus personajes van sino, más bien, de dónde vienen. Eso creo que nos lleva a un dato prioritario: sus novelas son siempre impecables, laboriosas crónicas del fracaso. ¿Quiere aventurar una explicación?

JCO: En mí, creo que se trata de un pesimismo natural; natural y radical. En el fondo, creo que soy una de las pocas personas que cree en la mortalidad. Eso influye mucho. Sé que todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también. De todos los escritores del boom se ha dicho que son pesimistas, que en ellos los personajes siempre se frustran. Quizá. Pero en García Márquez o en Vargas Losa, yo noto una gran alegría de vivir. Sinceramente, no creo que vean la muerte como un problema. Y no se trata de que ahora yo tenga sesenta y cuatro años, y que pueda morirme esta noche. No. Es algo que he sentido desde la adolescencia. Así como se descubre que yo soy yo, así de descubre la muerte, se marcan sus linderos. Uno de los descubrimientos más terribles, el más terrible, que tuve de muchacho, fue de que todas las personas que yo quería se iban a morir algún día. Eso me pareció absurdo, y de esa impresión no me he repuesto todavía. No me repondré nunca.

AB: ¿Y el suicidio, Onetti?

JCO: En todas mis novelas está subyacente la idea del suicidio. Una vez me preguntaron esto que vos me acabás de preguntar, por qué había abandonado la idea del suicidio. Yo le dije que hiciera él primero la prueba, y después me contara. Quiero saber antes si es mejor que todo esto.

AB: Y ahora, ¿qué hace?

JCO: Ahora, poco. Escribo poco por el insomnio. Hay una novela muy desorganizada todavía.

AB: ¿Sigue viendo a Santa María?

JCO: Sí, aunque es el caso de alguien que se escapa de Santa María, sin el permiso del fundador, Juan María Brausen, y entonces no puede volver a Santa María, y se viene a Montevideo. Me servirá para contar cosas que me pasaron en Montevideo, antes de que me fuera a Buenos Aires. En la revista Crisis ha salido un fragmento, ¿vos lo viste?

AB: No

JCO: Allí cuento un poco la historia de las mellizas. Eran dos mellizas, pobres y abandonadas, que se dedicaban, claro, a la prostitución. Una de ellas era ducha, pero la más flaca no. ?sta tenía que irse a una población cerca de Montevideo, pero todas las noches perdía el ómnibus, así que me acompañaba a recorrer las tertulias, los cafés. Yo llegué a tener una mala conciencia terrible así que le conseguí un puesto con una amiga, pero yo hice con esta un pacto: ella la tenía pero el sueldo lo daba yo. A la primera que estuvimos juntos en la calle, la melliza, la flaca, la pobrecita, me dijo: a mí no me engañas. Te vas a la gran puta, que ya me di cuenta cómo te mira esa mujer. Y despareció, no la volví a ver.

AB: El hombre que se escapa de Santa María, ¿qué lugar tenía en ese orbe?

JCO: Aparece en El astillero, apenas. Cuando se ahoga uno de los socios de Larsen, en la morgue está este tipo que es una especie de jefe de policía. Bueno, este tipo hace todo lo posible para volver a Santa María, hasta que el fundador Brausen finalmente lo permite. Lo hace volver y eso desemboca en una novela policial. No es una novela de clave. Hay un asesinato, pero se sabe quién asesina a quién. Yo soy lector de novelas policiales.

AB: ¿A quién lee?

JCO: Dashiel Hammett o Raymond Chandler.

AB: ¿Descubre al asesino?

JCO: Siempre. Basta con tener humildad.

AB: ¿Nunca se perdió en Santa María? ¿Nunca hizo planos ni genealogías?

JCO: Una vez hice un plano de Santa María con un amigo, pero era sólo para mover mejor a los personajes. Lo perdía cuando me vine de Buenos Aires. A mí se me ocurre escribir una novela, y ya tiene su lugar en Santa María. Pero nunca me propuse desarrollar un plano. O sea: nunca quise escribir una saga. Ese es ya un propósito, y yo no podría escribir con propósitos.

AB: ¿Y por qué escribe?

JCO: Porque sí, porque me gusta contar.

AB: ¿Cuándo se origina esa vocación?

JCO: No sé. Quizá en la infancia o en la adolescencia, seguramente como reacción al mundo de los mayores. Por ejemplo, aquí escucho hablar varias horas diarias sobre fútbol. Entonces escribiendo me desquito de esa realidad. Más que sufrirla yo, la realidad la sufren los personajes.

AB: La sufren por usted

JCO: Quizá.

AB: Usted fue revalorado por el surgimiento del "boom", al que se le incorporó un poco retrospectivamente, pues su primer libro es de 1939. Durante ese tiempo, sin lectores casi, ¿para quién escribió? Dicho de otra manera: ¿necesita lectores? ¿Para quién escribe?

JCO: Le contesto lo que una vez Joyce le contestó a alguien que lo entrevistaba. Me siento en un extremo del escritorio, decía, y le escribo a la persona que está en el otro extremo. En el otro extremo está James Joyce.

AB: O sea: hay más de un Joyce. Se escribe para ese otro que es uno mismo.

JCO: Así es. De modo que yo escribo finalmente para mí mismo, y escribo para mí mismo porque me gusta hacerlo. Y punto. Tengo terror al público, a las mesas redondas, a la televisión. Yo no he buscado nunca el público.

AB: Y entonces, ¿para qué publicar?

JCO: Es que hay dos momentos: en uno, se escribe a solas, no existe el lector, no existe nadie; luego, lo que queda entra en comunicación. Pero entonces ya es apenas uno mismo, adquiere propia vida. Además, las cosas que ha publicado fueron por azar. La primera, porque dos amigos habían comprado una imprenta pequeña y querían hacer una editorial. Me preguntaron si tenía algo, y yo les di lo que tenía.

AB: Parece que a usted le molesta la palabra "lenguaje".

JCO: Ya sé dónde querés ir vos. Decir que el lenguaje es el protagonista o el tema de la nueva novela es tomar la parte por el todo. El lenguaje es un elemento inseparable de la novela, pero cuando todo reside en él, hay mucho de gratuito. Eso es muy distinto a cuando hay que hacer innovaciones del lenguaje, por necesidad.

AB: Como el monólogo interior, por ejemplo.

JCO: Ahí está. Es un ejemplo magnífico, que además he discutido muchas veces. Hablo de Ulises. La otra cosa sinceramente no la entendí.

AB: ¿Cuál? ¿el Finnegan´s Wake?

JCO: Sí. En el Ulises esas cuarenta páginas del monólogo final de la mujer son una maravilla. Sencillamente, una vez que se lee, uno sabe que no podría haberse hecho de otro modo. Luego surgen los seguidores y estropean las cosas. Alguien me contó, en Argentina, orgulloso, que había escrito una novela que tenía frases más largas que las de Proust. Bueno, y las cosas suenan a madera buena, o nada. Mirá vos a Roberto Arlt. Era casi analfabeto, pero lees sus cosas y crees. Crees. Suena bien. Como Céline. La furia y la desesperación.

AB: ¿Cuál Céline?

JCO: El de Le voyage au bout de la nuit. Lo demás tampoco me interesa.

AB: ¿A quiénes relee más? ¿A quiénes prefiere?

JCO: Mis preferencias podrían llenar buena parte de la guía telefónica de Montevideo, y quizá vos podrías decirme: pero ese no tiene derecho a tener teléfono. Había algunos obligatorios, claro: Joyce, Céline, Proust, Faulkner, Hemingway.

AB: ¿Viviría en Santa María si pudiera?

JCO: Santa María no existe más allá de mis libros. Si existiera realmente, si pudiera vivir o viviera allá, inventaría una ciudad que se llamara Montevideo.

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