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Ernst Jünger no se corrompió. Era de los mejores, y siguió siéndolo, a través de la guerra y de la paz. Un hombre de una pieza, al que le toca vivir en un mundo deforme e histérico. Este mundo juzgó ya a Ernst Jünger, un autor inconseguible en Nueva York o en Frankfurt, a causa de que obliga a pensar, aconseja, planea, construye, avizora. Es creyente, bien que protestante, y aunque sospecho que prefirió la filosofÃa a la teologÃa. No por ello su obra, y en particular uno de sus últimos libros, La tijera, deja de irradiar un sentimiento profundo acerca de Dios.
Jünger supo serle fiel a su propia esencia. Un hombre cercano a la sabidurÃa popular sobre las plantas y las estrellas, un hombre que siembra porque sabe que, aparte del goce que hay en huertos y jardines, "la tierra espiritualiza las manos". Como Saint-Exupéry, ante todo le hubiese gustado ser un jardinero. En Abejas de cristal, escribe: Todo cuanto habÃan hecho en su juventud y que desde hacÃa miles de años habÃa sido su ocupación, placer y la alegrÃa del hombre -montar a caballo, arar temprano el campo humeante en pos de un buey, segar el trigo amarillo bajo el sol ardiente del verano mientras torrentes de sudor chorreaban por el pecho tostado y las gavilladoras apenas podÃan sostener el ritmo, la comida a la sombra de los verdes árboles, todo cuanto habÃa ensalzado desde tiempos antiquÃsimos ya no podÃa ser. El placer habÃa acabado.
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¿Cómo podrÃa explicarse esa marcha hacia una vida más pálida y chata? Es cierto que el trabajo era más fácil, aunque más insalubre, y proporcionaba más dinero, más tiempo, y, quizá también, más diversiones. El dÃa en el campo es largo y difÃcil. Y sin embargo, todo eso valÃa menos que un tálero redondo, un dÃa de asueto o una fiesta campestre. Que se estaban alejando de la felicidad era cosa que se veÃa claramente en el fastidio que ensombrecÃa sus rasgos. La insatisfacción se sobrepuso pronto a cualquier otro estado de ánimo, se convirtió en religión. Allà donde aullaban las sirenas era el horror.
Todos debÃan resignarse a ello. De lo contrario, si se querÃa persistir en lo extemporáneo, como nosotros en la CaballerÃa, llegaban las gentes de Manchester.
Es este mismo mundo manchesteriano, que convierte camposantos en estacionamientos, el que pasa su juicio corrupto sobre este hombre. Mucho se está corrompiendo de una manera brutal. Los viajes, y Jünger fue un gran viajero, se convierten en turismo: antiguos paraÃsos han sido ya expoliados: "Algo parecido ocurre en el sexo. En él están desarrollándose, igual que en el deporte, caracteres secundarios de trabajo que producen bellezas seleccionadas por criterios estadÃsticos, examinados en múltiples exhibiciones, de una ignorancia brutal. El tipo llama la atención ya fisionómicamente por su pretenciosidad basada en la apariencia. De ello forman parte la mirada fija, la comisura de los labios mitad atrevida mitad despreciativa. Con eso está en correspondencia una virilidad completamente enajenada de las raÃces históricas, que se pavonea en los circos y que se contenta con los juicios emitidos en ellos. No estamos muy lejos de los gladiadores." AquÃ, como en otras de sus intuiciones, Jünger acierta plenamente. Ese mundo que esconde el morir y asesina a los no nacidos tiene un creciente carácter pagano.
Ernst Jünger no fue el profeta de la barbarie. Se le ha querido ver asÃ, pero serÃa como decir que Pasteur era el profeta de la rabia. "Después de un terremoto, la gente golpea los sismógrafos." Se ha dicho, en cierto sentido para mostrar la altura del escritor alemán, que Jünger fue un profeta. A su generación se le ha llamado "una generación de profetas". Después de Juan el Bautista, último profeta bÃblico, no hay más profetas, porque Cristo nació y en Ã?l se cumplen la ley y los profetas. San Pablo, San AgustÃn, a pesar de su gran carisma e inminencia de lo sobrenatural, no son profetas. León Bloy o Miguel de Unamuno, a pesar de su inteligente y desgarrada lucha y de sus páginas, no son profetas. Pero son, sÃ, atalayas. Son pararrayos de Dios. Se sienten cercanos. Su altura y su temple deslumbran, invitan, acompañan. "El cosmos está organizado, en una de sus perspectivas, de manera puramente pedagógica". Soportaron pruebas durÃsimas, pero buscaron siempre en la realidad el resquicio aparte, inscrito en ella, pero pleno de luz de comprensión: en último caso, de amor por las criaturas y de devoción al Creador. Asà fue Jünger. Ã?l mismo reconocÃa esto en otros: "a Montherlant lo considero, lo mismo que a T.E. Lawrence, a Saint-Exupéry, a Quinon, miembro de la muy reducida pero excelsa caballerÃa que surgió de la guerra del catorce. Hasta que no se enfrÃan las brasas no emergen del negro lÃquido del carbón los diamantes".
"El poeta vale por su misma naturaleza y es excitado por las fuerzas de su mente y es inspirado casi como por algún espÃritu divino. Por la cual cosa, con su derecho, aquel nuestro Enio llama santos a los poetas, porque parecen haber sido encomendados a nosotros por algún don y favor de los dioses". Lo que Cicerón escribió a favor de ArquÃas, asà siento yo respecto a Jünger. Ã?l me abrió vastas provincias al leerlo, provincias en las cuales se destaca la unión de estética y moral sin la cual nada de lo que hacemos serÃa válido.
Jünger sembró, a lo largo de su vida, muchas semillas, que habrán de fructificar. "Humus. Humanitas. Asà como el árbol devuelve al bosque más de lo que este le dio, también el autor deja más en la sociedad de lo que encontró y tomó de ella". Para una generación como la mÃa, hermosa y fértil, pero también insulta y corrupta -porque asà somos-, en Jünger hay un maestro humano. Y es que "la primera y última impresión que deja en el ánima la obra de Jünger es la de una suprema elegancia y dignidad en el estilo", a decir de José Villaseñor. Pero no sólo en el estilo literario: sus personajes, en particular los de sus mejores novelas, poseen un estilo que les permite sobrevivir en mundos devastados o simplemente difÃciles. El capitán Richard en Abejas de Cristal, el comandante Lucius de Geer en Heliópolis, Manuel Venator en Eumeswil, el señor Baroh en El problema de Aladino: uno es un Capitán de caballerÃa desempleado, otro un Comandante enfrentado a una guerra civil, el otro un historiador al servicio de un tirano, el otro un noble que ha de desertar y encuentra trabajo en una funeraria. Todos han de enfrentar un mundo que los aborrece, y todos, tras muchas dificultades, logran "emboscarse" en el mundo; el noble oculta su resplandor en medio de la muchedumbre, y sin embargo permanece lúcido. AsÃ, si en Heliópolis Lucius de Geer termina tomando una nave a las estrellas y en Eumeswil Manuel Venator, haciendo honor a su nombre, se pierde junto con la corte del tirano en una inmensa expedición cinegética en los pantanos y selvas del sur, tal hospitalidad no está abierta para los protagonistas de Abejas de cristal y de El problema de Aladino: ellos deben encontrar un nicho digno en un mundo indigno en el cual el superhombre se enfrenta al hombre. Y el hombre ha de plantarle cara, y afirmarse en su suprema dignidad.
Ecos de La emboscadura: el hombre que no logra vencer su miedo es un hombre derrotado de antemano. El miedo lo domina, cuando lo que debe hacerse es dominar el miedo; y esto es justamente lo que el emboscado consigue. Jünger es un ejemplo y una voz que la Providencia nos ha dado para saber a qué atenernos en este mundo del renacer tiránico, para que sepamos contestar a la pregunta, "¿cómo es posible que los tiempos se hayan ensombrecido con tanta rapidez, demasiado rápidamente para una vida breve, para una sola generación? A menudo tengo la impresión de que hace apenas un momento estábamos en un hermoso salón riendo y charlando; luego atravesamos tres o cuatro habitaciones seguidas y todo se torna espantoso", decÃa el capitán Richard. Jünger era, repitámoslo, incómodo para este mundo. "Plantar cara a los ateÃstas podrÃa llegar a ser tan peligroso como lo fue enfrentarse a los dominicos cuando estos se encontraban en su mejor momento", escribe Jünger. Pero para nosotros que peregrinamos "la esperanza conduce más lejos que el terror", incluso en este mundo que se acerca de nuevo a Mitra y al toro, olvidándose que el sacrificio de sangre cósmico ya no es posible, porque ya ha sido consumado en Cristo.
* Pablo Soler Frost.
México, 1965.
Editor, dramaturgo y guionista de cine.