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Domingo 14 de febrero de 2016

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Cultural El Duende

Carlos Monsiváis: Un hombre llamado ciudad

14 feb 2016

El académico de la lengua, poeta, editor y crítico Adolfo Castañón, analiza la obra fecunda de uno de los cronistas y narradores más lúcidos de México, Carlos Monsiváis (4 de mayo de 1938 - 19 de junio de 2010)

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Segunda de tres partes

Después de su viaje por las castas, las clases y los bajos fondos de un México que ayer parecía antiguo y hoy parece desechable, Monsiváis, el vendedor ambulante de sueños profusos, ha logrado convertir a los adeptos del realismo periodístico en turistas fáciles de un viaje previamente organizado. Así como el sueño obsesivo de Monsiváis es un sueño del presente -un presente en el que está envuelta la masa, la historia- y paradójicamente soñado para escapar del pasado oficial de la tradición escrita, su puntualidad en relación con la historia es singular, ambigua.

Lo grotesco y lo banal, la épica y la trivialidad desembocan tumultuosamente en una prosa que se alimenta de las tradiciones orales: a la taquigrafía y la observación del redactor corresponden los comentarios sin lectura, la admiración fundada en el entusiasmo y la simpatía gregaria e ideológica -religiosa en última instancia- de sus tribus lectoras. El habla y la tradición oral como fronteras de la lectura y de la escritura constituyen la fuerza y la debilidad, responden por la exactitud y la impuntualidad de este proyecto literario que exige ser evaluado en términos de proceso y no de obra.

Por otra parte, esa oportunidad de Monsiváis para coincidir con la historia, para descubrirla, para inventarla, para imbuir a la realidad, por banal que sea, con la dignidad de la interpretación; el instinto o el valor que lo llevan a donde quiera que arda Troya, lo obligan a recorrer una superficie y lo hacen superficial, falsamente profundo. No tiene ideas, como dijo Octavio Paz, sino ocurrencias -o diríamos, concurrencias, dichos agudos para la ocasión, pensamientos inesperados para encuentros casuales. Un golpe de dados abolirá a Monsiváis.

En su calidad de taquígrafo del juego de la Historia -el desvanecimiento de México en la configuración de Norteamérica como región-, de testigo de calidad de las grandes y pequeñas cantidades de la corriente social, Monsiváis da fe, aparece invariablemente como un precursor o un sobreviviente. Parece el único contemporáneo de todos los hombres que se mueven bajo el firmamento de todos los tiempos mexicanos. Pero -misterio- llega a la Fiesta antes de que este empiece, se va antes de que concluya e incluso cuando se queda parece extrañamente ausente. Es natural: cada palabra registrada, cada hecho observado despiertan en él una tempestad de asociaciones y al observador lo separa de la realidad una vidriera sociológica e interpretativa. Lo vemos observar; lo vemos repetir para sí mismo lo que otros dicen:

¿Verdad que más que observador escrupuloso e imperturbable Monsiváis es un hombre que escucha?

Sabe quién habla y para quién, reconoce desde dónde habla cada quien. Esta facultad -casi un instinto- para situar moralmente a un interlocutor hace de Monsiváis un explorador ideal de lo que podría llamarse la geografía del status mexicano y aún diríamos latinoamericano. Esa facultad parece insinuar que en Carlos Monsiváis se encubre uno de los grandes novelistas mexicanos del siglo XX.

Oscilando entre el periodismo, la crónica, la historia, la fábula, la agonía y el éxtasis, la palabra de Monsiváis ha eludido cuidadosamente la creación de personajes al tiempo que rescata -con el mismo escrúpulo- mundos, climas y modismos, voces y ambientes particulares, regionales. De ahí que encarne la última voz intraducible en que se reconocen las masas mexicanas antes de iniciar definitivamente el éxodo hacia la uniformidad sin fronteras; de ahí también que uno de los escritores mexicanos e hispanoamericanos más dotados e inteligentes de nuestro siglo corra el riesgo de no acceder verdaderamente a la literatura -es decir a la intuición de la persona a través de la palabra, a la creación de personajes- y de quedar en la memoria del futuro y en el presentimiento de los lectores en otras lenguas como una leyenda milagrosa e inexplicable. Tom Wolfe -decía Truman Capote- no durará.

Entre la multitud de cabezas tibias, frías o calientes, Carlos Monsiváis pertenece a la rarísima especie de Tiresias, con un hemisferio ardiente e infernal y otro helado, angélico. Interés impersonal, entomológico, por los hombres, pasión personal por las creencias, convicción visceral de que existe una geometría de los apetitos sociales -tales son los factores de la combinación singular que respalda la vivacidad de su burlona misericordia. Tal es la paradoja de este cronista, heredero alborotado y descastado de Bernal: odia y ama, compadece y se burla, lo devora una pasión avasalladora por el mundo pero no corre en su pasión, en su vida, en el carácter simbólico de su propia autobiografía. Gracias a esa herida, a esa desgarradura puede encarnar la frontera y protagonizar y representar la incertidumbre espiritual de México, el doloroso enigma del aislamiento.

Monsiváis, viajero inmóvil, es también una frontera en movimiento. Ante las masas insumisas, ante el servilismo espiritual de una colectividad ansiosa de confirmaciones y de legitimación, representa una especie de ángel vengador, el heraldo del discurso emotivo traicionado por la historia oficial; ante las clases medias que asisten atrincheradas desde sus automóviles y en sus cubículos a la guerra del cerdo contra el pobre, Monsiváis representa la aventura a la vuelta de la esquina, la posibilidad de un voyeurismo social accesible, el fisgón universal, el Orfeo urbano que baja por nosotros a los infiernos de los basureros sociales y que es capaz de amansar y de nombrar con su canción prosaica, con la marcha vagamente militar de su sociología y la solemnidad religiosa de su nacionalismo, el océano de la vida urbana en extinción.

Por eso su voz parece surgir de la profundidad. Brota o emerge como una cascada congelada de palabras, es el tumulto hablado de la radio y su susurro onírico. Leemos, como entre sueños, la perorata de un locutor estremecido que comenta, celebra, hierve y entrevista. Del oído y para el oído, la voluntad de la voz arma la representación. El periodismo de Monsiváis se impulsa como una invocación afectiva, gritos de éxtasis en la cresta del tiempo. La pluma como un micrófono, la página como una calle imaginaria que atraviesa por todos los barrios de la diferencia social y que sube y baja infatigable los peldaños de la pirámide.

Escritura a control remoto, libros que son como vastos estudios de radio y de TV, adjetivos como reflectores, a veces la prosa como una videocasetera, el lenguaje de Monsiváis busca la historia, practica una gimnasia de la descripción destinada a dominar el tumulto, a describir lo innombrable: la masa en movimiento, esa ballena blanca que burla al cazador y lo seduce y lo engaña. ¡Y cuántas veces no ha engañado la masa a Carlos Monsiváis!

En los océanos de las manifestaciones, en el mar de los conciertos de rock, en los ríos humanos que desembocan en el eclipse, en el big-bang de las masacres, en el hoyo negro de la polémica, la-palabra-que-zumba-en-la-página-como-la-voz-en-la-radio ha acudido a la cita con la masa en movimiento. Ya se sabe: la fascinación por la masa funciona como un afrodisiaco revolucionario, la libido subversiva se despierta en el tumulto y el calor de la masa satisface la nostalgia por la comunidad destruida.

La escritura como frontera, la escritura como ciudad no impiden que Monsiváis sea familiar y aun provinciano. Provinciano porque su voz es la del niño que corre por las calles anunciando al pueblo que ya llegó el circo del progreso. Parece que Monsiváis siempre está registrando el advenimiento local de lo que sucedió hace mucho en la Metrópolis y que, al suceder aquí, nos universaliza y redime de nuestro aislamiento, nos conecta al sistema nervioso del consumo. Por eso tiene algo del juez triste que comprueba con desengaño cómo se llega inevitablemente tarde y en último lugar en la carrera del progreso. Pero en el rostro brilla también una ironía de pontífice que ha visto caer muchos imperios sexenales desde la inconmovible y santa sede de la asamblea universal y popular.

Continuará

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