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Domingo 08 de noviembre de 2015

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Cultural El Duende

El hijo del difunto

08 nov 2015

Pedro Shimose

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Cuando Alí Babá sancochó a los cuarenta ladrones en aceite hirviendo, mi General se tiró en paracaídas para probar que era muy macho. En ese preciso instante, el hijo del difunto estaba comiendo pan dulce con tablillas de naranja agria, ¡ay, qué dolor de muelas! "Esto te pasa por comer tanta golloría", le dijo Engracia, mientras pasaba meneando el trasero. Se paró, sonriente, mirándolo con malicia. "¿Tenés las muelas chías? ¡Vení, yo te las voy a curar!" Y se lo llevó al catre.

Después de refocilarse con el muchacho, la sirvienta de los Yuca le dijo cosas ricas al oído y no paró de alabar su hermosa manera de ser hombre, diciéndole que las puertas de su casa siempre estaban abiertas para él todo el tiempo del mundo. Así fue cómo entre lisura y lisura, el hijo del difunto se fue ganando la confianza de esa camba arrecha de pelo oxigenado.

Cantaban los gallos cuando el patrón despertó, sobresaltado con la bullanga que venía del patio de los naranjos. La banda de Salinas tronaba una diana con sus latas y cueros. Anselmo Yuca no concebía la felicidad de otro modo ni habría podido imaginársela de otra manera. Sus capangas lo saludaron con una salva de fusilería. Inquieto, ordenó a uno de sus caporales: "Oí, Choco, a ver si alistás a los muchachos, no vaya a ser que aparezca el hijo del difunto�"

Algo frío le rozó el cuello. Abrió los ojos y vio al hijo del difunto, apoltronado junto a él, apuntándole con un Colt 38 largo. Del susto se le pasó la borrachera.

-Feliz cumpleaños, don Anselmo. He venido a matarlo -le dijo el muchacho con exquisita educación.

Fue en plena guerra civil, si mal no recuerdo, cuando Anselmo Yuca mató al difunto, después de rodear la estancia, arrancarlo de la cama, enlazarlo y llevárselo al monte, a la luz de los lampiones. Con un grupo de matones apuntándole a la mala, le hicieron cavar su propia tumba y sin más preámbulo, ¡bererén!, se acabó quien te quería.

El Presidente dijo en voz alta para que lo oyeran las potencias: "¡Oooh, la democracia! ¡Oooh, la libertad! ¡Oooh, la dignidad humana! Y patatí y patatá, los cabrones que nunca faltan le soplaron al oído: "Aquí hay unos carajos que están fregando más de la cuenta. ¿Su excelencia los quiere empaquetados o sin embalar?" Una voz respondió desde las sombras: "Sin embalar".

Desde aquel instante, Anselmo Yuca dispuso voluntades, compró títulos, tumbó gobiernos y dictó leyes desde su lejano reducto selvático. El pueblo, de pronto, se volvió amnésico y aquellos obstinados que lucharon por conservar la memoria, acabaron suicidándose o aplastados por los remordimientos. Todos terminaron por admitir que la genealogía de Anselmo Yuca entroncaba con remotas dinastías de fieros conquistadores vascongados y de galanas princesas nórdicas.

El hijo del difunto le hizo señas para que se incorporase, desde su hamaca Anselmo Yuca, vio, horrorizado, cómo una luna moribunda iluminaba, tenue, un cuadro espeluznante. En el canchón, una ráfaga de viento meció los cuerpos rígidos de sus capangas. Los ahorcados se balanceaban hechos badajos de las ramas de un añoso cupesí.

Anselmo Yuca miró al hijo del difunto con ojos de otro mundo. El muchacho le explicó todo con una palabra: "Narcótico". Lo demás carecía de importancia. Engracia, la sirvienta de los Yuca, había sido el instrumento del destino.

El reloj daba cinco campanadas, ¿o fueron seis? La sorda vibración del bronce reverberó en el aire limpio de la madrugada. El carretón de la otra vida se alejaba, rechinante, por el horizonte y los gallos empezaban a batir las últimas sombras cuando una voz ordenó: "¡Nos vamos de paseo!"

Los dos hombres caminaron en dirección a ninguna parte. Eso cuentan quienes los vieron atravesar el pueblo por última vez. Uno a caballo y otro a pie, con un pico y una pala en las manos.

Anselmo Yuca llegó a creerse querido y respetado. Movilizada por el terror y las prebendas, la multitud estaba allí sin saber por qué estaba allí. La bombilla atronaba el aire y el viento hacía flamear las banderas. El cura párroco advirtió que aún faltaba un año para las elecciones.

-¿Qué hacemos aquí, entonces? -preguntó el opa del pueblo.

-A quien madruga, Dios le ayuda -acotó el sacristán.

-No por mucho madrugar amanece más temprano -replicó la loca del lugar.

Chilcheaba el día de la proclamación de candidatos. "Viene un surcito", dijo una vieja, embozada en un mantón. Desde el quiosco de la plaza, rodeado de matones, don Anselmo promete el cielo y las estrellas.

Cuando cayó el gobierno, don Anselmo se hizo el enfermo y un buen día desapareció. Unos turistas lo hallaron en Suiza.

-He venido a hacerme un chequeo.

-Pero si allá tenemos buenos médicos.

-No hay nada como estos gringos.

-¿Y qué tienen ellos que no tengamos nosotros?

-Magia.

Mientras cava su fosa, don Anselmo percibe los ruidos del monte, aspira los olores de la selva y piensa en su mujer y en sus hijos. Se arrepintió de haber desgraciado a esa buena mujer que lo quiso en las malas, cuando él, Anselmo Yuca, no era nadie. Una voz lo volvió a la realidad y le recordó un crimen ya lejano. Sólo atinó a decir: "No fui yo, muchacho, fue la política".

A ese quilombo iban los pitucos y los mandamases de turno, pero aquel día se coló un muchacho que no era de por ahí. Don Anselmo llegó, como siempre, armando bulla con la banda de Salinas.

-¡Toquen esa polca que me gusta tanto! -ordenó a los músicos mientras corría la cerveza-. ¡Trago para todos!

Alguien rechazó la invitación. ¿Quién era el atrevido? Los chusus dejaron de tocar. Se escuchó una voz desde el fondo del salón: "Don Anselmo, he venido a matarlo"

El muchacho lo miró desafiante. Se estaba yendo cuando los capangas de don Anselmo lo pararon y entre todos le propinaron una soberana pateadura.

-Chico -le dijo don Anselmo, paternalmente-, te voy a dar un consejoÂ?

-Cuídese, porque lo voy a matar -le interrumpió el muchacho desde el suelo.

-Oí, camba liso: te doy veinticuatro horas pa´ que te largués del pueblo, porque si no� -y rubricó sus palabras con un además que olía a degollina.

Ordenó que lo soltaran y sentenció en voz alta para que todos lo escucharan: "Que esto sirva de escarmiento". Enseguida pidió unas ñatitas mientras los cantantes juraban que las palmeras habían florecido por tu amor.

La tumba estaba preparada. A don Anselmo le entraron unas ganas inmensas de ser otra persona, de estar en otro sitio o de no haber nacido. Escuchó rastrillear el gatillo.

Se despertó empapado de sudor, se palpó el cuerpo, notó que le dolía la cabeza. "Todo ha sido una pesadilla", pensó. Recordó la parranda, su cumpleaños, chasqueó la lengua y sintió la amargura de la vida en su boca recesa. "Yerba mala nunca muere", pensó. Miró en dirección al patio y en eso estaba cuando a sus espaldas escuchó rastrillear el gatillo de un Colt 38 largo.

Pedro Shimose. Beni, 1940. Poeta, narrador, ensayista y periodista.

Tomado de: "Correveidile" nº 24 - 2004

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