Cantaban los gallos cuando el patrón despertó, sobresaltado con la bullanga que venÃa del patio de los naranjos. La banda de Salinas tronaba una diana con sus latas y cueros. Anselmo Yuca no concebÃa la felicidad de otro modo ni habrÃa podido imaginársela de otra manera. Sus capangas lo saludaron con una salva de fusilerÃa. Inquieto, ordenó a uno de sus caporales: "OÃ, Choco, a ver si alistás a los muchachos, no vaya a ser que aparezca el hijo del difuntoÂ?"
El Presidente dijo en voz alta para que lo oyeran las potencias: "¡Oooh, la democracia! ¡Oooh, la libertad! ¡Oooh, la dignidad humana! Y patatà y patatá, los cabrones que nunca faltan le soplaron al oÃdo: "Aquà hay unos carajos que están fregando más de la cuenta. ¿Su excelencia los quiere empaquetados o sin embalar?" Una voz respondió desde las sombras: "Sin embalar".
El hijo del difunto le hizo señas para que se incorporase, desde su hamaca Anselmo Yuca, vio, horrorizado, cómo una luna moribunda iluminaba, tenue, un cuadro espeluznante. En el canchón, una ráfaga de viento meció los cuerpos rÃgidos de sus capangas. Los ahorcados se balanceaban hechos badajos de las ramas de un añoso cupesÃ.
Anselmo Yuca miró al hijo del difunto con ojos de otro mundo. El muchacho le explicó todo con una palabra: "Narcótico". Lo demás carecÃa de importancia. Engracia, la sirvienta de los Yuca, habÃa sido el instrumento del destino.
El reloj daba cinco campanadas, ¿o fueron seis? La sorda vibración del bronce reverberó en el aire limpio de la madrugada. El carretón de la otra vida se alejaba, rechinante, por el horizonte y los gallos empezaban a batir las últimas sombras cuando una voz ordenó: "¡Nos vamos de paseo!"
Los dos hombres caminaron en dirección a ninguna parte. Eso cuentan quienes los vieron atravesar el pueblo por última vez. Uno a caballo y otro a pie, con un pico y una pala en las manos.
-A quien madruga, Dios le ayuda -acotó el sacristán.
-No por mucho madrugar amanece más temprano -replicó la loca del lugar.
Chilcheaba el dÃa de la proclamación de candidatos. "Viene un surcito", dijo una vieja, embozada en un mantón. Desde el quiosco de la plaza, rodeado de matones, don Anselmo promete el cielo y las estrellas.
Cuando cayó el gobierno, don Anselmo se hizo el enfermo y un buen dÃa desapareció. Unos turistas lo hallaron en Suiza.
A ese quilombo iban los pitucos y los mandamases de turno, pero aquel dÃa se coló un muchacho que no era de por ahÃ. Don Anselmo llegó, como siempre, armando bulla con la banda de Salinas.
-¡Toquen esa polca que me gusta tanto! -ordenó a los músicos mientras corrÃa la cerveza-. ¡Trago para todos!
Ordenó que lo soltaran y sentenció en voz alta para que todos lo escucharan: "Que esto sirva de escarmiento". Enseguida pidió unas ñatitas mientras los cantantes juraban que las palmeras habÃan florecido por tu amor.
La tumba estaba preparada. A don Anselmo le entraron unas ganas inmensas de ser otra persona, de estar en otro sitio o de no haber nacido. Escuchó rastrillear el gatillo.
Se despertó empapado de sudor, se palpó el cuerpo, notó que le dolÃa la cabeza. "Todo ha sido una pesadilla", pensó. Recordó la parranda, su cumpleaños, chasqueó la lengua y sintió la amargura de la vida en su boca recesa. "Yerba mala nunca muere", pensó. Miró en dirección al patio y en eso estaba cuando a sus espaldas escuchó rastrillear el gatillo de un Colt 38 largo.
Pedro Shimose. Beni, 1940. Poeta, narrador, ensayista y periodista.
Tomado de: "Correveidile" nº 24 - 2004
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