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Domingo 08 de noviembre de 2015

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Cultural El Duende

Las pautas de comportamiento de las clases dirigentes: los lobos y la ética

08 nov 2015

H. C. F. Mansilla

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La modernización del último medio siglo ha creado en América Latina un sector dedicado de modo más o menos profesional a la actividad política, que puede reclamar para sí una relativa autonomía. Esta élite del poder representa un conglomerado con fronteras porosas y poco precisas, que hoy posee una identidad propia dentro del conjunto social. La autonomía de que goza este estrato político no quiere decir que la calidad de su desempeño global haya mejorado y menos aún que las poblaciones involucradas perciban su accionar como algo positivo y promisorio para la marcha de la sociedad respectiva. Por su formación profesional, sus hábitos cotidianos de vida y sus valores éticos y estéticos esta élite del poder es un fenómeno relativamente moderno. Es probable, sin embargo, que la transición de aristocracia tradicional a élite funcional moderna ha significado no sólo un descenso, sino un genuino descalabro histórico en grandes porciones del área latinoamericana.

No pretendo de ninguna manera una defensa de la antigua clase alta. Los factores negativos vinculados a la aristocracia tradicional son bien conocidos. Basta aquí mencionar los estrechos nexos entre aquella clase y las dictaduras militares que ensombrecieron una buena parte de la historia republicana del Nuevo Mundo. La cultura del autoritarismo, el uso de la religión como instrumento de control social y dilatados fenómenos de corrupción, representan igualmente aspectos indelebles asociados a las antiguas oligarquías. Pero estas aseveraciones requieren de algunas precisiones. Hasta mediados del siglo XX el predominio irrestricto del utilitarismo y la ideología del interés individual -que constituyen la religión del presente-, no tenían aun la fuerza normativa que poseen en la actualidad. No prevalecía la economización del ámbito político y cultural; es decir no era obligatoria la tendencia a tratar la totalidad social como si fuera un gigantesco mecanismo de mercado y a los ciudadanos como si fuesen sólo agentes económicos (consumidores) que intentan maximizar sus ventajas competitivas. El fenómeno de la corrupción, aunque siempre existente, no conocía la dilatación, la profundidad y la aceptación de nuestros días.

En algunos países latinoamericanos no fue mera casualidad que los sectores esclarecidos de las clases altas propugnasen ya desde la segunda mitad del siglo XIX una política promotora de la educación obligatoria y gratuita, la construcción acelerada de un extenso sistema de transportes y comunicaciones y una modesta introducción del Estado de Derecho, es decir: factores de desarrollo que contribuyeron al bienestar de toda la población. Ejemplos de este programa liberal, modernizante y con resultados democratizadores son las reformas de la monarquía brasileña, el breve predominio del Partido Civil en el Perú, el gobierno del Partido Liberal en Bolivia y, sobre todo, el largo periodo de la aristocracia liberal en la Argentina (1862-1943), periodo que constituye el paradigma más notable de evolución histórica en América Latina. Durante 81 años una clase alta relativamente compacta, centrada alrededor de los terratenientes y los grandes comerciantes de Buenos Aires, enriquecida con intelectuales y administradores de gran calidad y, sobre todo, abierta al mundo exterior, a los valores de la Ilustración europea y al Estado de Derecho, logró construir una sociedad de indudable prosperidad, con muchas posibilidades de ascenso social para amplios grupos y un nivel educacional y cultural rara vez alcanzado en el Tercer Mundo. Uno de los aspectos básicos de este régimen estribaba precisamente en la carencia de prácticas populistas y en la ausencia de falsas ilusiones igualitarias.

En todas las naciones del planeta la actual élite política tiene también sus sombras. La pretendida modernidad de su formación profesional y la objetividad técnica de sus decisiones constituyen algo dudoso. La nueva élite usa mecanismos democráticos para llegar al poder, pero una vez allí se consagra a favorecer unilateralmente intereses particulares, a tolerar los fenómenos de corrupción y, por ende, a desvirtuar la democracia. Hoy en día este estrato elitario no practica una violación abierta de las normas legales, pero sí un manejo discrecional de los mecanismos del poder. Como afirmó Ralf Dahrendorf, la nueva élite política tiende a exonerarse de todo control genuinamente democrático y a sobreponerse al Estado nacional, a sus regulaciones y su marco de interacción todavía comprensible y controlable. Esta nueva élite ha resultado ser una oligarquía autosatisfecha y autoritaria, que sólo posee una perspectiva histórica de corto aliento. El peligro reside precisamente en esta miopía congénita, que le impide percibir los problemas que se encuentran allende los intereses inmediatos y tangibles y que son los grandes y acuciantes dilemas del desarrollo contemporáneo.

En Bolivia la situación no es distinta de la descrita hasta aquí. Para los bolivianos que están en la cúspide del poder político o económico, el principio rector de todo su comportamiento grupal es muy simple: el hombre es el lobo del hombre. En general los políticos pueden ser descritos como lobos inconfiables, taimados, consagrados a la ventaja personal y a las prácticas mafiosas. El político contemporáneo no toma en consideración los derechos de sus conciudadanos. Por ello nadie cree ni confía en nadie. Este podría ser el tipo ideal de los componentes de las diversas élites bolivianas desde la fundación de la república. Durante la colonia esta constelación de valores normativos era fundamentalmente la misma. Los regímenes bolivianos que durante el siglo XX pretendieron el cambio radical -el socialismo militar (1936-1939), el nacionalismo revolucionario (1943-1946; 1952-1964), el reformismo izquierdista (1982-1985)- dieron lugar a élites políticas altamente privilegiadas, cuyo comportamiento ha sido el descrito hasta aquí. El así llamado socialismo indigenista (a partir de enero de 2006) no ha podido o no ha querido modificar las pautas normativas básicas de las clases dirigentes tradicionales.

En general los lobos reales son animales nobles, generosos y relativamente pacíficos. Sólo atacan cuando tienen hambre. En este texto me refiero a los humanos con las características que perversa y tradicionalmente atribuimos a los lobos. Los políticos, por ejemplo, tienen instintos que no han sido canalizados en forma razonable por una reflexión que les muestre sus limitaciones a largo plazo y la necesidad de compromisos duraderos. No han aprendido a analizar, sopesar y sacar conclusiones de largo aliento. Por su propio interés nuestros políticos deberían comprender algo del mundo contemporáneo para imaginarse más o menos a tiempo lo que puede ocurrir en Bolivia en las próximas décadas. La mayoría de los políticos es impermeable a razones históricas o a ejercicios de comparación internacional. Con pocas y honrosas excepciones muestran una total indiferencia por todo lo que esté vinculado, así sea lejanamente, con el horizonte de la cultura. Para ellos la historia no es la maestra de la vida, como lo supuso Cicerón. Las élites políticas bolivianas no han desarrollado un comportamiento inteligente que englobe la posibilidad del éxito propio y simultáneamente la concesión temprana de demandas sustanciales en favor de otros sectores sociales.

A la élite política le falta hoy no sólo la comprensión de este último argumento, sino también un arte de la vida, un modo de configurar la esfera cotidiana que sea razonable en sentido moral y estético. Los bolivianos se han consagrado sólo a la astucia y han dejado de lado la ética general. La élite del poder carece del elemento conservador de la aristocracia europea, que fue una estrategia de preservación de los propios privilegios, concebida para una larga perspectiva, para lo cual es necesaria la renuncia a algún disfrute del presente. Para preservar los privilegios actuales de los políticos en favor de sus propios descendientes, aconsejo cinco pautas de acción, que son de comprensión elemental y de ejecución relativamente simple: implementar pocas políticas públicas (pero efectivas y bien concebidas), escuchar con atención y humildad a la opinión pública, mejorar algo el reclutamiento meritocrático de los funcionarios estatales, abrir la boca después de pensarlo dos veces y robar con moderación y discreción. Ninguno de estos preceptos significa una moral puritana ni una renuncia a los goces profundos que entraña el poder político.

Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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