Según la voz que viene rodando en el tiempo, un dÃa caluroso en el hirviente clima de un pueblo de Judea, Pilato acababa de lavarse las manos durante el juicio a Jesús. Enseguida le pusieron en los hombros la pesada cruz al mártir y comenzó la calle de la amargura, camino del Gólgota. Soldados romanos con látigos marchaban al lado de Jesús. El divino se apoyó a una baranda de piedra a descansar justo frente a un hombre que mostraba un rostro feroz, era un zapatero tosco, torvo y agresivo quien, mirando avieso a Jesús, le habÃa espetado con insolencia que siguiera su camino, que caminase, que se hallaba condenado. Este zapatero no era bien querido en el pueblo porque lo consideraban ruin y malvado. Entonces Jesús respondióle serenamente: "¡Quien caminará hasta la consumación de los siglos serás tú! Ahora mismo comienza, no tendrás sosiego, anda, caminaÂ?"
Y cuentan que el judÃo comenzó a caminar, que sigue caminando, y que en los rostros de la gente, de los animales y hasta en las paredes parece encontrar eternamente la palabra: "CaminaÂ? camina". Entra al fuego, no se quema, entra al agua, no se ahoga, se desbarranca y queda indemne. No morirá sino cuando sea el fin de los tiempos.
No suelen sacar al Señor de la Veracruz en procesión, pues tienen el temor supersticioso de recibir un castigo. Cuentan que aconteció ya en cierta ocasión en que salió la imagen y hubo guerra en el paÃs. Cuentan que en l949 se realizaba una solemne procesión por la plaza 10 de Noviembre y se llevaba en alto la imagen del Señor de la Veracruz. Era una gran multitud de gente recoleta, con el obispo a la cabeza tocado de mitra, acompañado de acólitos en medio del humo de los botafumeiros, cuando ocurrió algo inesperado: en medio de la multitud se abrió paso un extraño hombre. Le calcularon unos cuarenta años, pelo cobrizo, rostro pálido y algo demacrado, ojos claros; vestÃa sin aliño, con ropa ordinaria y parecÃa calzar zapatos gruesos y gastados. En suma, era extraño el sujeto, quien, acercándose más al altar y clavando su mirada profundamente en el Cristo de la Veracruz, exclamó sin reparos: "¡Yo he visto morir a este hombre!" y, dándose vuelta, volvió a perderse entre la multitud dejando atónito al grupo que le rodeaba. Uno de los ciudadanos, con los ojos desorbitados, dijo al grupo: "¡Es el judÃo erranteÂ? por Dios, era el judÃo errante!" Desde ese dÃa corrió la voz acerca de aquel extraño personaje y su curiosa y extravagante figura.
"En vano el infeliz dijo que era español y que se llamaba Francisco Anselmo de Mendoza, que habÃa estado convaleciente de una afección pulmonar y que, restablecido ya, no querÃa abandonar la sierra sin visitar antes los monumentos de la ciudad imperial de los Incas. - ¿A nosotros con esas? dijo la gente de Zurite. - ¡No somos tan bobos! Maldita la gracia que nos hacÃa su visita. Ya quedará usted escarmentado compadre; y pagará por junto las que ha hecho en el mundo.
Y tanto por castigar al que fue (sic) despiadado para con el Cristo en su camino del Gólgota cuanto por vengarse del que creÃan portador de la peste, encendieron una hoguera en la plaza y achicharon en ella al desventurado chápiro. Con esto los de Zurite creyeron haber conquistado la gratitud del universo-mundo.
Enseguida repicaron campanas, quemaron cohetes, se entregaron a grandes festejos, y el gobernador y alcalde pasó a oficio a la autoridad en el cual, los de Zurite felicitaban al departamento, porque gracias a la energÃa de tan cristianos vecinos, la peste iba a desaparecer. Y en efecto. ¡Vean ustedes lo que hace la casualidad!
Desde que los de Zurite quemaron al JudÃo Errante no volvió a ocurrir en el departamento un solo caso de peste."
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