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Domingo 14 de febrero de 2016

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Cultural El Duende

Carta desde Inglaterra. Mito y biografía

14 feb 2016

Jordi Doce

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Fragmento

Hace poco más de un año, el diario inglés The Guardian publicó una entrevista con Frieda Hughes, la hija mayor de Sylvia Plath y Ted Hughes. Era la primera vez que concedía una entrevista y la primera vez que su rostro adulto aparecía en un medio de comunicación británico. La foto mostraba a una mujer cercana a los cuarenta años en la que era fácil ver los rostros combinados de sus padres en exacta proporción. El efecto era desconcertante, como si las decenas de retratos que conocemos de Hughes y Plath se hubieran solapado para producir un segundo rostro inédito. Sylvia Plath había sido hasta entonces unas fotos en blanco y negro, unas cuantas páginas leídas y releídas obsesivamente, un espectro revivido en objetos que portaban su nombre, pero aquel rostro exhibía una presencia más ineludible, la permanencia tenaz del pasado, como si la madre hubiera tomado posesión de la hija: Frieda Hughes era una realidad inmediata que contradecía el mito de su madre, que precisamente en honor a su naturaleza mítica hemos alojado en un pasado que nos parece remoto, tal vez con objeto de manipularlo o interpretarlo con menor cargo de conciencia.

El periodista la entrevistaba con la excusa aparente de hablar de su pintura, de la que se ofrecía una exposición en una galería londinense, pero el motivo real era (nadie se engañaba) hablar de sus padres, alimentar la cadena de juicios e indiscreciones que mantienen en funcionamiento la industria editorial. Poco era lo que Frieda Hughes estaba dispuesta a adelantar. En parte por falta de ganas, pero también por ignorancia. En cierto momento, el periodista trajo a colación un regalo que Sylvia Plath había hecho a su hija poco antes de suicidarse. Su interlocutora admitió no recordarlo, añadiendo que era demasiado pequeña para guardar memoria del suceso.

¡Pero si este dato aparece en todas las biografías!, exclamó el periodista.

No he querido leer ninguna biografía de mi madre, replicó Frieda Hughes, dando por cerrada esa parte del diálogo. Daba igual. El periodista ya tenía su golpe de efecto, la paradoja subrayada en unas pocas líneas de falsa conmiseración: cualquier lector atento de Sylvia Plath tenía una imagen más completa de la infancia de su hija que la propia interesada. La paradoja era sorprendente, pero también sobrecogedora. Importaba poco que Frieda Hughes hubiera decidido no leer las tres o cuatro biografías de su madre, biografías que los demás hemos recorrido en varios sentidos con el fin de desentrañar no se sabe bien qué misterios. El hecho indiscutible es que sabemos más que ella de la vida de su madre y de su propia infancia. Imaginamos a dos niños acostados en sus camas mientras una mujer de mueca ojerosa escribe en un cuarto contiguo hasta la madrugada, y sabemos ahora que uno de esos niños vive exiliado de esa escena, fuera de una memoria artificial que alguien creó con unos cuantos datos aproximados para que miles de extraños la adoptaran. La inflación de la literatura biográfica ha creado estas paradojas insolubles. La pervivencia del mito romántico del artista, la necesidad de nuevos Van Gogh que den de comer a los escritores de sociedad, está detrás de esta banalización de la obra en aras de una vida destripada de todo secreto palpable. El otro secreto, el que Plath se llevó con ella, ese no aparecerá por mucho que tracemos el mapa de un día a día donde la muerte cumple ahora funciones ordenadoras y explicativas, aunque entonces, en vida, fuera una posibilidad entre muchas y tal vez la más impensable. Algo así sugiere Elías Canetti cuando escribe: "La historia presenta todo como si nada hubiera podido desarrollarse de otra manera. La historia se pone de la parte de lo sucedido y lo separa de lo no sucedido, construyendo sólidas conexiones (�), como si estuviese de parte del suceso más fuerte, esto es, de que lo realmente acaecido no podía quedar sin suceder, debía suceder". La fuerza de los hechos excluye cualquier otra posibilidad, desaloja futuribles y alternativas.

La anécdota puede parecer trivial, pero ilustra con lúcida claridad, pienso, los riesgos y contradicciones en que incurre una cultura literaria basada en el cotilleo biográfico y el culto a la personalidad. En el caso de Sylvia Plath, convertida ya en icono del feminismo avant la lettre, las biografías y estudios críticos dedicados a su obra han alcanzado tal profusión que ya se habla de una industria Plath, semejante a la creada en torno a Dylan Thomas. Como en el caso del galés, el mito creado por los intérpretes han acabado por fagocitar cuanto molesta o contradice su avance: no sólo los detalles exactos de una vida, sino también los personajes (madre, marido, hijos, amigos, colegas) que compartieron y en cierto modo condicionaron esa vida. Cualquiera que fuese su relación con Sylvia Plath, muchos de estos protagonistas han debido ajustarse a las constricciones y deformaciones impuestas por una fama que no esperaban y que seguramente nunca desearon. No hablo tanto de Ted Hughes, cuyo caso es el más peculiar, sino de tros (Aurelia Plath, Dido Merwin) que han revelado los más ocultos pliegues de su carácter en su enfrentamiento gradual y obligado con el fenómeno Plath. Basta leer el siguiente comentario de Katherine Viner, columnista de The Guardian, para darse cuenta de hasta qué punto el mito ha devorado a la persona:

Incluso si no se hubiera suicidado en febrero de 1963 -abandonada por su marido, a escasas semanas de conseguir el divorcio, una madre sola en la cumbre de sus poderes literarios- Sylvia Plath habría sido una heroína feminista. Escribió sobre amor y muerte, pasión y niños, placentas y heridas y furia; articuló la experiencia femenina y alcanzó la fama en vida como muy pocas mujeres antes que ella.

Apenas si merece la pena detenerse en este burdo ejemplo de prosa periodística, pero sí haré notar que en el espacio de unas pocas líneas Katherine Viner logra deslizar al menos dos falsedades. Para empezar, Sylvia Plath "no alcanzó la fama en vida"; su fama es póstuma, y se debe a la publicación de su poesía dos años después de su muerte. Además, si bien sus poemas hablan de "amor y muerte", o hacen referencia, entre otras cosas, a "placentas, heridas y furia", definirlos por sus contenidos tiene mucho de interesada simplificación. Asumir, por último, que incluso si no se hubiera suicidado Plath seguiría siendo "una heroína feminista" es mucho asumir. La afirmación de Viner pertenece al dominio de la historia-ficción y pasa por alto la íntima relación que liga el suicidio de la escritora con la escritura de algunos de sus últimos poemas, como "Palabras" o "Filo", donde Plath parece a un tiempo escenificar y preparar la escena de su propia muerte. Viner pasa por alto, asimismo, el peso que los detalles biográficos tienen sobre los lectores. ¿Leeríamos de igual modo los poemas de Ariel si no tuviéramos en mente el suicidio de su autora? No lo creo. No quiero decir con esto que los poemas nos parecerían peores. Tengo la certeza de que un análisis puramente estilístico nos convencería igualmente de su belleza formal. Pero pienso, al mismo tiempo, que su impacto y su poder de fascinación sobre el lector serían mucho menores. Su hechizo va inexplicablemente unido al hecho, si se quiere circunstancial o extraliterario, pero aun así imposible de ignorar, de que su autora se suicidó en circunstancias de extrema tensión y debilidad psicológica.

La torpe reflexión de Katherine Viner es un síntoma de hasta qué punto el debate sobre la obra de Plath ha descendido al plano del lugar común.

Las convenciones de la leyenda exigen la presencia de un villano, y desde su inicio la persona asignada a este papel fue Ted Hughes, cuya discreción y silencio durante treinta y cinco años fue interpretada por muchos biógrafos y críticos como un reconocimiento tácito de culpa (alguna ha hablado incluso de crueldad). Ciertamente, el hecho de que Ted Hughes fuera nombrado albacea del legado de su esposa ha tenido un efecto contraproducente. Fue Hughes quien estableció el contenido de las tres colecciones (Ariel en 1965, Crossing the Water en 1971, y Winter Trees en 1972) en que dividió los últimos tres años de su producción poética. Fue Hughes quien autorizó la publicación de la correspondencia entre la escritora y su madre, y quien ayudó a preparar la edición de los diarios, que han aparecido recientemente en España. Fue Hughes, en fin, el responsable de la edición, en

1981, de su poesía completa, que mereció ese mismo año el premio Pulitzer. Además, Hughes publicó diversos y reveladores ensayos sobre los hábitos de composición de su mujer y sobre el proceso particular de escritura de algún poema último, a los que añadió datos de todo tipo sobre sus lecturas, preferencias e inclinaciones. No se puede decir que descuidara fatalmente la herencia de Sylvia Plath. Pero esto no obsta para que fuera vilipendiado con una constancia digna de mejor causa. Como muy certeramente resume el poeta inglés James Fenton en un artículo publicado en The New York Review of Books: Dos poetas, un hombre y una mujer, se casan. El matrimonio fracasa. La mujer se suicida. El mito exige que el hombre mató a la mujer, o que le falló, o que la trató de matar póstumamente, o que de un modo u otro era un enemigo inevitable de su talento. El silencio de Hughes a lo largo de los años ha de ser por fuerza siniestro. No puede ser de ningún modo atribuido a dolor, o a un deseo legítimo de privacidad, o a un deseo de proteger a sus hijos del pasado. Hughes no tiene derecho al silencio. Su silencio enfurece al público femenino.

Jordi Doce. Gijón, 1967.

Poeta, crítico y traductor.

Tomado de Cuadernos

Hispanoamericanos 591

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