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Domingo 28 de febrero de 2016

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Cultural El Duende

Dos textos breves de Umberto Eco

28 feb 2016

(Alessandria, 5 de enero de 1932 - Milan, 19 de febrero de 2016)

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EL TELÃ?FONO CELULAR

Y LA REINA MALVADA

Recientemente, estaba caminando por la acerca cuando vi a una mujer que se acercaba a mí. Su rostro estaba pegado a su teléfono celular y no veía por dónde iba. Si yo no me hacía a un lado, chocaríamos.

Como soy en secreto una persona malvada, me detuve repentinamente y me di la vuelta. La dama chocó con mi espalda, dejando caer su teléfono. Rápidamente se dio cuenta de que había topado con alguien que no podía haberla visto y que ella debería haber sido quien se apartara. Balbuceó una excusa, mientras yo amablemente le decía que no se preocupara porque estas cosas pasan todo el tiempo en estos días.

Espero que el teléfono de la mujer se rompiera cuando lo dejó caer y aconsejo a quienes se encuentren en situaciones similares que se comporten como yo lo hice. Por supuesto, pienso que los usuarios compulsivos de teléfonos deben ser estrangulados al nacer, pero no todos los días hay un Herodes. Y aun cuando castiguemos a estas personas en su edad adulta, probablemente nunca comprenderán las profundidades del abismo en el cual han caído. Al final, persistirán en su molesto hábito sin importar lo que nosotros hagamos.

Estoy muy consciente de que se ha escrito mucho ya sobre el uso de los teléfonos celulares, así que no hay mucho que yo pueda añadir aquí. Pero si pensamos en ello con claridad por un momento, simplemente es asombroso que casi todos hayamos caído presas del mismo frenesí. Apenas sostenemos ya conversaciones cara a cara; ni reflexionamos sobre los temas apremiantes de la vida y la muerte, o siquiera vemos hacia el campo cuando pasa frente a nuestra ventanilla. En vez de ello, hablamos obsesivamente en nuestros teléfonos celulares, rara vez sobre algo particularmente urgente, mientras malgastamos la vida en un diálogo con alguien a quien ni siquiera podemos ver.

Hoy, estamos viviendo en una era en la cual, por primera vez, la humanidad se las ha ingeniado para realizar uno de los tres deseos perdurables que durante siglos sólo la magia pudo satisfacer. El primero es la capacidad de volar; no abordando un avión sino con nuestros propios cuerpos, agitando los brazos. El siguiente es la capacidad de afectar directamente a nuestros enemigos -o nuestros seres queridos- clavando alfileres en muñecos o pronunciando palabras esotéricas. Y el tercero es la capacidad de comunicarnos instantáneamente a grandes distancias. Siempre hemos querido un genio o algún objeto mágico con el poder de transportarnos en un instante de Frosinone a Pamir, de Innisfree a Tombuctú, o de Bagdad a Poughkeepsie. Y ahora lo tenemos.

¿Por qué la gente se ha inclinado tanto hacia las prácticas mágicas a lo largo de los siglos? La prisa. Las promesas mágicas de que se puede saltar instantáneamente de la causa al efecto -del punto A al punto B- a través de una especie de cortocircuito, sin dar ningún paso intermedio. Pronuncio una fórmula y transformó el hierro en oro. Convoco a los ángeles y envío mensajes a través de ellos. La fe en la magia no se desvaneció con el advenimiento de la ciencia. No, nuestro deseo de inmediatez simplemente se transfirió a la tecnología. Si uno presiona un botón en su teléfono celular en Roma, en segundos está hablando con un amigo en Sidney.

Sabemos que la ciencia y la tecnología avanzan lentamente a través de una investigación cuidadosa; y sin embargo queremos una cura para el cáncer en este momento, no mañana. Así que, en vez de esperar por años, ponemos nuestra fe en el doctor-gurú que nos ofrece una poción milagrosa que funciona instantáneamente para curar nuestros males. La relación entre nuestro entusiasmo por las conveniencias tecnológicas y nuestra inclinación por el pensamiento mágico es muy cercana, y está ligada profundamente a la esperanza religiosa que ponemos en la acción relámpago de los milagros. Durante siglos, los teólogos nos han hablado sobre los misterios, argumentando que son concebibles pero incomprensibles. La fe en los milagros nos muestra lo numinoso, lo sagrado y lo divino, que funciona sin demora. ¿Puede ser que haya una conexión entre quienes prometen una cura instantánea para el cáncer, místicos como el Padre Pío, los teléfonos celulares y la reina malvada en "Blanca Nieves"? En cierto sentido la hay. La mujer al inicio de mi artículo estaba viviendo en un universo de cuento de hadas, encantada por el teléfono celular que llevaba al oído en vez de un espejo mágico.

HAY MÃ?SICA Y MÃ?SICA

Se suele citar como ejemplo de escasa sensibilidad musical la opinión de Kant, que consideraba la música inferior a otras artes como la pintura, porque si el valor del arte está en el alimento intelectual que nos procura, la música, que juega simplemente con sensaciones, ocupa el lugar más bajo entre las bellas artes, pues "va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; mientras que las artes figurativas van de las ideas determinadas a las sensaciones. Estas producen impresiones duraderas, aquella no deja más que impresiones pasajeras".

Y pasen estas ideas bastante discutibles. Pero es que Kant añadía: "Además, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos extiende su acción más lejos de lo que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso y viene a turbar la libertad de los que no son de la reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión. Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un pañuelo perfumado no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado de moda" (Crítica del juicio, 53). Devaluar estéticamente la música porque molesta a los vecinos es como negar el valor de Aída cuando se representa en la Arena de Verona y se impone a la escucha involuntaria de los que viven en los alrededores. Con todo, Giuseppe Verdi aparte, yo que vivo en una zona de Milán donde con cualquier festividad se organizan conciertos de rock que duran hasta la madrugada, empiezo a pensar que Kant llevaba algo de razón.

Es bastante normal que uno no se lea inmediatamente las publicaciones que le llegan, porque no se puede leer todo enseguida (y, por otra parte, leí La Ilíada casi tres mil años más tarde), así que he llegado con algunos meses de retraso a la lectura del número 43 de la revista Nuovi argomenti, que se abre con una especie de diario del poeta Valerio Magrelli. En un cierto punto, Magrelli cita positivamente el fragmento de Kant porque, afirma, hay una música que se elige y otra que nos imponen los demás. "Se trata de dos fenómenos antitéticos. El primero representa uno de los alimentos más exquisitos que se hayan concedido a la especie humana, mientras que el segundo es un simple delito. Uno es una gracia que elegimos, el otro un castigo recibido". Y al principio de su diario, Magrelli anota que hay "dos materiales cuyo abuso está destrozando la ecología del planeta: plástico y música".

Por lo que se refiere al plástico, no necesitamos ejemplos; aunque tiene un defecto más con respecto a la música, porque los sonidos, como es bien sabido, vuelan y se dispersan por los aires, mientras que el plástico permanece por los siglos de los siglos. Para la música basta pensar hasta qué punto nos persigue en los aeropuertos, en los bares y restaurantes, en los ascensores, en el estudio del fisioterapeuta con un horroroso estilo New Age, en los sonidos de los móviles que a bordo de los trenes difunden en todo momento Para Elisa o la Sinfonía 40 de Mozart (que también acompaña machaconamente cualquier evento televisivo), y peor aún, la música nos asusta cuando, sin oírla, la adivinamos en los oídos obsesionados y atronados de los descerebrados que pasan a nuestro lado con un auricular clavado en el tímpano, incapaces de caminar, pensar, respirar, sin tener un estruendo como ángel de la guarda. Antaño decidíamos escuchar música y encendíamos la radio (operación que requería un esfuerzo manual), o elegíamos un disco (operación que requería también una reflexión intelectual y una elección de gusto), o nos vestíamos bien e íbamos a un concierto, donde ejercíamos nuestra capacidad de discernimiento entre una buena o una modesta ejecución, o podíamos decidir que amábamos a Bach y odiábamos a Scriabin. Ahora, muchedumbres de jovencitas con el ombligo al aire y de jovencitos con pelos tiesos roban música con el computador para intercambiársela y escucharla todo el día, y cuando van al concierto o a la discoteca no es para degustar sino para aturdirse y, olvidadas las sutilezas del pedal, más que música absorben ruido. Claro que en el tren el auricular lo llevan también muchos adultos embrutecidos, incapaces de leer el periódico o de mirar el paisaje.

Si en todos los carteles publicitarios se repitiera la Mona Lisa, la Mona Lisa se volvería fea y obsesiva. Pero (y entonces tenía razón Kant) nuestro intelecto se daría cuenta y protestaríamos. Con la música, en cambio, no: vivimos en ella como en un baño amniótico. ¿Cómo recuperar el don de la sordera?

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