Loading...
Invitado


Domingo 27 de marzo de 2016

Portada Principal
Cultural El Duende

Las razones para escribir un libro sobre temas deprimentes

27 mar 2016

H. C. F. Mansilla

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Habitualmente nuestros intelectuales progresistas se inclinan a descubrir aspectos revolucionarios y, por lo tanto, muy positivos en las tradiciones populares y en las doctrinas que impugnan el legado europeo-occidental. Creo que es útil y provechoso invertir la dirección de este esfuerzo y, por consiguiente, analizar el posible potencial conservador que se halla latente bajo el manto de tendencias contestatarias y radicales. Me parece que esta operación es imprescindible porque la vida social y política nos depara muchas sorpresas. No transcurre según esquemas evolutivos fijados de antemano o de acuerdo a leyes inexorables del desarrollo histórico, y por ello los edificios teóricos que vamos construyendo se muestran a menudo como inhabitables. Lo que pasó con el colapso del sistema socialista a nivel mundial (1989-1991) o lo que sucede actualmente con el éxito económico y comercial -de carácter capitalista- en países oficialmente comunistas como China y Vietnam nos muestra, en el fondo, la poca capacidad explicativa de doctrinas como el marxismo o el nacionalismo revolucionario, que fueron los dos impulsos conceptuales más importantes de la intelectualidad boliviana durante largas décadas.

Aquí quiero dejar testimonio de mi adscripción a los principios racionalistas clásicos: creo que los progresos de la investigación científica y de la construcción de teorías aceptables en el campo histórico y social han sido posibles sólo mediante el cuestionamiento metódico. Como dijo Octavio Paz, también la literatura y el arte modernos son inseparables de la función crítica de nuestro intelecto: "Aprender a saber significa, ante todo, aprender a dudar". Y esta herramienta es el mejor antídoto contra el dogmatismo. En cambio, en la atmósfera cultural boliviana creo percibir, pudiendo equivocarme fácilmente, una marcada tendencia a aceptar y a propagar convicciones que parecen auto-evidentes y, por lo tanto, verdaderas en sentido enfático. Se nota aquí la resistencia a todo proceso de desilusionamiento -la base del genuino aprendizaje-, el rechazo a un propósito de desencantamiento con respecto a lo propio, la oposición a considerar otros puntos de vista que no sean los prevalecientes, es decir: los convencionales y rutinarios, los que cuentan con el afecto y hasta con el amor de la población.

El carácter conservador en América Latina y Bolivia que yo critico puede ser visto desde perspectivas diferentes. Aquí se puede constatar, por ejemplo, un cierto rechazo al espíritu crítico, a la sociedad secular, a la libertad y la democracia modernas, al pluralismo de ideas y al debate abierto de opciones políticas e ideológicas, rechazo que es practicado por regímenes populistas y también por conservadores. La cultura occidental emerge como un grave peligro para toda sociedad convencional, y esto resulta así porque el modelo civilizatorio occidental conlleva también la tendencia a poner en cuestionamiento los cimientos -la parte más entrañable- de todo sistema social. En América Latina y sobre todo en el área andina permanece activo un fundamento cultural de vieja raigambre católica, jerárquica y antiliberal bajo los gobiernos más diversos. Esta tradición se ha sobrepuesto a ideologías democráticas y a corrientes individualistas, dando como resultado una amalgama que, bajo variantes muy distintas, integra elementos del capitalismo económico dentro de una línea general que prescribe una meta histórica obligatoria y no retrocede ante la idea de una dictadura autoritaria para lograr el presunto bien colectivo. La cultura política boliviana no es sólo un modelo diferente en comparación con el europeo occidental, sino resulta ser un sistema de ordenamiento social que denota un arcaísmo mantenido artificialmente, una herencia autoritaria enraizada en profundidad y un nivel organizativo que ha sido superado por la evolución planetaria. La identidad nacional basada doctrinariamente en la diferencia, como la proponen las teorías indianistas y descolonizadoras de moda, es, por un lado, una utopía irrealista, y por otro, un paradigma autoritario y jerárquico.

Quisiera ilustrar mi tesis principal mostrando el retorno de rutinas y convenciones premodernas y predemocráticas bajo el manto de regímenes progresistas. Estos últimos han fomentado y reanimado cuatro fenómenos políticos e institucionales que se arrastran desde la era colonial española y, por lo tanto, han conservado cuatro rutinas de vieja data:

El Poder Judicial y sus anexos, como las fiscalías, no gozan de autonomía en su funcionamiento cotidiano y se hallan subordinados a las instrucciones del Poder Ejecutivo, a menudo con intenciones políticas y practicando incursiones en una crasa ilegalidad.

Todos los órganos de la administración pública conocen fenómenos muy dilatados de corrupción (en el plano ético) e ineficacia técnica (en el funcionamiento cotidiano). A esto se añade la prevalencia de códigos informales o paralelos de conducta, que impiden una autovisión crítica de todas estas instituciones.

El sistema educativo en general y el universitario en general se destacan por su naturaleza anticuada y por su creatividad intelectual muy reducida.

En una sociedad cerrada sobre sí misma se mantiene incólume una robusta cultura política del autoritarismo, con sus apéndices del centralismo, el prebendalismo y el machismo. Se sigue privilegiando el consenso compulsivo y desalentando el disenso fructífero; la astucia práctica predomina sobre la inteligencia creadora.

Como resumen se puede decir que este libro contiene más preguntas que respuestas. Afirmar esto se ha convertido en un lugar común y en una deleznable moda del momento. Mi texto tiene una intención modesta: exponer aquellos valores recurrentes de orientación y esas pautas persistentes de comportamiento que nos impiden comprender mejor nuestra situación y que obstaculizan el conocimiento genuino de nosotros mismos.

Este libro no contó con ningún apoyo estatal, universitario o privado. No es el resultado de un trabajo de consultoría o de una beca de investigación. Surgió en una forma que podemos llamar clásica: la soledad monacal de un escritor sin audiencia ni seguidores, pero que cuenta, por suerte, con un grupo de amigos que actúan como instancia crítica de alto nivel, como un filtro de calidad. A ellos -Mariano Baptista Gumucio, Antonio Hermosa Andújar, Erika J. Rivera, Luis Urquieta, Peter Waldmann, Freddy Zárate- quiero hacer llegar mi más cordial agradecimiento. Hasta una edad muy avanzada las ideas y las ocurrencias surgen de manera más o menos espontánea y desordenada, y el intento de obligarlas a un concierto racional equivale sin duda a quitarles su frescura, pero es el único modo de transformarlas en comprensibles. Este libro es el intento de tejer una estructura para extraer de mis ideas un sentido más o menos convincente. En mi mundo de ideas, que ya no puedo cambiar, la claridad y la razón constituyen las dos caras de una misma actitud e intención y son irrenunciables bajo todo punto de vista. La autonomía de la razón es su parte más noble, que incluye un impulso creativo. No podemos permitir que las cosas, el azar y la historia nos sometan a sus moldes de modo inmisericorde; de acuerdo a la tradición racionalista debemos tratar, hasta donde nos alcancen las fuerzas y con una sana porción de escepticismo, de dar forma a las cosas y a la historia. Mis maestros de la Escuela de Frankfurt, sobre todo el inolvidable Max Horkheimer, pusieron énfasis en la distancia que existiría entre el ámbito de lo real (la facticidad cotidiana de las sociedades contemporáneas) y las posibilidades derivadas del desarrollo acumulado: la diferencia entre la estupidez predominante y un mundo razonablemente organizado sería simplemente enorme y por ello decepcionante en grado sumo. La pesadumbre y la melancolía, el desencanto y el desconcierto serían entonces el estado de ánimo de toda persona medianamente informada e inteligente. Por todo ello agradezco al destino por haber disfrutado de mi único lujo: disponer libremente de mi tiempo. El no tener obligaciones laborales en un lugar determinado me permitió viajar durante largos años, leer bastante y escribir algo.

El espíritu crítico, que mantiene distancia con respecto a todas las modas, doctrinas y tonterías del momento, resulta ser algo incómodo para las sociedades de todos los tiempos. En el siglo XXI, cuando movimientos populistas han vuelto a ganar relevancia y cuando la industria de la cultura, en su versión globalizada y plebeya, establece una especie de dictadura inescapable, los individualistas como yo sentimos una soledad muy grande. Esta tarea, realizada sin ilusiones y con un dejo de escepticismo, no debe ser motivo para caer en la desesperanza. Y hay que hacerla con una porción de buen humor e ironía. La contemplación estética nos puede ayudar en este empeño: el sol de la existencia humana es tan cegador que no lo podemos mirar directamente, sino mediante la poesía. Así lo podemos observar relativamente bien. Debo al gran poeta Friedrich Schiller, el favorito de mi juventud, la concepción de que la belleza es el intento de resistir el caos y la entropía, creando en medio de ello una isla de lo bien logrado.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

Para tus amigos: