¿Puede detenerse el tiempo? A veces parece que basta cerrar los ojos, sentir la brisa refrescante en el rostro, oler a tierra húmeda y escuchar acordes que parecen salir de las nubes más lejanas mientras las campanas tañen convocando a la vespertina ceremonia. A lo largo de mi vida de caminante suelo sentir que la verdadera nación está en las orillas del país, muy, muy lejos de la crispada Plaza Murillo y sus toscos símbolos del poder terrenal. Ahora me tocó retornar al beniano San Ignacio de Moxos.
Volver en época de paz, después de los azarosos años del inicio de la década cuando la violencia política golpeaba a los labriegos, a los indígenas. Ahora, a pesar del ambiente electoral, el orgullo de los moxeños por su independencia cultural y sectorial es evidente. El Cabildo está fortalecido en sus estructuras más antiguas y con la incorporación de las modernas dinámicas que lo favorecieron, sobre todo la Ley de Participación Popular que a casi dos décadas de vigencia sigue como la mejor revolución que se dio en Bolivia.
Una de las muestras más intensas de la convivencia de lo indígena con las enseñanzas jesuíticas en las misiones de tierras bajas es la celebración de la Semana Santa, experiencia que recomiendo a todos, cristianos o no. Cada escenario está planificado y vivido con exquisita religiosidad y estética impecable. Los ancianos se encargan del Cristo, desde su vestimenta, las andas, las flores. Durante el Viernes Santo se suceden diferentes ritos donde ellos son protagonistas, llegan en pulcro desfile, vestidos de azul y con boina adornada, portando lanzas con diferentes símbolos desde el gallo al estropajo untado de vinagre. Un grupo toca el violín, las mancuernas y el tambor repitiendo una letanía centenaria en un idioma propio, con aguda tonalidad. Son cánticos que se reiterarán a lo largo de la procesión.
El momento más solemne es al anochecer, cuando brilla pálida la luna naciente, y salen los santos varones a desclavar al divino Hijo, brazo por brazo, las manos, los pies, la corona y guardaron honrados los clavos del martirio. En medio del silencio de la multitud creyente en la plaza pueblerina, se alzan las voces perfectas del Coro de la Escuela de San Ignacio de Moxos.
Bajo la batuta de la incansable Raquel Maldonado, los muchachos repiten la música y letra de las tristes melodías que acompañan el solemne momento en el cual el Cristo desclavado es depositado en la urna rodeada de flores y velas. Atrás está la Dolorosa, la imagen que partirá rodeada por las “abadesas”, las ancianas indígenas elegidas por su pueblo como las más notables. Descalzas, apenas cubiertas con suaves telas, las largas trenzas ladeadas, adornan con cuidado cada pliegue, cada símbolo del luto que acompaña a la Virgen María.
La Escuela de Música de San Ignacio de Moxos (ahora con una carrera adicional de turismo) es un orgullo local y nacional y cada nueva gira conmueve más corazones en todo el mundo. Sin embargo, el actual gobierno municipal la sacó del presupuesto. De no creer, aunque existe el consuelo de que todos los candidatos prometieron reparar la injusticia. Ojalá así sea y que brille muchos años más esa unión del cabildo centenario y de los jóvenes músicos moxeños.
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