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Domingo 31 de enero de 2016

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Cultural El Duende

El tocador de la banda

31 ene 2016

Virginia Ayllón

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Yo que busco el silencio, estaré eternamente condenado a oír el sonido de un bombo que invariablemente llega a las seis de la tarde. A esa hora el eco del bombo se arrima a la luz del sol que se apaga en una montaña y fulgura en otra. Transfigurado en luz y calor, el bombo sabe escapar de mi loca carrera entre las montañas: yo violeta, yo naranja, yo azul, buscando el cese definitivo de los rayos para tronar al fin el negro silencio.

Dejé la trompeta porque lo colectivo me ahoga, abandoné el platillo porque chirriante me destacaba del conjunto. Por eso, renunciando a toda jerarquía en la banda, me hice tocador de bombo: el que está y no está, el casi prescindible. En ese casi estaba la posibilidad del silencio. Pagué conscientemente mi culpa de autodegradación llevando a cuesta la suave piel de animal convertida en pesada caja sonora.

Sangré casi con alegría cuando la fiesta me arrastraba en el paroxismo del sonido. La sangre de mis manos fue el rito que me expiaba de la culpa de ser tocador de banda enamorado del silencio.

El bombo me recordaba que yo era el danzante, destinado a pagar con la muerte los favores recibidos y las fallas cometidas. Mi muerte no cargaba el precio de días mejores; mi muerte era el día mejor. Y la muerte era el silencio.

Vengo de familia de tocadores de banda y fui enviado al servicio militar para aprender los acordes. En la fotografía estoy yo, Severo Tarqui, vestido de verde olivo, tamborero de la Tercera División, niño aún. La foto no registra el redoble de mi tambor pero su sepia ha patentizado mi anhelo de silencio.

Silencio de la pampa en día de pastoreo. Yo sentado, viendo el viento, sintiendo el agua de la acequia, mirando el vuelo de un leke-leke. Emitiendo quizá sonidos de mi quena, mas no oyéndolos, sólo entregándolos. Mi herencia añorada no fue nunca la banda; fue mi pretensión recibir aquello destinado sólo a las mujeres: el ganado, el pastoreo, el tejido. No quise nunca llegar a trompetista mayor de la banda.

Mas no sé desobedecer y el destino que mi comunidad y la tierra me dieron, fue oído y fue cumplido. Por eso soy el danzante del bombo, por eso obedezco también el castigo.

Cuando el negro me cubre y el calor cesa sé que ha llegado la hora del equilibrio, aquella en que desaparezco. La noche y su negro espesor me convienen: dejo de ser. La noche, como la muerte, me iguala a los demás. La noche recorre desde el eco del bombo hasta el silencio apagando los sonidos urbanos, celestes, míticos e internos. Pero he de pagar por siempre mi soberbia porque el silencio llega con una retumbante carcajada de la montaña, enamorada de sí misma; la tierra, húmeda de sus recuerdos de alcohol, se acomoda para roncar; y mis recuerdos despiertan cual caudal ruidoso, desde el primer llanto hasta este que se une a los sonidos del silencio. La preste lo convoca bien trajeado y bien peinado para acompañar con un son arrastrando la procesión del santo, para marcar sonoramente la restitución del ancestral ayni, para desbocar el baile.

Borracho de silencio, golpea el bombo y un ruedo lo celebra. Severo logra ver, en su loca ejecución, al maestro trompetista, a su hermano platillero, a la pareja de prestes. El sabor de la coca traspasa amorosamente su garganta y siente cuando se aloja en su estómago. La cabeza de Severo amenaza salirse de su eje, sus manos sangran y la fuerza se recrea en cada nueva vuelta que da arrimado, metido en su bombo que retumba y retumba repitiéndose en cada repliegue de montaña.

Severo no oye nada, ha llegado al silencio. Si cae, si muere, si el silencio también se instala en el ruedo, si la preste acaba, no importa ya. Ha llegado al silencio y desde muy atrás, se oye el invariable eco de un bombo. Han de ser las seis de la tarde.

Virginia Ayllón. La Paz, 1958.

Narradora, documentalista y poeta.

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