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Domingo 31 de enero de 2016

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Cultural El Duende

Una defensa de principios premodernos a comienzos del siglo XXI

31 ene 2016

Fuente: H. C. F. Mansilla

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La eliminación de instituciones, normas y concepciones premodernas fue considerada por marxistas y liberales, tecnócratas y empresarios como imprescindible y, por ende, como altamente positiva y promisoria para acelerar la evolución histórica de todas las sociedades y alcanzar aceleradamente el anhelado objetivo del progreso material. La tradicionalidad, en cuanto noción global opuesta a la modernidad, ha sido desde entonces percibida como algo fundamentalmente negativo o, de modo más benevolente, como algo anacrónico y digno de desaparecer lo más pronto posible. Este proceso, celebrado por los padres del marxismo y los apologistas del capitalismo, engloba, sin embargo, factores destructivos, que recién ahora empiezan a ser percibidos en toda su magnitud e intensidad. Numerosos aspectos de la tradicionalidad, por el mero hecho de pertenecer al mundo premoderno y pre-industrial, no pueden ser calificados de retrógrados, perniciosos e inhumanos, sobre todo a la vista de la profunda desilusión que ha causado la modernidad en varios campos.

Como se sabe, las exhaustivas incursiones de la razón meramente instrumental en la praxis cotidiana del Hombre y la expansión de mecanismos burocráticos en las relaciones sociales han conllevado el empobrecimiento de las estructuras de comunicación interhumanas y el aumento de los fenómenos clásicos de alienación hasta alturas insospechadas para los clásicos del pensamiento social progresista. Y esta patología social puede ser analizada adecuadamente si se toman en consideración puntos de vista comparativos, por ejemplo los que brinda la confrontación con los elementos positivos que también ha poseído el orden premoderno y preburgués. Los progresos de las ciencias modernas y los triunfos de la tecnología han producido un mundo donde el ser humano experimenta un desamparo existencial, profundo e ineludible que no sintió en las comunidades premodernas que le brindaban, a pesar de todos sus innumerables inconvenientes, la solidaridad inmediata de la familia extendida y del círculo de allegados, un sentimiento generalizado de pertenencia a un hogar y una experiencia de consuelo y comprensión. Es decir: algo que daba sentido a su vida. En la segunda mitad del siglo XX esta situación se agravó a causa de un sistema civilizatorio centrado en el crecimiento y el desarrollo materiales a ultranza, sistema que, por un lado, fomenta la soledad del individuo en medio de una actividad frenética, y, por otro, tiende a diluir las diferencias entre lo privado y lo público, entre el saber objetivo y la convicción pasajera, entre el arte genuino y la impostura de moda, entre al amor verdadero y el libertinaje hedonista. No es de extrañar que dilatados fenómenos de anomia desintegradora surjan cada vez más frecuentemente en estas sociedades de impecable desenvolvimiento tecnológico: se incrementa notoriamente el número de personas y grupos autistas, que ya no pueden distinguir entre agresión a otros y autodestrucción (y que no poseen justificativo alguno para cometerlas).

La modernidad y el orden burgués-capitalista han conllevado, sin duda alguna, el triunfo del individualismo y del racionalismo, pero, al mismo tiempo, han minado desde adentro al individuo y a la razón. Cuanto más racional funciona la sociedad, cuanto más justicia social brinda a sus miembros, tanto más reemplazable resulta cada individuo y tanto menos es este diferenciable de sus congéneres. La lógica de la evolución histórica conlleva la disolución de las odiosas formas exteriores de las jerarquías y diferencias sociales, pero también significa la nivelización de los individuos por obra de los grandes colectivos y las necesidades tecnológicas del presente. Parece que la dialéctica entre libertad e igualdad puede llevar a una antítesis insalvable entre ambas. El endiosamiento de la evolución técnica ha conducido a que la máquina pueda prescindir del maquinista. El perfeccionamiento de los instrumentos técnicos hace superflua la reflexión en torno a las metas para las cuales aquéllos fueron creados: los medios desplazan a los fines. Comportamientos basados en la solidaridad y la espontaneidad, la capacidad de reflexión crítica y los elementos lúdicos asociados a la fantasía creativa han sido reemplazados paulatinamente por otras destrezas que gobiernan el mundo actual. Las destrezas técnicas, la capacidad de adaptación al entorno, la mimetización con la mayoría de turno y la astucia en las cosas pequeñas de la vida constituyen las virtudes indispensables de nuestra era.

Por otra parte: muchas de las normativas y las pautas de comportamiento tradicionales, y precisamente algunas de las más difundidas, no merecen francamente ser rescatadas. Los elementos populares de la tradicionalidad han sido los más ligados al irracionalismo y colectivismo, los más próximos a las supersticiones y a los cultos groseros, política y culturalmente los más proclives al servilismo y, ante todo, los que estaban más atados al espíritu de su época; en una palabra: los ingredientes populares de la tradicionalidad resultan ser los más anacrónicos y obsoletos, los más representativos de una cultura plebeya de mal gusto y enteramente propensa a caer bajo los dictados de modas efímeras de consumo masivo y alienante. Los principios premodernos de carácter aristocrático se manifiestan, por lo contrario, como dignos de ser preservados hoy en día. Su religiosidad es notablemente más intelectual y, por consiguiente, menos extrovertida, santurrona y farisaica. Su estética es más depurada y sensual, menos mojigata y atada a asuntos circunstanciales, y, por lo tanto, menos pasajera y transitoria. Su distancia frente a los gustos y inclinaciones del momento les confiere a los principios aristocráticos una relevancia cosmopolita y de largo aliento, favorable, por ejemplo, a planteamientos ecológicos y conservacionistas y, por ende, propicia a una ética de la responsabilidad.

Por otra parte, la exigencia de una igualdad fundamental entre los mortales es una ideología justificatoria que trata de disimular y compensar un profundo y fuerte sentimiento de envidia. La mayoría de los afectos y las teorías anti-aristocráticas se nutren de esa experiencia de envidia, que es una de las características más profundas y duraderas de la psique humana. Se puede afirmar que la envidia es algo más vigoroso y resistente que el anhelo de libertad y resulta, bajo el ropaje de la igualdad, mucho más peligrosa para una sociedad razonable que jerarquías basadas en principios hereditarios. En el fondo, los igualitaristas desarrollan un apetito incontrolable por diversiones baratas e indignas, por honores circunstanciales y, sobre todo, por bienes materiales. Estos designios culminan en el régimen menos igualitario que uno puede imaginarse, en la plutocracia. Su peligrosidad se deriva de su carácter engañoso y larvado: el millonario que ve los mismos programas de televisión que sus empleados o el primer secretario del partido comunista que se viste como el obrero modesto disimulan la inmensa concentración de poder que tienen en manos y encumbren la colosal distancia que existe entre élite y masa. Por otra parte, la genuina aristocracia representa un contrapeso al mundo gris de la tecnoburocracia, demasiado uniformado y racionalizado (en sentido instrumental), precisamente debido a la característica contingente de ser miembro de la misma, a sus ritos curiosos y a sus costumbres anacrónicas: un contrapeso adecuado tiene que proceder de un principio constituyente distinto y alternativo.

Finalmente hay que recordar que las aristocracias tradicionales resultaron más humanas y menos peligrosas para el destino del mundo que las nuevas élites que han emergido por "esfuerzo propio" en la segunda mitad del siglo XX: los nuevos ricos en América Latina y África, los exitosos empresarios privados en China y Vietnam (miembros de la alta dirección del Partido Comunista correspondiente), las mafias en Rusia y también las élites funcionales en las democracias occidentales. La existencia de una aristocracia hereditaria absorbería el primer lugar del prestigio social-histórico y del reconocimiento público, y así se podría mitigar, aunque sea parcialmente, las ansias de prestigio de estos grupos y desviar su energía realmente asombrosa (incluida su capacidad de corromper a la sociedad y sus inclinaciones autoritarias) hacia otras metas más inofensivas.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua

Fuente: H. C. F. Mansilla
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