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Al fantasma le pusimos de nombre Paganini, un poco por la leyenda que rodeó al violinista, de quien sus envidiosos contemporáneos dijeron que habÃa suscrito un pacto con el diavolo, y otro poco porque nuestro cohabitante espectral siempre acababa siendo el paganini, es decir, el que paga las culpas de todo lo misterioso (o de supuestamente misterioso) que sucedÃa en la casa, sobre todo las pérdidas de música que nos dieron a conocer su presencia y que hicieron que le buscásemos precisamente un nombre ´musical´.
Esas pérdidas de música, por cierto, ocurrieron todo el tiempo que Paganini estuvo con nosotros. En todas las celebraciones familiares grandes o menudas, llegada la hora de los pedidos, cuando Martha reclamaba por un cd (digamos, el de boleros) y yo buscaba -sin encontrarla- un rareza equis (digamos aquel casete con las composiciones de mi abuelo o el vinilo de Antonio Carlos Jobim). Quedaba claro ante nosotros que el fantasma no compartÃa mis preferencias y más bien se inclinaba por los gustos de Martha, o por su gusto por Martha.
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AsÃ, de poco en poco, me fue cabreando y haciendo que perdiera el interés por esta clase de veladas, que al final se convirtieron en largas disquisiciones o chacotas (según el humor de mi mujer y mis cuñadas y sus maridos) sobre las caracterÃsticas, origen, viscosidad y supuesta pestilencia del supuesto fantasma, a quien yo ya veÃa (es un decir) con cara de trasgo lujurioso o fauno en celo.
Para no darle el gusto, comencé entonces a comprar horas antes de cada cena o fiestita un paquete de compactos o de casetes con la música que ´me gustarÃa´ (espontáneamente) escuchar esa noche.
Gran estrategia. Martha pidiendo el cd de boleros, yo demandando (con falso interés) un casete de MarÃa Farandouri, apareciendo rápidamente el primero de manos de mi cuñada número uno y no estando el segundo en la caja del mueble grande y severo de la sala de estar, y yo dale a sugerir entonces que por qué no escuchábamos el último Sabina que-acababa-de-comprar-esa-misma-tarde.
Preferible eso al primer Aute, refunfuñaba mi Martha y acababa accediendo a compartir sus boleros con mi españolito, vencido el fantasma que no habÃa tenido tiempo ni forma de ocultar "mi" música por estar recién adquirida y en el bolsillo del saco.
Temà luego que Paganini estropeara el aparato de música, o la unidad de casete, o el cd, según qué formato de música hubiera yo comprado, para evitar que escucháramos mis adquisiciones, pero no. El trasgo/fauno -o su predilección por Martha- no era para tanto�
Al cabo de un tiempo (unas cuatro o cinco veladas), Paganini se marchó como habÃa venido: silenciosa e invisiblemente. O al menos, eso supimos (supusimos) cuando dejó de perderse "mi" música vieja.
Al cabo de otro tiempo (dos o tres veladas, creo) Martha siguió los pasos de Paganini: se hizo humo, aunque en verdad el fantasma siempre fue humo. Y asà yo me quedé solo con los casetes de Farandouri y la vihuela de mi abuelo, y los vinilos de Antonio Carlos Jobim y el último de Sabina (por entonces, Hotel, dulce hotel), para oÃrlos una y otra vez a mi gusto, sin fantasmas ni concuñados ni Martha y sus hermanas. (Eres un egoÃsta, siempre pensaste en ti, sólo en tus gustos, etc., me dijo al fundamentar su partida aliviadora, aliviadolora).
Entonces sospeché que era Martha quien ocultaba "mi" música y ningún fantasma, simplemente porque estaba harta de mà y de mis gustos. Pero, en una gran celebración privada, la treintaycincoava después de su partida, en el cajón del mueble grande y severo de la sala, entre cientos de casetes y vinilos y unos cuantos cds, apareció una colección triple de un mismo disco, como para que ningún fantasma osara estropear alguno de los componentes del aparato que impidiera escuchar alguno de los formatos.
Cinta, long play (asà se decÃa, ¿verdad?) y compacto (remasterizado) del concierto de Ella Fitzgerald y Duke Ellington en Estocolmo, 1967. Tema principal, no hace falta decirlo: Mr. Paganini.
Guiño de ojo del fantasma; mano subrepticia (fantasmagórica en verdad) de una Martha también guiñadora y regaladora, como explicando que ambos estábamos mejor el uno sin el otro; o guiño de la cuñada número dos, a la que siempre le tuve ganas, el caso es que la colección triple apareció allà y aún ahora me acompaña en cada velada.
Al principio de cada grande o menuda celebración (ya por la doscientosochentava), pregunto en voz alta (como dirigiéndome al fantasma): ¿Y qué quisieran escuchar esta noche? Y mi cuñada. Con voz gruesa de trasgo/fauno lujurioso, desde el flamante sofá-cama de cuerina que ocupa el lugar del mueble severo, responde: Oh, Mr. Paganini, please play my rhapsody.
Y entonces Ella comienza a cantar y la casa de llena de su voz en celo. Y el resto no lo cuento. Benditos sean los fantasmas. Y los violinistas. Y los ´60 en Estocolmo. Y esta cuñada número dos que sin duda ha hecho un pacto con il diavolo.
Gabriel Chávez Casazola.
Sucre, 1972. Escritor y narrador.