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En las trojes del alma -al estilo campesino- hay que guardar la buena semilla del recuerdo. Que un dÃa los chicos que van naciendo encuentren la llave misteriosa y abran la puerta infranqueable.
El Colegio estaba al lado de la verdadera y anciana Catedral de La Paz, en la calle Yanacocha. Sigue en la misma ubicación, felizmente. Por eso, cuando la marcha tira por esos andurriales, tenemos la dulce convicción de que el Colegio Nacional "Ayacucho" sigue con el mismo objeto heroico de "desasnar" a los adolescentes como decÃa don DelfÃn Eyzaguirre, el viejo y venerado maestro, Director del establecimiento.
-Los catetos y las hipotenusas... El Teorema de Pitágoras... Ah, los odiosos logaritmos. Mejores eran los logaritmos de las clases de Literatura de don Juan Capriles,
-Oye tú, bellaco, ¿prefieres el salto-brinco o las empanadas de Gil?
¿Cuántas voces de aquellas vibran aun en nuestros oÃdos? Voces de los maestros a quienes debemos buscar en la vida, en el recuerdo y aun en la muerte. Voces de los maestros que iluminaron las sombras aterradoras de nuestra ignorancia. Voz cantadora y llena de tabaco de don Ezequiel Peñaranda Indaburu que solÃa enseñar a dibujar las yedras del jardÃn con este exorcismo: -¡Con pequeños garabatitos se llena la hoja!
El maestro ya no está en el mundo de los vivos. Llevó su ilustre apellido al lado de sus mayores, hombres de garra libertaria en la gesta de Murillo, el protomártir. Voz irónica y enfática de ciego, la voz de consejo que nos dejaba oÃr don Genaro Gamarra, el popular Janko, cuando nos relataba el paso de las Termópilas o la Revolución Francesa. O aquel pasaje boliviano que nos crispaba los nervios, referente a las matanzas de Yáñez.
Suponemos que aun, traviesos y dÃscolos como entonces, podemos seguir molestando a nuestros maestros. O la voz neurótica de don Antonio Hartmann, ex-rector de la Universidad de La Paz, que taladraba nuestros oÃdos con una botánica latinizada, casi imposible de ser retenida.
Mundo inmenso de recuerdos de la casa de los chicos dÃscolos. En los crudos meses del invierno -mayo, junio, julio- congelábase el agua en el patio y habÃa un sector donde el sol no asomaba casi nunca. ¿Recuerdan, muchachos de entonces, que en tal sitio, sobre la escarcha terca, solÃa tenernos una o dos horas de pie el inefable Inspector Burgoa? Entonces sà que "la tarde era triste"... y el sol, canalla engreÃdo, caÃa de plano sobre los vetustos corredores conventuales, en tanto que los chicos temblábamos sobre la sábana congelada.
Y entonces, en lugar de la pena grande que proporciona la vida, nosotros sentÃamos acariciar a la pena pequeña, la intrusa melancolÃa de los niños, que nos hacÃa musitar los primeros versos o imaginar el primer argumento de algún cuentecillo, esos cuentos que publicados en "ABC" -órgano periodÃstico del colegio- concluÃan invariablemente con un suicidio...
En los corredores centenarios, bajo los arcos de piedra, apoyado en las columnas hieráticas, vi transcurrir la alegrÃa de los otros muchachos. Ellos jugaban. Yo no. Con el primer libro, floreció en mi alma la melancolÃa. En ella hicieron su aparición los primeros ensueños. Luego, fui un lector impenitente. Las galerÃas del colegio testigos son de mis desvelos e inquietudes. Sorbà la cultura inicial en solemnes recorridos, sin levantar la mirada de las páginas ardientes de la literatura española.
Los maestros me hacÃan repasar los textos para el resto de los alumnos. Entonces mi voz encontraba la emoción de las páginas y las interpretaba en un tono declamatorio que, imponÃa la pureza del concepto, cautivando la atención ajena del mismo modo que quedaba cautivada la mÃa, atención esclava del pensamiento humano.
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