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Domingo 22 de noviembre de 2015

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Cultural El Duende

El censo

22 nov 2015

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La vieja asomó su rostro agrio por la ventana del segundo piso. -¿Ya vinieron los del censo? Dijeron que, a más tardar, a las diez de la mañana y son las once, eso dice la radio. ¿A qué hora crees que vengan? -preguntó impaciente a su joven vecino parado en la vereda-. Es una lástima tener que esperarlos en domingo, como si no fuera un día con tanta actividad.

El vecino transpiró levemente ante de contestar: -Ya vinieron, doña Josefina. Ya se fueron, también.

El chillido de la vieja alcanzó varias cuadras a la redonda: -¿Cómo? ¿Que ya vinieron? ¿Y por qué no entraron por aquí?

-No lo sé -dijo el vecino encogiéndose de hombros-. A mi casa ya entraron y censaron a toda mi familia. Era una pareja de jóvenes universitarios y no tardaron más de diez minutos. Ya se fueron a las otras casas.

La vieja movió la cabeza en el rectángulo de la ventana como un canario atisbando incrédulo por la puerta abierta de la jaula. Se pasaba la vida con una pañoleta amarrada en la cabeza, cubriendo los eternos ruleros envueltos en sus pocos cabellos. Su intención era lucir como preparándose para salir a alguna reunión, o para recibir visitas que no llegaban jamás. Cada semana, el señor Sanzatene, pedicurista de oficio, le arreglaba meticulosamente las manos y los pies, como si de ello dependiera su felicidad. Y una modista arreglaba sus vestidos, que lucían impecables en el ropero a la espera de algo que no se producía, protegidos por bolsitas de naftalina.

-No puede ser -se quejó-. Entonces ¿para qué los espero?

El vecino la escuchó con pena, luego le dio la espalda e inició un corto paseo por el jardín. Disimuladamente, fue aproximándose a su puerta principal, con notorias intenciones de desaparecer por ella.

La vieja no se lo permitió. -¡Haz, algo, tú! -le dijo, y sacó por la ventana una garra con las uñas largas, rojas y resplandecientes para apuntarlo-. Corre a traerlos por aquí! ¿Qué confianza podemos tener en el censo si no visitan todas las casas? Es un blef, eso es lo que me parece esta campaña. Mi casa es la primera de la cuadra y se la saltan. Daría la impresión de que no les importo. Son unos tontos.

El vecino dubitó. Miró hacia el fondo de la cuadra buscando a alguien, pero las calles y las aceras estaban vacías, salvo por el perro del barrio, que se acercaba al trote, alzando la pata en cada poste de luz.

-He de llamar por teléfono donde los Prudencio -dijo él-, que están al final, para que les recuerden que no han entrado por su casa y que, antes de irse, deben volver y visitarla.

La vieja lo miró con desconfianza. Sus ojos se achinaron y la voz le salió más descompensada que nunca en una sucesión de gallos.

-Sabes que los Prudencio son gente malcriada que le gusta parquear sus carros en mi acera, bajo la sombra de mis paraísos. Ya les llamé la atención, pero sus hijos siguen haciéndolo, en especial el pecoso, ese Rudy famoso al que de chico yo le regalaba dulces. Es un forajido. Si tú los llamas, lo único que harán será reírse, alegrarse de las cosas que me están pasando. Eso conseguiremos.

El vecino se animó a contradecirla: -Pero es que usted no tiene carro y no debería importarle, doña Josefina. Total, el carro se parquea en la calzada. ¿Acaso le obstaculizan la vereda?

-¡Es lo mismo! -vociferó la vieja-. Se creen que porque soy una mujer sola pueden atropellarme. Entonces, que me parqueen un autobús y yo chitón, porque total no tengo movilidad. ¿Es justo eso? Dímelo. A veces se paran en mi acera y empiezan a discutir a gritos sus cosas y me quitan el sueño. Y siempre me mandan a sus perros para que ensucien en mi jardín. Todos son unos abusivos. No les da vergüenza atropellar a una mujer sola.

-Puedo llamar a los Saavedra, que son parientes suyos y están algo más allá -tentó el vecino.

El pequeño perro llamado Max llegó a ellos batiendo la cola. Rápidamente se metió en el jardín inglés de doña Josefina y empezó a escarbar con las patas delanteras, para sorpresa de ambos.

-¡Fuera, quiltro maldito! -gritó la vieja fuera de sí-. He de terminar envenenándote un día de estos. ¿Lo ves, tú? Hasta estos perros se pasean por mi propiedad sin respetarme ¡Qué desgracia la mía no haberme casado, no tener un hombre, aunque sea viejo, para defenderme de todos! Ven a una mujer sola y ni la escuchan.

El vecino pensó que la vieja se largaría a llorar debido al tono con que se quejaba, pero curiosamente la escuchó chillar aún más fuerte.

-¡No me casé porque no me dio la real gana, jovencito! Ahora mismo podría hacerlo y nada menos que con un Galindo, no con un cualquiera. Un Galindo blanco y de ojos verdes, erguido, y de alta posición social en Cochabamba y en Bolivia. Incluso en Buenos Aires, me animaría a decir. Pero no lo hago porque sencillamente no me da la gana, repito. ¿Por qué quieren obligarme a hacerlo? ¿Es que todas las mujeres debemos ser paridoras? Dímelo, tú: ¿todas las mujeres debemos ser paridoras?

El vecino se sorprendió con aquella pregunta. De pronto, sintió deseos de seguir escuchando a la vieja loca de su vecina, así que encendió un cigarrillo y dio cuerda a la charla.

-Las mujeres más inteligentes del mundo no se casaron nunca -dijo. Luego citó de memoria sin preocuparse de estar errado-: Simone de Beauvoir, Inés de la Cruz, Adela Zamudio� Aunque otras más bien se casaron muchas veces: Brigitte Bardot, Lidia Gueiler�

La vieja balanceó el cuello y lo escuchó con los ojos muy achinados, sorprendida y desconfiando de sus palabras. No le gustaba conversar con él, porque sabía que su educación era dudosa y frágil, y que bien podía, llegado el caso, ser un atrevido como el que más, pero no había otro en el momento para ayudarla en su aflicción.

-�tal vez porque eran muy lindas -concluyó el vecino.

-Yo era bella, no sólo linda -cortó la vieja, irritada, batiendo ambas manos en el aire con mucha vehemencia-. Aún me quedan rasgos, piel y buenas maneras, porque es obvio que siempre fui una señorita decente en toda la extensión de la palabra. Decente, no una alegrona de los parques y de los cines como la mayoría. Ningún hombre osó ponerme la mano, lo sabe Dios. ¡Fuera, perro infeliz! Ni siquiera este animal me respeta.

Max detuvo su trabajo un momento. Miró a la vieja con los ojos vivos y brillosos, pero luego reinició su tarea de escarbar con más empeño. Muy pronto, apareció un hueso de pollo entre sus dientes, pulido y brillante, con el cual escapó calle abajo.

-Mi jardín parece un cementerio. Por todos los santos rincones hay huesos enterrados, cacas de perros y gatos, hasta de conejos que trepan o bajan esta colina, amén de las basuras que tus hijos me arrojan cada día. ¿No les puedes enseñar un poco de educación? Me ven y no me saludan. El menor me dice cosas. Lo sé porque el otro se ríe inmediatamente. Tu mujer igual. Quisiera que esto termine de una buena vez, porque estoy al borde de la misma muerte. ¡Tenme un poco de consideración, por el amor de Dios!

El vecino se quedó con el cigarrillo entre los dientes, paralizado y sorprendido. La vieja comenzó a sollozar mientras se persignaba y miraba al cielo esperando una respuesta a semejante calvario que le tocaba vivir.

-Yo no sabía nada de eso -dijo él-. Pierda cuidado, doña Josefina. Llamaré la atención a mis niños para que no vuelva a suceder. Ellos deben guardarle respeto.

Pero la vieja ya era un mar de lágrimas: -Sólo mi santa madre me oía sin burlarse, porque hasta mis hermanas me vuelcan la cara. Son de lo peor. Desde que mi madre se murió, empezó para mí este tormento en la soledad� ¿Qué sabes tú de caminar por las calles apuntada por los dedos difamadores? ¿Qué sabes de vivir estigmatizado? La gente goza humillando a los desamparados. Se los muestra a sus niños y se ríen todos juntos a la hora de las comidas. Mientras tanto, yo como sola y deambulo con las orejas coloradas por mi casa, flotando como un fantasma, pero sabiendo lo que dicen de mí a mis espaldas. ¿Con qué ganas voy a hablar con quién? No tengo confianza con nadie. Un taxista es más amigo que cualquiera de ustedes. Un albañil, un plomero� Cualquiera de ellos es mucho más considerado y respetuoso. No me echan el humo a la cara como tú.

El vecino tragó el humo atorándose, y trató de expirarlo sin que ella lo notara, pese a que estaba parado en la acera, a unos buenos cinco metros de la ventana del segundo piso. Aplastó el cigarrillo con la planta del zapato y sonrió a la vieja.

-He de llamar a alguien para que envíe de vuelta a los censores -dijo con ganas de agradarle-. Nunca sabremos cuántos somos los bolivianos si nos saltamos casa, es verdad.

La vieja ya cerraba la ventana, pero todavía dijo algo más: -No me toman en cuenta. La vida no me toma en cuenta, por eso no me suman. ¡Váyanse todos al infierno, allí los esperaré!

Gonzalo Lema. Tarija, 1959. Novelista y narrador de su libro: "Después de ti no hay nada"

(cuentos 1996-2006)

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