En una anterior oportunidad escribí sobre una localidad en la línea divisoria entre Santa Cruz y el Estado de Mato Grosso del Brasil llamado Ascensión de la Frontera (le paso las coordenadas del Google Maps por si quiere ver por dónde queda: ). Paradisiaco lugar donde durante 4 meses de mi vida viví experiencias increíbles y maravillosas.
Entre esas personas destacaba la enfermera del pueblo, ante la ausencia absoluta del Estado, quien se hacía cargo de la salud, o mejor dicho de las emergencias médicas del poblado, heridas, cortes sospechosos con armas blancas, bichos en los chicos y muchas carachas y, obviamente los muy comunes dolores de muelas. Si había un trabajo raro pero de mucha dedicación era el parto, la llegada de los nuevos ascencianos estaba en sus manos y siempre los traía sin mayores novedades, hasta aquel lunes 14 de marzo en el que la vida que había decidido llegar traía bajo el brazo no un pan sino un huracán de problemas.
A eso de las 2:30 de la madrugada el centinela que estaba de guardia ingresó raudo a mi dormitorio, alarmado, indicándome que Aparecida, la enfermera, me buscaba urgentemente. Salí aún somnoliento y encontré a la enorme morena con su frondoso cabello y su amplia dentadura con una cara que no había visto nunca antes, sin embargo lo que llamó inmediatamente mi atención fue que traía las manos y la ropa empapadas de sangre. Me temí lo peor y pregunté inmediatamente qué era lo que había pasado. Mientras me conducía al lugar de los hechos en una oscuridad absoluta que tan sólo se rompía por algunos metros por la luz titilante de la linterna que saqué de mi uniforme.
Se trataba de lo siguiente, estaba procurando una movilidad porque ella estaba con una muchacha en trabajo de parto por ya casi 8 horas, hasta entonces y debido a que la infortunada tenía las caderas estrechas era prácticamente imposible que dé a luz por los medios convencionales, ya llevaba una gran dilatación y los dolores hacían que la pobre pegue unos gritos espantosos, pero la peor parte era que en su desesperación, la brasileña, pensando que al ampliar la vagina podía obtener mejores resultados y, no se dio cuenta que no era un problema muscular sino óseo, hizo dos cortes arriba y debajo de la vagina y lo único que provocó fue una hemorragia espeluznante por la presión de la cabecita de la wawa, pero claro de parto ni la sombra.
Con semejante susto y limitada de medios acudió a mí en busca de ayuda y movilidad, pero era imposible, la camioneta de la unidad (si teníamos la suerte de hacerla andar por su mala batería), no tenía faroles, por lo que en semejante oscuridad manejar era un suicidio, además el plan de salvataje pasaba por ir hacia el Brasil a Porto Espiridiao donde con seguridad si no se nos iba antes podían auxiliarla con condiciones sanitarias debidas y adecuadas a las circunstancias.
No había tiempo de analizar mucho, mi opción era cruzar un cerro al frente del pueblo que tendría una altura de unos 700 metros, una vez que hiciera cumbre esperar a que aclare, divisar el puesto militar brasileño y acudir por ayuda. Así lo hice, con dos soldados, una linterna y muchas dificultades partía hacia esa cumbre, ni bien empezamos me di cuenta que mis acompañantes iban a estorbar más que brindar apoyo así que les dije que volvieran a apoyar en lo que necesitare la enfermera y que volvería pronto con ayuda. En una travesía Homérica llegué a la cumbre de dicho cerro a eso de las 4:20 de la mañana, y la vista era nula pues la luna nueva se había ensañado con el momento y pese a que el cielo estrellado era un deleite para cualquier ser humano, no alcanzaba para ver nada y como no conocía nada al otro lado que ya era el Brasil, no me quedaba otra cosa que esperar la aurora, divisar la unidad militar para orientarme y emprender la bajada.
Llegué a eso de las 6 de la mañana, felizmente era verano y había aclarado temprano, cuando acudí al centinela y en mi pobre portugués le expliqué mi periplo, me dijo que en la Unidad no quedaba nadie, pues salieron en maniobras militares dos días antes y que no tenía como colaborarme pues no habían dejado más que un puñado de hombres, que además no podían abandonar la instalación. Pero generosamente me ofreció una bicicleta para que pueda acudir sobre el polvoso camino rumbo a una hacienda donde un tal Senhor Guido, con seguridad me iba a colaborar, fui tratando de ubicarme durante una hora en bicicleta hasta la hacienda "A Dourada" del susodicho y quien después de la aclaración respectiva ante mi sorpresa sin preguntarme más nada me entregó las llaves de su movilidad y me dijo que haga lo conveniente, llenó la movilidad de gasolina y emprendí carrera de retorno a Bolivia a toda velocidad, al pasar por el puesto Brasilero devolví la bicicleta y retorné a Ascensión.
Al llegar cargamos colchones en la parte trasera de la camioneta fuimos a la casa del parto frustrado y la escena era mucho peor aún, los gritos de dolor eran de verdad desesperantes y la cara de desamparo del pobre joven esposo aún peores, pero todos se iluminaron al verme retornar.
Cargamos a la sufrida madre, la acostamos, atrás iban la enfermera y el esposo sentados en los bordes de la carrocería y adelante iba yo solo. Emprendimos carrera, era muy difícil aplicare velocidad pues el camino era realmente malo, y dada la condición de la madre no podía hacerle dar muchos barquinazos, aun así pisé fuerte el acelerador y fuimos rumbo al hospital. Llegamos nuevamente al puesto, me abrieron sin trámites la frontera, enterados de la emergencia, y me dieron las indicaciones para llegar a Porto Espiridiao, cuando a los 20 minutos de viaje aproximadamente sentí los fuertes golpes en el techo de la cabina. Detuve la movilidad, salí rápidamente y me encontré con un cuadro digno de Dante. La mamá abierta gritando, la cabeza del bebe afuera del cuerpo, la enfermera gritando más que la madre y el pobre padre vomitando hasta su quinta generación. Mi llegada fue más que oportuna, pues ni bien me puse delante la madre, el niño salió expulsado como un jaboncillo y atrapé a ese angelito como el mejor de los arqueros, si no estaba ahí el pobre hubiera caído directamente a la carretera, parecía como si la mano de Dios hubiera medido todo perfectamente.
La sangre seguía fluyendo de aquella delgada mujer pero se notaba claramente el enorme alivio que empezaba a sentir, el bebecito estaba moradísimo, se notaba el sufrimiento fetal, se había defecado ya hace mucho y su cabecita estaba alargada y en punta por efecto del paso que había hecho durante su nacimiento. Rápidamente lo coloqué en el pecho de su madre, el bebé seguía unido a ella por el cordón, el padre se recuperó, lo subí a la cabina y Aparecida se quedó también más aliviada con la debutante mamá.
Llegamos al hospital, y se hicieron cargo del neonato, la madre, el padre y creo que hasta de la enfermera y, yo volví sobre mis pasos para devolver la camioneta y hacerme cargo de mis ocupaciones. A los dos días volvieron todos, la madre recibió sangre y estaba como nueva, el bebé hermoso y me nombraron su padrino, a veces quisiera saber que habrá sido de mi ahijado, ojala sea un buen hombre donde quiera que esté.
Como estas peripecias, deben pasar miles de bolivianos por la falta de un centro de salud próximo y habilitado para todos estos menesteres, sin embargo no existen, y día a día, hora a hora estamos escuchando las millonarias cantidades que fueron a parar a cuentas particulares y se perdieron en el abismo de la corrupción. La cantidad de postas que se habrían instalado a lo largo y ancho de nuestra patria con dichos montos y salvaríamos la vida de muchas madres que como la de mi historia sólo quería dar vida, aun a costa de la suya propia.
Que la reflexión nos sirva para castigar lo hecho pero sobre todo para que no vuelva a suceder.
(*) Es paceño, stronguista y liberal
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