Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936). Poeta, novelista, ensayista y dramaturgo español. Perteneció a la Generación del 98. En poesía publicó: Poesías (1907), Rosario de sonetos líricos (1911), El Cristo de Velásquez (1920), Andanzas y visiones españolas (1922), Rimas de dentro (1923), Teresa. Rimas de un poeta desconocido (1924), De Fuenteventura a París (1925), Romancero del destierro (1928) y Cancionero (1953).
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De vuelta a casa
Desde mi cielo a despedirme llegas
Fino orvallo que lentamente bañas
Los robledos que visten las montañas
De mi tierra, y los maíces de sus vegas.
Compadeciendo mi secura, riegas
Montes y valles, los de mis entrañas,
Y con tu bruma el horizonte empañas
De mi sino, y así en la fe me anegas.
Madre Vizcaya, voy desde tus brazos
Verdes, jugosos, a Castilla enjuta,
Donde fieles me aguardan los abrazos
De costumbre, que el hombre no disfruta
De libertad si no es preso en los lazos
De amor, compañero de la ruta.
Es una antorcha
Es una antorcha al aire esta palmera,
Verde llama que busca al sol desnudo
Para beberle sangre; en cada nudo
De su tronco cuajó una primavera.
Sin bretes ni eslabones, altanera
Y erguida, pisa el yermo seco y rudo;
Para la miel del cielo es un embudo
La copa de sus venas, sin madera.
No se retuerce ni se quiebra al suelo;
No hay sombra en su follaje; es luz cuajada
Que en ofrenda de amor se alarga al cielo;
La sangre de un volcán que enamorada
Del padre sol se revistió de anhelo
Y se ofrece, columna, a su morada.
A mi buitre
Este buitre voraz de ceño torvo
Que me devora las entrañas fiero
Y es mi único constante compañero
Labra mis penas con su pico corvo.
El día en que le toque el postrer sorbo
Apurar de mi negra sangre, quiero
Que me dejéis con él solo y señero
Un momento, sin nadie como estorbo.
Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía
Mientras él mi último despojo traga,
Sorprender en sus ojos la sombría
Mirada al ver la suerte que le amaga
Sin esta presa en que satisfacía
El hambre atroz que nunca se le apaga.
La oración del ateo
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
Y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
Sin consuelo de engaño. No resistes
A nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
Más recuerdo las plácidas consejas
Con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
Que no eres sino Idea; es muy angosta
La realidad por mucho que se expande
Para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
Existiría yo también de veras.
Horas serenas del ocaso breve
Horas serenas del ocaso breve,
Cuando la mar se abraza con el cielo
Y se despiertas el inmortal anhelo
Que al fundirse la lumbre, la lumbre bebe.
Copos perdidos de encendida nieve,
Las estrellas se posan en el suelo
De la noche celeste, y su consuelo
Nos dan piadosas con su brillo leve.
Como en concha sutil perla perdida,
Lágrima de las olas gemebundas,
Entre el cielo y la mar sobrecogida
El alma cuaja luces moribundas
Y recoge en el lecho de su vida
El poso de sus penas más profundas.
Si tú y yo,
Teresa mía, nunca
Si tú y yo, Teresa mía, nunca
Nos hubiéramos visto,
Nos hubiéramos muerto sin saberlo:
No habríamos vivido.
Tú sabes que morirse, vida mía,
Pero tienes sentido
De que vives en mí, y viva aguardas
Que a ti torne yo vivo.
Por el amor supimos de la muerte;
Por el amor supimos
Que se muere; sabemos que se vive
Cuando llega el morirnos.
Vivir es solamente, vida mía,
Saber que se ha vivido,
Es morirse a sabiendas dando gracias
A Dios de haber nacido.
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