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Domingo 13 de marzo de 2016

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Cultural El Duende

La fragilidad de la democracia contemporánea frente a la entropía social

13 mar 2016

H. C. F. Mansilla

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La tesis central de este breve texto es la siguiente. A nivel mundial el actual proceso de democratización ha sido relativamente exitoso, y ahora está confrontado con algunos dilemas que se derivan de su implantación a escala casi planetaria. Aunque no existe ninguna relación causal directa, la democracia contemporánea de masas, la cultura popular y las demandas crecientes de todos los pueblos de la Tierra se hallan en un mismo contexto junto con los peligros de la entropía social, los desarreglos ecológicos a escala global y la manipulación que emana de los medios de comunicación. Desde la Antigüedad clásica se sabe que, bajo ciertas circunstancias, los regímenes democráticos pueden degenerar y convertirse en sistemas autoritarios. Y ya desde entonces se sabe que una genuina democracia debe estar basada en factores argumentativos y deliberativos, y estos últimos no son el fuerte del actual modelo civilizatorio en ninguna parte del planeta.

No hay duda de que a nivel mundial se puede constatar desde 1980 una saludable expansión de gobiernos democráticos que no tiene precedente en la historia universal. Este proceso está ligado a una dilatación casi universal del libre mercado y del flujo irrestricto de bienes, servicios e informaciones y, a escala mucho menor, a una ampliación del Estado de Derecho. Este desarrollo está vinculado a una considerable difusión de doctrinas políticas, culturales y económicas inspiradas por el liberalismo. Tampoco hay duda acerca de los beneficios y aspectos positivos asociados a esta evolución: en América Latina, África y Asia, por ejemplo, se puede observar hoy en día un loable retroceso del autoritarismo y un fortalecimiento de sistemas democráticos.

La evolución histórica de las últimas décadas ha conllevado, empero, algunos elementos negativos que se han agudizado paralelamente a la mencionada expansión de la democracia, elementos que, sobre todo en el Tercer Mundo, ponen en peligro a esta última. En las prósperas naciones de Europa y Norteamérica el riesgo mayor debe ser visto en el socavamiento de la democracia desde adentro, el cual se expresa en el sentimiento general de pérdida de sentido, la popularización del relativismo axiológico y la despolitización del conjunto social. La complejidad creciente de la vida social entorpece respuestas creíbles a los dilemas que surgen cuando la gente se pregunta acerca del sentido de todos los esfuerzos cotidianos. En otras palabras: ahora se vislumbran inexorablemente las fronteras e insuficiencias de la obra político-institucional más notable del ser humano, que es la modernidad liberal-democrática, aunque críticas clarividentes surgieron desde los comienzos del romanticismo. La gran desilusión vino cuando en 1914 las naciones más adelantadas de ese modelo civilizatorio liberal se lanzaron a la Primera Guerra Mundial, es decir a un intento masivo de autodestrucción.

Hoy se puede notar algo mucho más alarmante a nivel mundial: un incremento exponencial del crecimiento demográfico a partir de 1945 y un aumento concomitante de la destrucción ambiental a ritmo exponencial. Sin los adelantos técnicos y sin una ampliación considerable de los servicios de salud -por más modestos que sean-, esta evolución hubiera sido imposible. En las nuevas democracias del Tercer Mundo y en regímenes autoritarios se detecta una expansión de demandas múltiples (mejor nivel de vida, mayores oportunidades de consumo masivo, mejor educación) que también pueden ser consideradas como únicas en la historia universal. Es superfluo añadir que en numerosos países falta la base material para satisfacer esas demandas, por más legítimas que sean.

Un gran peligro adicional es el siguiente: paralelamente a las leyes físicas (sobre todo en la termodinámica), Manfred Wöhlcke postuló la existencia de una entropía social, que se manifiesta en la disipación continua de la energía, en la desintegración de las instituciones que garantizan el orden, en el incremento de una descomposición de normativas estructurantes, en la declinación cualitativa de las actividades científicas, artísticas y literarias, en formas exorbitantes de consumo masivo (insostenibles a largo plazo) y finalmente en tendencias autodestructivas a nivel mundial (por ejemplo el incremento de la criminalidad y la inseguridad, la aparición de dilatadas guerras civiles sin metas claras y, con respecto a nuestra base misma de la vida, la destrucción incesante del medio ambiente). Estos problemas anotados por Wöhlcke tienen vigencia en todo el planeta.

Es de justicia señalar, aunque muy someramente, los aspectos positivos de la cultura contemporánea: la difusión de una ética universalista; la mayor vigencia de los derechos humanos; el afianzamiento del diálogo entre actores plurales dentro de una democracia deliberativa; la dilución de factores tradicionales en las relaciones entre los géneros y en la vida familiar; la disminución de lo convencional en el estilo de la vida cotidiana; la mayor diversidad en las mentalidades y en los vínculos entre las personas; y en la esfera institucional, una incipiente reducción de las jerarquías dentro de las fábricas y empresas. Paralelamente a los mecanismos legal-formales (elecciones correctas, competencia efectiva de actores políticos, rotación de élites) se ha desarrollado una amplia variedad de formas de organización y participación, que tienen la facultad de inspirar o modificar políticas públicas y así tomar parte indirecta, pero efectiva en las decisiones gubernamentales. La ganancia más notable del proceso de democratización de América Latina a partir de 1980 debe ser vista en el enorme incremento de estas instancias participativas de rango intermedio, que se ocupan de casi todas las actividades sociales y que actúan entre los individuos aislados y las instituciones políticas.

Estamos transitando de una moderna sociedad industrial a un orden postmoderno basado en la prestación de servicios. La producción de bienes materiales pierde relevancia en favor del ámbito financiero y la generación de bienes virtuales. Pero este proceso denota también factores poco promisorios. El incremento exponencial de este sector inmaterial requiere de una fuerza laboral muy pequeña. La implementación exitosa del principio del mercado a todo nivel y la desregulación radical en el campo laboral pueden expulsar a mucha gente de oportunidades de trabajo y a numerosos países del perímetro del mercado mundial. El resultado es la marginalización y el empobrecimiento de personas y sociedades. Esta evolución debilita a los estados nacionales del Tercer Mundo mucho antes de que estos alcancen el grado de racionalidad administrativa y política que es necesario para sobrevivir en la modernidad tardía. La sociedad concebida exclusivamente como un mercado autorregulado puede ser una utopía peligrosa, pues también el mercado requiere de toda suerte de regulaciones, límites y controles, funciones a las que el Estado no debería renunciar en vista de los efectos ambiguos de más de veinte años de políticas públicas llamadas neoliberales.

El pensamiento neoliberal, con su unilateralidad, no comprende las muchas facetas de los procesos de globalización y, en forma monocausal -no muy diferente del marxismo-, cree que todo está definido por factores económico-comerciales. Sobre todo las esferas de la ecología, la cultura y la educación sufren bajo esta falta de matices. La política se revela como un factor subalterno de la economía, lo que precisamente dificulta una gobernabilidad que sea relevante temporal y geográficamente. El mercado constituye un potente mecanismo de coordinación social, que se caracteriza por no necesitar un acuerdo normativo. Pero el mercado no da un sentido a la convivencia social; no genera acuerdos sobre la interacción de los factores político-sociales. Norbert Lechner afirmó que el mercado es una "máquina avasalladora que expulsa a quien no sabe adaptarse". Puede funcionar muy bien en su área, pero puede producir dilatados fenómenos de violencia y otras patologías políticas (o, al menos, convivir con ellas).

Hay que mencionar otros aspectos negativos de la cultura contemporánea: la fragmentación social, la pérdida de la solidaridad y la monetarización de todos los sectores de la vida. Con la declinación del clásico Estado nacional se socavan los fundamentos mismos de la democracia. La política como tal deja de existir y se transforma en un asunto de asignación de recursos por medio del mercado. Se disuelve la posibilidad de control democrático de políticas públicas, ya que estas pasan a la tuición de organismos supranacionales que generalmente no están conformados por una elección democrática. Esta es la tendencia aparentemente universal a la economización de la política. El poder se reduce al dinero. Pero: el poder puede ser democratizado, dice Jürgen Habermas, el dinero no. La regulación de decisiones opera como la lógica de opciones mercantiles, para la cual criterios como el bien común, la experiencia histórica o el sopesar riesgos sociales, simplemente no existen. Se pierde la posibilidad de transparencia del debate político y así del mejoramiento de políticas públicas mediante una discusión colectiva entre actores bien informados.

En resumen: la tolerancia se vuelve indiferencia y la diversidad se transforma en una técnica de mercadeo. El multiculturalismo resulta ser una salsa que sirve para condimentar prácticamente todo, porque contiene un poco de cada cultura, en dosis aguadas, inofensivas y módicas, y cuyo resultado final son productos bienvenidos por la moda porque son inocuos e intercambiables entre sí. Este es el monstruoso mundo al que ya hemos ingresado.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua

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