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Carlos Fuentes, epígono y precursor - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
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Domingo 08 de noviembre de 2015

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Cultural El Duende

Carlos Fuentes, epígono y precursor

08 nov 2015

El editor, ensayista, narrador y crítico literario Gonzalo E. Celorio y Blasco (1948) hace un análisis de la semblanza del connotado novelista mexicano Carlos Fuentes como maestro de varias generaciones

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Segunda y última parte

Asombra, por lo que hace al mundo referencial de la novela, el conocimiento que el joven escritor tiene de la realidad histórica mexicana, la soltura con la que transita por las diferentes épocas que ha vivido el país desde los tiempos prehispánicos hasta mediados del siglo XX y la madurez de su juicio crítico, que endereza muy señaladamente contra el discurso triunfalista de la Revolución mexicana y las traiciones cometidas por quienes lucharon en sus filas y medraron a sus expensas.

Y por los que hace a la técnica narrativa, sorprende la gama de recursos que utiliza para conferirle a su primera novela la modernidad que habrá de imponerse en la década siguiente como signo distintivo de nuestra novelística: la ruptura de la linealidad argumental; la alternancia de la narración omnisciente con el monólogo interior, el diálogo inmoderado o el flujo lírico y atemporal; la reproducción fidedigna de los diferentes idiolectos, que entran en colisión al igual que las clases sociales a las que representan� La voluntad de estilo, en suma. Con La región más transparente -y muy poco tiempo después con La muerte de Artemio Cruz­-, Carlos Fuentes cierra, como epígono crítico, la novela de la Revolución mexicana, y al mismo tiempo abre, como precursor visionario, la llamada por él mismo nueva novela hispanoamericana.

La novela de la Revolución mexicana había dado sus primeros frutos cuando la lucha armada aún no había llegado a su fin. Mariano Azuela, Francisco L. Urquizo, Martín Luis Guzmán escriben sus primeras obras al fragor de las batallas, en calidad de testigos presenciales de los acontecimientos que relatan -y a veces de participantes directos en ellos-, como lo habían hecho siglos atrás Hernán Cortés, Alonso de Ercilla y tantos otros soldados metidos a cronistas que dejaban descansar la espada para empuñar la pluma y escribir sus hazañas de conquista.

Deben pasar algunos años, aunque no tantos como los que transcurren entre las Cartas de relación de Cortés y la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, para que el suceso revolucionario adquiera la dimensión histórica que escritores como José Vasconcelos o Agustín Yáñez logran darles a sus memorias o sus novelas: particularmente La tormenta, del primero, y la trilogía provinciana, del segundo, integrada por Al filo del agua, Las tierras flacas y La tierra pródiga, que dan cuenta, respectivamente, de la situación del país antes, durante y después de la Revolución.

Y más años todavía para que la novela asuma el proceso revolucionario como un fenómeno cultural amplio y completo en el que intervienen no sólo factores históricos, políticos o económicos, sino también la sensibilidad, las creencias, la imaginación de la colectividad que lo vive, como ocurre en la novela Pedro Páramo, en la que Juan Rulfo amplía las escalas y categorías de la realidad para incluir en ella, objetivamente, los atavismos, los mitos, las fantasías de la población rural mexicana, representada por esa entidad ubicua que recibe el nombre de Comala. En la novela de Rulfo, la Revolución no es más que un telón de fondo que le da sentido histórico a la idiosincrasia y a las mitologías de un pueblo dominado por el caciquismo que la Revolución misma prohijó.

Poco más de cuarenta años después de la publicación de Los de abajo y a escasos tres años de la aparición de Pedro Páramo, Carlos Fuentes, con La región más transparente renueva, para concluirla más tarde con La muerte de Artemio Cruz, la tradición novelística de la Revolución mexicana.

Si la novela de la Revolución había descrito las injusticias sociales que le dieron legitimidad a la lucha armada, también había denunciado las miserias humanas que habían salido a relucir en el proceso: la ambición, la bajeza, la bestialidad criminal, que igualaban a los héroes con los bandoleros y creaban la figura del "bandolhéroe", término con el que Salvador Novo bautizó a sus protagonistas. Pero no había cobrado a plenitud la dimensión crítica que sólo la distancia con respecto a los acontecimientos relatados puede proporcionar.

Fuentes no centra su obra en la etapa prerrevolucionaria ni en el conflicto armado, aunque constantemente se refiere a una y otro, sino en la posrevolución, cuando el fenómeno histórico ya se ha institucionalizado. Esta perspectiva le permite consignar, tras la valoración crítica de los resultados de la contienda, la traición a sus causas primigenias y la persistencia de muchos de los males que llevaron a la conflagración: la desigual distribución de la riqueza, el monopolio del poder, la escasa, por no decir nula, participación del pueblo en los asuntos del gobierno.

Equivalente al Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central de Diego Rivera, Fuentes pinta en La región más transparente un mural literario que, como el de Diego, se articula en dos ejes, uno diacrónico -la historia de México, que se vuelca sobre el presente a través, sobre todo, de los personajes atemporales, los guardianes de la tradición, Ixca Cienfuegos y su madre, Teódula Moctezuma- y otro sincrónico -la concomitancias de los diferentes estratos sociales en la ciudad capital durante el periodo presidencial de Miguel Alemán, primer presidente civil del país después de la Revolución-. Los personajes representan las transformaciones que la Revolución infligió en los estamentos polares de la sociedad mexicana: por un lado, los hacendados porforistas, como la familia De Ovando, que pierden sus fortunas y sus tierras, pero conservan el espíritu y los modos del ancien régime y recuerdan con nostalgia los tiempos de bonanza, y, por otro, los revolucionarios que lucran con la bola como Federico Robles, a quien la Revolución "le hace justicia" y lo convierte, de peón de hacienda, en banquero potentado.

Y entre ambos extremos, todos los demás, que reflejan la intricada composición demográfica de la urbe: los nuevos profesionistas, los intelectuales, las sirvientas, los ruleteros, los juniors, los estudiantes, los poetas, las declamadoras, los príncipes impostados, los aristócratas internacionales, los aventureros, las prostitutas, los burócratas, los espaldas-mojadas, los obreros, los líderes sindicales, los ferrocarrileros, las mecanógrafas, los abogados, los periodistas, los embajadores.

A tan dilatado elenco se suman Ixa Cienfuegos y Teódula Moctezuma, sobrevivientes de un pasado abolido que se actualiza como un atavismo irrenunciable, como un sustrato esencial, como un "espejo enterrado", en la conciencia de los demás: Federico Robles y Norma Larraigoiti, Rodrigo Pola y Pimpinela de Ovando, Juan Morales y Gladys García, que corre por las calles con la boca abierta a ver si le cae una palabra� Todos integrados en una novela totalizadora que propicia que los personajes cedan sus protagonismos respectivos a la ciudad que los acoge y le presten sus voces para que sea ella, con su espectral polifonía, la que asuma, por primera vez en la historia de la literatura mexicana, la condición protagónica que Carlos Fuentes quiso y supo adjudicarle.

Fin

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