Es de cardinal importancia concebir como aspecto de la inteligibilidad del derecho que éste se funda en la naturaleza de las cosas y tienen, por incontrastable esencia, su fundamento en Dios, aunque muchos declarados ateos, entiendan que no es así, ignorando, a su vez, la posibilidad de vivir en el error, pues para ser ateo se requieren también cumplimentar condiciones: el ateo práctico está convencido de dicha existencia, pero la niega con su conducta; el ateo teórico la rechaza con sus opiniones, ambos, con el reconocimiento de algo: la ley moral y el ideal de la virtud, que no coinciden con el mundo empírico, conlleva en sí, en germen, la creencia de Dios.
Por ello los juristas, entre los que me enrolo, deberíamos reconocer la esencia y la Voluntad Santa en el Derecho, porque en el orden total de la creación la Santa Voluntad de Dios se manifiesta como ley moral natural, así como en aquellas relaciones esenciales emanadas en las que se ejercita la vida de interrelación y de orden jurídico, que sostiene a esta ley natural, consecuentemente todo ello se condensa como la ley jurídica natural (derecho natural).
Por ello un derecho positivo que no admite, bajo circunstancia alguna una posibilidad de elección, la corrige a través del método seguro de la especificación concreta, aunque pecando de pleonasmo, con determinaciones concretas según las necesidades de la población que son las evidentemente prácticas y que señalan la evolución del derecho, siendo el estrato de la juventud el determinante para crear un derecho positivo moderno y alejado del anacronismo y sin vacíos de ilícitos que no se puedan someter a la justicia por no existir la tipología del ilícito pertinente y, esa, es una lamentable rémora del actual poder legislativo.
Esta ley jurídica natural, es una parte de la ley moral natural y el conjunto del orden jurídico, una parte del orden moral total. La mujer y el hombre creadores del derecho positivo y todo su perfeccionamiento, se halla necesariamente vinculado a estos fundamentos dados por Dios y, esta actividad de los juristas, se limitara a desarrollar o desenvolver los preceptos del orden jurídico natural por el método de la conclusión o, mejor, por donde dicho orden positivo presente un vacío o, peor, que deje posibilidades de elección. Imaginémonos lo caótico que sería un derecho positivo que conciba posibilidades de elección; la seguridad jurídica del ciudadano quedaría hecha trizas.
Indudablemente esta es una tarea del Estado, que por regla general ejerce la actividad legislativa y, por decantación, establece el derecho en un país, sin embargo, y esto es muy importante que ingrese al conocimiento del lector que, toda comunidad o población posee su propio poder legislativo en lo que respecta a su propios intereses, que es el principio de subsidiariedad, entendido como la ayuda complementaria o mejor, la que con carácter supletorio debe prestarse cuando las circunstancias así lo exijan.
Esta acción subsidiaria constituye la relación fundamental de la sociedad con la persona humana, pues la sociedad, sin detenernos en su acepción específica, no existirá nunca sino en sus miembros y, en consecuencia, no existe sino para sus miembros. De ello deviene que el derecho positivo debe ser el exacto reflejo de la sociedad y, no le está permitido al ente social o sea la Estado, encargarse de lo que los individuos de una sociedad o las agrupaciones sociales menores pueden efectuar por sus propios medios.
Así, aunque el columnista incurra en un epímone, constituye un atentado contra el principio de subsidiariedad negar a la familia la competencia de una acción tutelar, del mismo modo que en la vida pública atenta contra este fundamental principio un Estado que se arroga la omnipotencia y la totalidad de funciones a expensas de la autoayuda de los ciudadanos, y de la autoadministración o autonomía administrativa de los núcleos poblacionales menores, ya de derecho público, ya privadas.
(*) Es Abogado Corporativo, postgrado en Arbitraje y Conciliación, doctor Honoris Causa
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