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Virgilio GarcÃa y José Vaca nacieron en las mismas tierras bajas y calientes, respiraron el mismo aire de las siestas de fuego y transitaron los caminos de Santa Cruz. Conocieron los mismos árboles que no acaban de reÃr en las madrugadas y durmieron en las noches estrelladas, sobre el campo abierto, bajo el cielo abierto. El caso es que la búsqueda de trabajo -sencilla y común aventura de la vida-, los juntó en una hacienda grande, agreste, de tierra pródiga a todos los vientos y preñada de esperanzas-. ¡Qué tierra buena aquella! El que miraba por primera vez la casa agazapada bajo los árboles, el bosque prodigioso, el rÃo cercano lamiendo las laderas de las dunas y los torsos morenos de los cambas en la brega fructÃfera, sentÃa que habÃa llegado a un punto crucial de la vida, hecho para nacer y para morir. Allà se conocieron Virgilio y José, al lado de la pala y el azadón, dispuestos nuevamente a empezar.
Virgilio era más de la casa. El patrón lo ocupaba en los más diversos menesteres, desde la ordeña de las vacas hasta los mandados al pueblo. Qué tipo roco era este Virgilio. Con su carota ancha y placentera, la nariz aplastada y el belfo colgante hecho para la risotada incontenible. Virgilio silbaba todo el dÃa, sin cesar, silbaba en las mañanitas, en el trabajo a mediodÃa y en las tardes cálidas y transparentes. En la noche ya no silbaba. TañÃa su flauta alÃfera que llenaba con sus sones alegres las noches inmensas; tañÃa su flauta en las tormentas o en los plenilunios, en la siembra o en la zafra. Pero qué tipo este Virgilio, chocarrero y sinvergüenza. No tenÃa la menor idea del comedimiento y la humildad. Los patrones de varias haciendas vecinas fueron vÃctimas de sus hurtos y truhanerÃas. El nuevo patrón de la vieja hacienda lo recibió a sabiendas de su fama de pÃcaro incorregible y bribón de poca monta. TenÃa una garantÃa. El padre de Virgilio, viejo camba, honrado y severo, vivÃa allÃ. Virgilio temÃa y respetaba a su padre. Muchas veces regresó al hogar paterno hambriento y semidesnudo. Allà encontró pan, abrigo, consejos y a veces, si hacÃa falta, buenos palos. El viejo don Pedro sabÃa hacerse respetar.
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-¡Por ahà viene Virgilio! -exclamaba el patrón desde su hamaca sestera, sin cambiar su cómoda postura de reposo.
¡Claro que venÃa! Lo sabÃan también los peones y las mozas, el ganado y los pájaros, y lo sabÃan también las abejas zumbadoras y diligentes que bailaban en los rubios panales del colmenar. Claro que venÃa silbando, silbando siempre, con la camisa desabrochada mostrando la redonda barriga morena y lustrosa y el oscuro hoyuelo del ombligo.
José Vaca. Si hasta parece mentira que hubiese nacido en la misma tierra de Virgilio, que hubiera respirado el mismo aire y transitado los mismos caminos. Parece fábula que fuesen ambos de la misma raza y tuvieran los mismos abuelos entroncados en la estirpe del remoto Grigotá. José Vaca era mudez y admonición. Al mirarlo se acordaba uno de sus pecados y se olvidaba de los pájaros. Se habÃa dedicado al parsimonioso cultivo de las hortalizas y se pasaba los dÃas enteros junto a las almácigas, entre los nabos ventrudos y los quietos repollos. José Vaca armonizaba con sus verduras, nació para hortelano. Era ordenado y económico. Mientras los demás se divertÃan en la tradicional minga de los sábados, bailando, cantando y emborrachándose, José se metÃa en su choza, taciturno y callado, recontando mentalmente los dineros que no gastó en la diversión. Cuentan que una sola vez se emborrachó. Bebió toda la noche aguardiente barato con los peones de la hacienda. Ã?l no pagó ni una sola copa. Bebió a costa de los demás como si les hiciera un favor, sorbiendo largos tragos de la ardiente caña cruceña. TenÃa los ojos enrojecidos y la mirada abyecta. No hablaba una palabra. Al final de la fiesta no permitÃa que se retiraran los demás. Los obligaba a quedarse, a pagar y a beber con él. Los cambas alegres y chacoteros se quedaron hasta que alumbró el sol, y luego se durmieron bajo los árboles, en la pampa, bajo la luz perezosa del domingo. José Vaca se dirigió a su casucha sórdida donde los esperaba su madre. José Vaca la vio atizando los leños del fogón. Le pegó en la cara y durmió su borrachera mala.
José y Virgilio frente a frente, una y otra vez. Virgilio con sus pájaros y José con sus caracoles. No podÃan entenderse. Luz y sombra. Blanco y negro. No se los veÃa juntos sino rara vez y siempre mirándose como si no se hubiesen visto nunca. José no era malo, era triste. Ayudaba a su madre, servÃa bien al patrón y llevaba una vida honesta. Era triste.
Ardió el monte en la hacienda. Quisieron quemar el rastrojo y la maleza, pero el viento traidor propagó las llamas por las pilas de madera y una extensión de bosque que se inflamó en la noche como una pira gigantesca. Todos miraban el fuego como quien mira su propia casa incendiada. Sólo Virgilio tocaba su flauta alegremente, solazándose ante el espectáculo del fuego. Su barriga tostada y brillosa cobraba tonos de bronce con los tonos flamÃgeros. Se reÃa y silbaba. La fiesta.
José más torvo que nunca. Ensimismado y verdoso. Se escuchaba el chisporroteo del incendio y su silencio era más hondo que nunca. Callado, mustio. Pensaba que la ola de calor podÃa marchitar sus lechugas o atrofiar sus melones. Infierno.
Llegó la muchacha de siempre y flechó ambos corazones. Rosa Areyú. Rosa de la pampa, embrujo y hechizo. Morena y fuerte como la tierra, cambita en flor.
El viejo miró a los dos festejantes de su hija con vieja mirada perspicaz. Pasaban los dÃas. Virgilio silbando y cantando en las noches viejas canciones nativas a la puerta de Rosa Areyú. José charlaba con ella y hacÃa planes para el porvenir. Le obsequiaba con frutas del huerto y flores silvestres. Al viejo le llevaba cestas de hortalizas y entablaba serias conversaciones sobre el cambio de luna y la siembra de sandÃas. Entretanto los dedos de Virgilio saltaban sobre los agujeros de la flauta y asomaba en sus anchas mejillas un rubor de aguardiente y de amor.
Fue en la SantÃsima Trinidad cuando se aclaró el naciente conflicto sentimental. Era una fiesta grande. De todos los contornos llegaron invitados para alabar al solo Dios verdadero. Los cambas entonaban en coro cánticos religiosos enseñados a sus abuelos por los jesuitas de la colonia y transmitidos de generación en generación. Hubo comilona y aguardiente del bueno. Y hubo Rosa Areyú.
El viejo Areyú brindaba con los dos rivales. Ã?l tenÃa que decidir y decidirlo en la misma fiesta según se decÃa. ¡Camba taimado! Gozaba con la incertidumbre de los pretendientes. BebÃan de la misma botella y hablaban de todo sin tocar el punto crÃtico. Rosa revoloteaba como una mariposa morena junto a ellos. Inquieta como un pececillo, nerviosa como una libélula. De golpe habló el viejo:
-¡OÃ, José! ¿Pa cuándo el casorio?
Al dÃa siguiente nadie pudo encontrar a Virgilio GarcÃa ni a Rosa Areyú. Y desapareció un caballo del patrón.
* Enrique Kempff Mercado. Santa Cruz, 1920-2008. Narrador, poeta y ensayista.
De: "Los mejores cuentos bolivianos del siglo XX" compilado por Ricardo P. Poppe