El vecino la escuchó con pena, luego le dio la espalda e inició un corto paseo por el jardÃn. Disimuladamente, fue aproximándose a su puerta principal, con notorias intenciones de desaparecer por ella.
El vecino dubitó. Miró hacia el fondo de la cuadra buscando a alguien, pero las calles y las aceras estaban vacÃas, salvo por el perro del barrio, que se acercaba al trote, alzando la pata en cada poste de luz.
El vecino se animó a contradecirla: -Pero es que usted no tiene carro y no deberÃa importarle, doña Josefina. Total, el carro se parquea en la calzada. ¿Acaso le obstaculizan la vereda?
-¡Es lo mismo! -vociferó la vieja-. Se creen que porque soy una mujer sola pueden atropellarme. Entonces, que me parqueen un autobús y yo chitón, porque total no tengo movilidad. ¿Es justo eso? DÃmelo. A veces se paran en mi acera y empiezan a discutir a gritos sus cosas y me quitan el sueño. Y siempre me mandan a sus perros para que ensucien en mi jardÃn. Todos son unos abusivos. No les da vergüenza atropellar a una mujer sola.
-Puedo llamar a los Saavedra, que son parientes suyos y están algo más allá -tentó el vecino.
El vecino se sorprendió con aquella pregunta. De pronto, sintió deseos de seguir escuchando a la vieja loca de su vecina, asà que encendió un cigarrillo y dio cuerda a la charla.
-�tal vez porque eran muy lindas -concluyó el vecino.
-Yo era bella, no sólo linda -cortó la vieja, irritada, batiendo ambas manos en el aire con mucha vehemencia-. Aún me quedan rasgos, piel y buenas maneras, porque es obvio que siempre fui una señorita decente en toda la extensión de la palabra. Decente, no una alegrona de los parques y de los cines como la mayorÃa. Ningún hombre osó ponerme la mano, lo sabe Dios. ¡Fuera, perro infeliz! Ni siquiera este animal me respeta.
Max detuvo su trabajo un momento. Miró a la vieja con los ojos vivos y brillosos, pero luego reinició su tarea de escarbar con más empeño. Muy pronto, apareció un hueso de pollo entre sus dientes, pulido y brillante, con el cual escapó calle abajo.
El vecino se quedó con el cigarrillo entre los dientes, paralizado y sorprendido. La vieja comenzó a sollozar mientras se persignaba y miraba al cielo esperando una respuesta a semejante calvario que le tocaba vivir.
El vecino tragó el humo atorándose, y trató de expirarlo sin que ella lo notara, pese a que estaba parado en la acera, a unos buenos cinco metros de la ventana del segundo piso. Aplastó el cigarrillo con la planta del zapato y sonrió a la vieja.
-He de llamar a alguien para que envÃe de vuelta a los censores -dijo con ganas de agradarle-. Nunca sabremos cuántos somos los bolivianos si nos saltamos casa, es verdad.
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