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Domingo 14 de febrero de 2016

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Cultural El Duende

La casa de los chicos díscolos

14 feb 2016

Porfirio Díaz

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En las trojes del alma -al estilo campesino- hay que guardar la buena semilla del recuerdo. Que un día los chicos que van naciendo encuentren la llave misteriosa y abran la puerta infranqueable.

El Colegio estaba al lado de la verdadera y anciana Catedral de La Paz, en la calle Yanacocha. Sigue en la misma ubicación, felizmente. Por eso, cuando la marcha tira por esos andurriales, tenemos la dulce convicción de que el Colegio Nacional "Ayacucho" sigue con el mismo objeto heroico de "desasnar" a los adolescentes como decía don Delfín Eyzaguirre, el viejo y venerado maestro, Director del establecimiento.

Nosotros ingresamos en las aulas de secundaria allá por 1920. El recuerdo está fijo porque un día del mes de julio de ese año vimos en las calles algunos caballos muertos. La ciudad había amanecido con bullas revolucionarias. Subía al poder el señor Bautista Saavedra y caía derrocado el presidente Gutiérrez Guerra. Pero lo que queda de historia política en nuestra imaginación es que vimos caballos muertos por la calle en una fría mañana del mes de julio. Naturalmente, todos los gualaychos tuvimos unos días de vacación, hasta que el país se pusiera en orden. No hay mejor maravilla para los colegiales que la muerte de un ministro, un diputado o que haya revolución. Entonces la vacación o la holganza son algo así como una institución de la democracia nacional... ¡Imagina, muchacho, que cada día muriese un diputado! ...

En el patio había un busto del Cancelario Indaburu. Claro está que en cien clases cívicas se nos enseñó quien fue este ilustre varón. Pero, a la altura y sabor de los recuerdos, lo menos importante es el prohombre. ¿Y qué es lo que le ganó en importancia? Pues algo más bello que el busto de estuco: las yedras que trepaban por el basamento, hasta alcanzar la faz adusta del viejo Cancelario. Y debajo de las yedras el jardín, con algunas flores que cuidaba el portero, ese flaco y diminuto bigotudo que respondía al nombre de Gil.

Gil era otra institución. Vendía las empanadas con caldillo de queso en la entraña, las afamadas llauch´as que devorábamos en los intermedios, bajo un sol que no llegaba a entibiar nuestros cuerpos ateridos, después de las clases de don José Felipe Esprella.

-Los catetos y las hipotenusas... El Teorema de Pitágoras... Ah, los odiosos logaritmos. Mejores eran los logaritmos de las clases de Literatura de don Juan Capriles,

-Oye tú, bellaco, ¿prefieres el salto-brinco o las empanadas de Gil?

¿Cuántas voces de aquellas vibran aun en nuestros oídos? Voces de los maestros a quienes debemos buscar en la vida, en el recuerdo y aun en la muerte. Voces de los maestros que iluminaron las sombras aterradoras de nuestra ignorancia. Voz cantadora y llena de tabaco de don Ezequiel Peñaranda Indaburu que solía enseñar a dibujar las yedras del jardín con este exorcismo: -¡Con pequeños garabatitos se llena la hoja!

El maestro ya no está en el mundo de los vivos. Llevó su ilustre apellido al lado de sus mayores, hombres de garra libertaria en la gesta de Murillo, el protomártir. Voz irónica y enfática de ciego, la voz de consejo que nos dejaba oír don Genaro Gamarra, el popular Janko, cuando nos relataba el paso de las Termópilas o la Revolución Francesa. O aquel pasaje boliviano que nos crispaba los nervios, referente a las matanzas de Yáñez.

Voz ronca y varonil de don Ramón Retamoso que no dejaba de dictar: -Bolivia limita al Norte con� La división política de América nos enseña� Isla es una porción de tierra rodeada de agua...

-Y de vino... -acuotaba la voz hipócrita de alguno de los gualaychos. Y la clase de Geografía se desleía en las aguas que rodeaban a las islas. ¿Y los iracundos inspectores? Los ojillos, cargados de sangre zarista, de don Julio N. Burgoa, el más bravo de los celadores y el más desconcertante fustigador de las malacrianzas. También se ha ido y está al lado de los otros maestros: Ezequiel Peñaranda, Napoleón Muñoz, Jenaro Gamarra, Daniel Canedo.

¿Y qué será del no menos célebre Inspector Chungara? Alguien nos dijo que llegó a Diputado Nacional como en "La Candidatura de Rojas" del grande Armando Chirveches. Que le aproveche...

Suponemos que aun, traviesos y díscolos como entonces, podemos seguir molestando a nuestros maestros. O la voz neurótica de don Antonio Hartmann, ex-rector de la Universidad de La Paz, que taladraba nuestros oídos con una botánica latinizada, casi imposible de ser retenida.

-Díganos, señor profesor: ¿De qué nos podrán servir los nombres científicos de las plantas en la vida práctica? Si usted va al mercado a comprar legumbres, ¿le va usted a decir a la cholita vendedora: "Oye, Carmelita, véndeme solanum tuberosum en lugar de papas?...

Mundo inmenso de recuerdos de la casa de los chicos díscolos. En los crudos meses del invierno -mayo, junio, julio- congelábase el agua en el patio y había un sector donde el sol no asomaba casi nunca. ¿Recuerdan, muchachos de entonces, que en tal sitio, sobre la escarcha terca, solía tenernos una o dos horas de pie el inefable Inspector Burgoa? Entonces sí que "la tarde era triste"... y el sol, canalla engreído, caía de plano sobre los vetustos corredores conventuales, en tanto que los chicos temblábamos sobre la sábana congelada.

Y entonces, en lugar de la pena grande que proporciona la vida, nosotros sentíamos acariciar a la pena pequeña, la intrusa melancolía de los niños, que nos hacía musitar los primeros versos o imaginar el primer argumento de algún cuentecillo, esos cuentos que publicados en "ABC" -órgano periodístico del colegio- concluían invariablemente con un suicidio...

Mientras tanto, las golondrinas -colegialas de los espacios- posaban en la calva de estuco del venerable Rector Indaburu, vestido de yedras, en medio del patio sombrío en donde muchas generaciones de estudiantes bolivianos han hecho miles de diabluras. Ahí, en esa casa venerable que antaño fue convento, llegamos al bachillerato, con un programa fantástico que tenía unas cuatro o cinco mil proposiciones. Alguien había dicho, refiriéndose a él, que los bachilleres bolivianos podrían ser admitidos sin examen en la Sorbona de París si es que realmente conocían todos y cada uno de los números de dicho programa.

Pero de ese programa -después del flechazo del tiempo, a la altura de nuestra propia conciencia- queda algo, algo que no es matemática pura ni ortografía infalible, algo que todos los hombres saben -máxima ciencia del amor-: la añoranza. El recuerdo sincero de las aulas y los maestros de ayer. Muchos de ellos han ahogado la última lección en la tumba silenciosa y acaso olvidada. Otros pasean su modestia de jubilados por las calles de las ciudades o las provincias. Para todos ellos guardo -en esta novela de mi vida- la lección que no yerra en el examen: la lección de la inquebrantable gratitud.

¡Mundo inmenso de recuerdos de la casa de los chicos díscolos!...

Aún recuerdo que, surgiendo mi persona hacia la luz de mi ansiedad, mis manos temblorosas vendían a los amigos el ejemplar del "ABC" en donde aparecía mi primer cuento, engendro espantado de la crueldad solamente intuida. Aquello fue mi primer triunfo literario, el manoseo inconcebible del idioma, la mirada enternecida de mis padres, la aprobación de mis amigos. Ese periodiquillo fue un personaje de singular importancia en mi existencia: en él asomó la ambicioncilla precoz del nombre, empalidecido hoy, en el desafío real de la valoración...

En los corredores centenarios, bajo los arcos de piedra, apoyado en las columnas hieráticas, vi transcurrir la alegría de los otros muchachos. Ellos jugaban. Yo no. Con el primer libro, floreció en mi alma la melancolía. En ella hicieron su aparición los primeros ensueños. Luego, fui un lector impenitente. Las galerías del colegio testigos son de mis desvelos e inquietudes. Sorbí la cultura inicial en solemnes recorridos, sin levantar la mirada de las páginas ardientes de la literatura española.

Fui un estudiante regular, de aquellos que destacan su nombre en la clase modestamente. Acaso, lo único que había aprendido desde la escuela, fue la lectura. Repito mi verdad: en las aulas y aun en la universidad, solamente aprendí a leer. Y eso fue lo que hice en el resto de mis años. ¡Leer para ahondar en el conocimiento del mundo, en su dolor irredento, en su belleza nostálgica, en su enigma de siempre! Y leer pulsando la frase, saboreando su esencia, modulando su excelsitud fonética.

Los maestros me hacían repasar los textos para el resto de los alumnos. Entonces mi voz encontraba la emoción de las páginas y las interpretaba en un tono declamatorio que, imponía la pureza del concepto, cautivando la atención ajena del mismo modo que quedaba cautivada la mía, atención esclava del pensamiento humano.

Porfirio Díaz Machicao.

La Paz, 1909-1981.

Escritor, historiador e intelectual polifacético.

De su libro autobiográfico "La bestia emocional"

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