En la noche vieja y el año nuevo

La característica más común o generalizada de las celebraciones entre la noche del treinta y uno de diciembre y las primeras horas de la madrugada del uno de enero, es el exceso, la desproporción y la demasía en la ingesta de alimentos duros o difíciles de digerir, como la carne de cerdo, principalmente; y el consumo irresponsable y descontrolado de bebidas alcohólicas, ligados al esfuerzo -yo digo insustancial- del trasnoche y la privación de sueño, en fiestas de gala bulliciosas zafadas hasta mucho después del amanecer. Cuando, al contrario, esta celebración debería ser de unidad familiar y convivencia espiritual, matizada con reflexiones y meditaciones sobre las acciones positivas y negativas del año que se despide, para proyectar personalmente los propósitos del nuevo año, en procura de una mejora de calidad individual, familiar, laboral y de amor en pareja.

El primer mito festivo está presente en el plato principal que se sirve en esta oportunidad: el cerdo, que conlleva la creencia que comiendo su carne con profusión, su simbología animal, de ser gordo y lleno de grasa, pasa misteriosamente a las personas, para gozar de mayor exuberancia de enseres cotidianos, abundancia en dinero y bonanza total.

El comer las doce uvas (negras o blancas, no importa) prometiendo con cada una de ellas un "logro mensual" en el año que viene, y mejor si los deseos son materiales: autos, casas, departamentos, muebles, depósitos bancarios, negocios, títulos universitarios; entonces, de enero a diciembre, se cultiva el gran racimo de promesas por cumplir.

Justo a las doce de la noche, cuando suenan las campanas del reloj, o estallan los petardos y los cohetes de fuegos artificiales en el cielo, las personas suben escaleras o se suben a sillas, sillones y hasta a la mesa, con la creencia de que con este signo habrá prosperidad y "subirán" en todo sentido sus aspiraciones. Y no es extraño ver a gente correr por las calles con las maletas llenas o vacías, para que se cumplan sus planes de viajar a destinos excepcionales y lejanos para vacacionar o trabajar.

Y siempre hay un típico creyente de la fortuna que dice que agarrando dinero a la media noche, su vida será próspera a partir del nuevo minuto de la madrugada. Es cierto, mientras se canta, a viva voz y en coros estridentes, la cuenta regresiva de los segundos que faltan para la hora cero, hay gente en todas partes del mundo que cuenta su dinero, en moneda nacional y mucho mejor si es de divisa extranjera: dólares, euros, yenes, etc., y pide al "espíritu del año nuevo" que su capital lucrativo se multiplique, gane intereses y goce de inversiones sin riesgos, o, al menos, no le falte nunca.

También hay personas que compran lo exótico y sensual: la ropa interior amarilla y roja, cuyos significados están ligados a la plata en abundancia y a la reconquista del amor pasional, respectivamente. Los recursos económicos y los deseos de noviazgos placenteros, matrimonios felices y el retorno del ser amado, priman como las peticiones más románticas de los que quieren la felicidad en sus vidas, y vestir estas prendas íntimas durante la noche festiva es una creencia sentimental muy particular.

La fiesta del Año Nuevo es sólo la celebración del advenimiento anual del renovado calendario occidental, con la fecha inicial del uno de enero, que confirma al nuevo lustro como actual y declara al anterior sin vigencia. Este almanaque fue instaurado por el Papa Gregorio XIII en 1582 y desde entonces se lo utiliza en la mayoría de las naciones del planeta para registrar el tiempo de su historia.

Lo cierto es que, con excesos o sin ellos, con anhelos de bienes materiales, buenos augurios o nada, los festejos deberían conservar la sobriedad, la conciencia y la responsabilidad que es siempre necesaria y primordial entre la noche vieja y el año nuevo de la humanidad.

(*) Comunicador y educador