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Domingo 22 de noviembre de 2015

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Cultural El Duende

Gabriel García Márquez, hombre de la esquina vedada

22 nov 2015

Fernando Ampuero

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Estaba con una cara de pleno aburrimiento. Cara de circunstancias, de congresista fogueado. Sin indicios de desesperación ni sombras trágicas. Repantigado en su asiento, cambiando de posición cada cinco minutos, rascándose una oreja o bebiendo a pequeños sorbos un vaso de agua, Gabriel García Márquez oía hora tras hora a incontables oradores en el Palacio de las Convenciones de La Habana. Era el tercer día de un congreso que reunía a importantes políticos y economistas del mundo. Se hablaba de la deuda externa: ¿la pagamos o no? Un tema, sin lugar a dudas, interesante. Pero después de casi veinte horas dándole a lo mismo, y teniendo en perspectiva otros cinco días de discursos, las bellas playas de Varadero, a una hora y pico de camino, se imponían como una firme tentación. Entre los sudamericanos, al menos, repicaba la incesante llamada del Caribe.

El autor de Cien años de soledad se hallaba sentado al lado de Fidel Castro en la tribuna de honor. ¿Sería posible obtener una entrevista? Todos buscábamos la exclusiva. Todos (es decir, Gilberto Hume, camarógrafo de Canal 9, yo y unos 700 periodistas). Intentar el conducto regular era inconveniente. Peritos en tales lides vaticinaban, como mínimo, una espera de tres años; intentar abordarlo, menos aún. Un cordón de agentes de seguridad bloqueaba el paso. Sin embargo, intuimos una vía. De vez en cuando García Márquez echaba miradas a la galería destinada a la prensa extranjera.

Nuestro asedio se inició con una maniobra aparentemente inofensiva. Entregué un papelito a un agente de seguridad para que se lo alcance a García Márquez. En este había escrito mi nombre, describía los colores de mi camisa y pantalón, mi ubicación en la galería, y solicitaba la entrevista. El papelito tuvo un despegue impecable y pasó ágilmente por cuatro o cinco manos de agentes, pero de pronto se atracó. Un miembro de protocolo lo leyó, meneó la cabeza y se lo guardó en un bolsillo. Fue un fracaso carente de dramatismo.

En nuestro segundo envío las cosas salieron mejor. El papelito iba cerrado, y nos atrevimos a escribir por fuera "Para el compañero García Márquez. Mensaje urgente", confiando en que la palabra "compañero" le diera cierto tono oficial. A pesar de su lento despegue y su marcha laboriosa, logramos una honrosa posición, pues salimos de carrera (merced a otro miembro de protocolo) bastante cerca de nuestro objetivo, apenas a cinco metros del novelista.

Con mayor empeño, con entusiasmo, un tercer papelito, alzó vuelo. Avanzó a media altura, renunciando a la vanidad de las acrobacias, remontando a varios agentes, escapando al radar de un distraído miembro de protocolo. E inexplicablemente cayó en manos de un burócrata de la tribuna de honor. Esta vez el azar nos favoreció. El burócrata se sorprendió, lo tomó como una confusión e hizo circular el papelito por una nueva ruta, la misma tribuna. Por fin García Márquez leyó nuestro mensaje y, no bien se volvió hacia la galería de prensa, ya me encontraba yo de pie haciéndole adiositos. Para desconcierto de algunos colegas italianos y franceses, me tuvo casi un minuto en ese plan, mirándome y sin darme respuesta. ¿Sería miope?

No voy a detallar el abatimiento y la desazón de aquel momento. Deben imaginar, eso sí, que el alivio tardó en llegar. Se precisaron dos días con sendos daiquiris y mojitos, noches de cabaret y langostas a los trece minutos. (La hospitalidad cubana, para los invitados, es irreprochable.) Y digamos, en fin, que nos restablecimos. La esperanza asomó con empecinada luz.

Reanudamos el asedio faltando dos días para concluir el congreso. Pero, ahora, todo había cambiado. En nosotros inesperadamente obraba una magia, un buen espíritu. Nos estimulaba, no la experiencia o la suerte cómplice, sino una certidumbre. Ese iba a ser el día. Lo sabíamos; era algo que se olía en el aire, que se veía en la multitud sometida a la etiqueta de la guayabera. Los vientos benévolos hicieron que el papelito arribara en el primer intento. El mensaje era distinto: "Estoy hastiado de discursos económicos y de la deuda externa", le decía. "¿Por qué no hablamos de literatura? Soy el mismo de la vez pasada". Y consignaba nuevamente mis señas y emplazamiento en la galería.

García Márquez abolió su cara de infinito aburrimiento, asintió varias veces con la cabeza, sonrió. En breve, sí, ensayaría una vez más el principio socrático: ¿qué significa vivir con una pregunta por delante? A lo mejor significa eso, ¿no? Vivir.

¿Qué noticias me trae del olimpo?

¿Del olimpo? Hmm... usted comienza bien. Pero no le entiendo.

¿Acaso no reconoce su gloria literaria? Es una gloria por partida doble: ha sido galardonado con el Premio Nobel y es además un autor popular. ¿Qué le pasa a un escritor en su situación? ¿Qué cambia en el nivel de sus ilusiones?

No ocurre mucho en ese sentido. Usted, creo, me habla de mi imagen, o de la imagen que tengo de mí mismo como escritor. Y cuando yo enfrento una nueva obra no estoy pensando en eso. Pienso, en cambio, en mi proyecto literario, un proyecto que tengo desde que decidí ser escritor y que espero poder cumplir antes de mi muerte; pienso en seguir escribiendo y en procurar siempre que el libro que ahora escribo sea de alguna manera mejor al anterior. Esto es algo que vengo cumpliendo con un gran rigor, una gran disciplina y mucha suerte. Aunque desde otro punto de vista, por supuesto, tengo presente mi imagen pública; es más, resulta inevitable: mi fama me obliga a veces al extremo de llevar una vida clandestina. Ahora mismo, en vez de estar subido en esa tribuna, de donde me acaba de sacar, lo que quisiera es confundirme con todo el mundo. No es posible; yo me bajo dos metros e inmediatamente vienen los que se quieren tomar las fotos, los que solicitan entrevistas, los que piden autógrafos. Eso es una desgracia...

¿Cómo defiende su tiempo?

Con un estupendo sistema, que requiere paciencia y simpatía; con Mercedes. Estoy casado con una mujer que hace el inmenso sacrificio de pasarse el día contestando el teléfono y manejándolo todo. Yo me despierto en la mañana y ella me lee la lista de actividades del día. Ahora bien, entre las seis de la mañana y las tres de la tarde, no atiendo absolutamente nada; ningún compromiso, sin excepción. A esas horas escribo. Entonces mi carrera literaria va bien, mi imagen pública va bien, lo que quiere decir que a mí me va muy mal, en vista que se limita cada vez más mi vida privada. Le cuento una anécdota. Un día le pregunté a Fidel Castro qué era lo que más quería en la vida, y me contestó: "Chico, lo que yo más quisiera en la vida es poder pararme en una esquina". Creo que Fidel fue verdaderamente sincero. Y a mí me dejó perplejo, porque eso es exactamente lo que yo quisiera: poder pararme en una esquina. No puedo. Lo que sí puedo es ponerme a escribir con tranquilidad; ahora acabo de terminar una novela.

¿Es la novela de amor que se comenta en las gacetillas?

Sí, la novela de amor. Se llamará El amor en los tiempos del cólera. Yo esperaba que fuera una novela de cuatrocientas páginas, pero salieron quinientas cuarenta; así que me puse a leerla, intentando quitarle por lo menos unas cuarenta, y ya va en seiscientas.

¿Tiene esta novela, como las otras, un fondo autobiográfico?

El factor auto biográfico, en todo novelista, es insoslayable. Uno siempre está contando su vida, las cosas que le pasan. Pero sucede, y eso se advierte más en los escritores, que los hombres tenemos una personalidad dividida. Figuran aspectos masculinos y femeninos, bondadosos y malvados, valientes y cobardes, y todo asoma en los personajes. Cada personaje tiene algo, un Contorno o un destello, de eso que es lo único que cabalmente podemos conocer: nosotros mismos. Quien diga que conoce al ser humano no está diciendo la verdad o se equivoca. Apenas es posible conocerse a uno mismo y eso todavía es difícil.

¿Se conoce más a sí mismo después de cada novela?

Estoy seguro que sí.

¿Qué conoce, por ejemplo, de su forma de trabajar? ¿Cómo se da en usted el proceso creativo?

Es largo de explicar, ¿eh?

Siga, por favor.

Bueno, la experiencia que yo tengo me dice que, desde un principio, ha ocurrido conmigo siempre lo mismo. Lo primero que se me viene es una imagen, concibo la creación a partir de una imagen. Yo recuerdo que Cien años de soledad fue durante muchísimos años el viejo que lleva al niño a conocer el hielo; era lo único que tenía. Y alrededor de eso construí toda la novela. Igual se dio con El otoño del patriarca: la imagen que me persiguió fue la de un dictador muy viejo, ni siquiera un dictador, sólo un hombre muy viejo perdido en un inmenso palacio lleno de vacas. A mí se me vienen muchas de estas imágenes todas las semanas y todos los meses; pero yo no las anoto ni las desecho, las dejo estar. Aquellas que persisten a lo largo del tiempo -todas mis novelas proceden de una imagen de veinte años atrás-, aquellas que revolotean, aquellas que me asedian, acaban llamando mi atención, y de pronto me digo oye, cuidado, ésta y esta otra son ya muy obstinadas. Entonces, las pongo aparte. Y sigo pensando, o bien trabajando en mis cosas, hasta que se me meten tanto en la casa que ya no me dejan vivir; de manera que la única forma de sacármelas de encima es pescar una y decirle oye, ven acá, voy a trabajar contigo.

Toda una batalla, ¿no?

Eso es. Pero ahí nomás empieza otra; una segunda etapa, también bastante larga, que consiste en pensar en términos estructurales, en capítulos. Es decir, echa a andar el proceso de armado en la cabeza, en torno a la imagen, donde se va desarrollando la historia completa, cosa que además incluye el tono y el estilo; un proceso que dura mucho, pues yo debo hallarme en condiciones de contarla como si la hubiera leído; y no bien eso ocurre, entonces me siento a escribir, ¿me entiende? Ahora bien, en el momento en que me siento a escribir, ya me llevó el diablo y yo no me puedo soltar ni ella se puede soltar de mí y la trabajo ocho horas diarias hasta que la termino. E incluso, cuando la termino, aún no sé bien, no estoy muy seguro de si las cosas salieron realmente como las pensé. Por eso suelo llamar a unos pocos amigos a los que les entrego los borradores y con los cuales discuto. Ellos me dan ciertas ideas, yo les oigo o no, según mi criterio. Al fin y al cabo, uno está completamente solo durante este proceso; no hay oficio más solitario que la creación literaria.

Yo le voy a formular una pregunta que también revolotea en mi torno hace varios años y que acostumbro hacerla bastante a menudo. Me refiero a esa religión menor, las supersticiones. He pensado siempre que conocer las supersticiones de las personas nos permite ver con más claridad su espíritu. Usted ha confesado tener supersticiones, pero nunca le he oído decir si las tiene respecto a su trabajo literario.

¡Cómo no! Cuando yo escribo es cuando más me guío por los presagios. Mi principal superstición, en ese terreno, es que yo jamás hablo de una novela que estoy escribiendo, a menos que esté completamente seguro de que la tengo. Estoy convencido que si lo hago, la novela se pavea...

¿Y eso qué es? ¿Qué significa el paveo?

Es una vieja superstición, típica de Venezuela, y consiste en considerar todo lo feo como señal de mala suerte. Se dice que una cosa trae la pava o tiene la pava. Y luego la idea ofrece otras variantes. A mí me parece que la novela que se cuenta antes de escribirla se estropea. Claro que yo tengo formas de defenderme de esa superstición, de la pava. Una de las mejores, que me ayuda mucho en mi trabajo y funciona casi como un conjuro, es hablar de otra novela que le cuento a mis amigos y que en realidad no escribo, pero digo que ésa es la que estoy escribiendo. Yo tengo un amigo, un excelente escritor y un hombre de una gran imaginación, que participa de este conjuro. Como todo el mundo sabe que es mi íntimo amigo, lo acosan a preguntas, porque se supone que debe estar enterado, y yo, para que no pierda ese prestigio, le cuento la novela falsa. Pero ocurre que mi amigo la va mejorando, añade situaciones y personajes, y de ahí salen cosas maravillosas. Varias veces me he encontrado con gente a quienes él ha contado esta novela y que me han dejado atónito. A tal punto, que yo digo, cuando termine mi novela voy a escribir la otra. En fin, no poseo un catálogo de supersticiones; diría más bien que poseo un instinto de superstición.

¿Me está diciendo que también se inventa supersticiones?

Hay varias supersticiones que invento, pero las invento con sus conjuros; supersticiones y conjuros, en mi caso, siempre van juntos. Y además, están las otras, las que ya estaban inventadas, aunque no son las comunes y corrientes. Rara vez me afecta, por mencionar las más conocidas, pasar por debajo de una escalera, o el número trece o los gatos negros. Todas esas cosas, por lo general, son importaciones norteamericanas.

¿Sus supersticiones son sólo de origen caribeño?

Casi siempre.

¿Y de dónde sacó eso de que hacer el amor con las medias puestas trae mala suerte?

Viene de la pava. Porque hacer el amor Con las medias puestas es de mal gusto, es feo, y eso trae mala suerte. Pero ya que estamos en ese punto le digo otra cosa también importante: nunca se debe fumar desnudo y caminando. Todo el mundo sabe, o todos los que fuman saben, que fumar después de hacer el amor, echado en la cama, es muy bueno; pero fumar desnudo y caminando es terrible.

Algunos críticos juzgan que Cien años de soledad es su mejor novela; otros, opinan que es El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada. A mí, como lector, Crónica... me parece la novela perfecta. ¿Qué piensa usted?

¡Vamos a ver! Usted ha pronunciado la palabra "perfecta". Y si ponemos las cosas en ese nivel, yo pienso que la novela que más se acerca a la perfección es Crónica de una muerte anunciada. Estamos de acuerdo. Sin embargo, no sé hasta qué punto es mérito mío. Esa novela la hizo la realidad, es un hecho real; de manera que todo el mérito, desde mi punto de vista, estriba en la estructura que yo logré aplicar. Pero si ponemos las cosas en otros términos, la ficción total o, si se quiere, la novela donde yo conseguí hacer exactamente lo que quería, me gusta más El coronel no tiene quien le escriba. Respecto a Cien años de soledad creo que es una novela muy imperfecta; pero, a decir verdad, no sé si lo que digo tiene validez. Conozco muy mal esa novela, pues no la he leído nunca. Quiero decir que, una vez impresa, la leí una sola vez, cuando me mandaron las tiras para corregir y después no la he vuelto a leer, tal vez porque, en primer lugar, sentí temor de que no me guste, y en segundo lugar, por temor a que se me ocurra cambiar las cosas. Yo pienso que a un libro publicado no se le debe cambiar absolutamente nada. Esto me lo impuse como norma y lo he cumplido y así debe ser. Si uno decide cambiar, nunca acaba, sigue toda la vida con ese libro.

Cuando escribe, ¿corrige mucho?

Muchísimo. Mire, yo tengo un dato estadístico que ilustra mi forma de corregir. Para escribir uno de mis cuentos, un cuento de doce páginas, necesité quinientas cuartillas. Es un buen promedio, ¿no cree? Y es que el problema está en que donde sea que yo cometa un error, rompo el papel y empiezo otra vez. Y eso involucra hasta los errores de mecanografía. Tengo el maldito vicio de considerar los errores mecanográficos como errores de creación, y eso se ha ido acentuando con el tiempo; no acepto la página con borrones, no me satisface. Más tarde, claro, cuando ya está el libro terminado, trabajo con otro criterio y entonces... ¡Es que es muy difícil escribir! Quienes no escriben, o los escritores que no se toman en serio su oficio, no saben lo complejo y solitario que es escribir.

¿Lo ve, en algunos momentos, como una tortura? ¿Se angustia mientras escribe?

Ah, no; es difícil, pero no me angustia. La angustia de la escritura ya me la quité. No hay nada mejor para mí en este mundo que estar sentado inventando otro mundo; no hay nada que me guste más. De todos modos, el cuerpo no llega a acostumbrarse; el cuerpo siempre está protestando por el mal trato que uno le da cuando se escribe...

¿Fuma mucho?

No. Dejé de fumar hace bastante tiempo.

William Faulkner, cuando se disponía a escribir, necesitaba tener al lado del papel y la máquina, una botella de whisky.

Pues yo necesito todo lo contrario. Mi problema es que yo preciso un régimen de boxeador para escribir, me preparo como un deportista. En las temporadas de escritura intensa, no trasnocho, no como nada que pueda hacerme daño, hago bicicleta todas las mañanas y llevo una vida completamente sana. Y esto no es sólo para evitar el cansancio que supone sentarse una cantidad de horas a escribir. Eso importa, ya le dije, pero ocurre además que cuando uno está escribiendo necesita tener todos los días el mismo humor, porque a la hora en que se cambia de humor, cambia la novela, se modifica mi actitud frente a los personajes y se termina cambiando la conducta de los personajes. Es decir, se desequilibra la novela. Entonces, si uno desea que esta sea una línea perfecta, debe hacer lo posible por mantener a diario el mismo humor.

¿Qué es lo que usted nunca haría como escritor?

Lo peor, para un escritor, es dejar de escribir. Eso no lo haría.

Fernando Ampuero (1949). Escritor y periodista peruano.

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