Ese algo que en un principio se manifestara tenuemente, en un lapso de tiempo relativamente corto, fue ganando en intensidad hasta preocupar seriamente al protagonista que optó ingenuamente por lo que optan todos: no pasar por debajo de las escaleras, evitar cruzar su camino con un gato -especialmente si era negro- evitar el uso de los números siete o trece y cosas asÃ; lo que de ninguna manera paliaba su racha de mala suerte.
Una compañera de oficio le sugirió la posibilidad de algún objeto en su persona o en su casa, con esa carga de energÃa negativa y Serrate comenzó a deshacerse de amuletos, medallas, sÃmbolos, Ãconos y fetiches que durante su vida fuera acumulando.
Era obvio que en dicha búsqueda necesariamente se topara con un cráneo que trajera, no hacÃa mucho, de su trabajo.
Al comentarlo con la citada compañera que parecÃa versada en magias y ocultismos, ella le aconsejó llevar dicho cráneo, "ñatita", le decÃa, al cementerio, el para entonces ya cercano 8 de noviembre.
Llegado el dÃa, el hombre se fue para el cementerio con la ñatita metida en una bolsa plástica y se sorprendió de ver, tanto dentro como fuera, la presencia de enormidades ciudadanas cargando urnas de distintos tamaños, materiales y precios en cuyos interiores se guardaban calaveras coronadas con flores o con gorros de lana encasquetados hasta las cuencas; con gafas para el sol, con pipas y con incrustaciones de oro en los dientes, observando en su deambular que los propietarios utilizaban los servicios de brujos y chamanes, no se sabe si genuinos o farsantes, para que inquirieran sobre las necesidades de los lóbregos convidados.
La celebración contaba necesariamente con la presencia del alcohol en todas sus variedades, es decir cerveza alteña, champán peruano, vino patero, singanis adulterados, licores de contrabando, culipi, yungueño, ron de bagazo y hasta alcohol de uso medicinal mezclado de manera infame con algún refresco en polvo.
Observando al pie de la letra aquella máxima que dice "donde estuvieres, haz lo que vieres", Serrate se lió con un beodo que ambulaba sin norte ni destino para que le instruyera en los pasos a seguir.
Buscaron luego un brujo por entre todos los farsantes que ofrecÃan sus servicios hasta ubicar un ciego que tenÃa un letrero de cartón en el pecho que decÃa simplemente: "maestro Feliciano".
-O sea maestro, un tra... un trabajito- pidió el casual compañero y el ciego asintió inmediatamente mirando hacia donde todos los ciegos miran, es decir a ninguna parte, o a todas.
La voz surgió extraña en las cuerdas bucales del ciego. Pastosa y a momentos incomprensible, se identificaba como la de Ceferino, el tonto de algún barrio del sur.
Se instaló pues en el cementerio clandestino que luchaba con la maleza a unas cuadras del barrio y, con los perros como únicos dolientes, se echó en una zanja a invocar la muerte.
Sin embargo, pasada la novedad conmiserativa, los conductores de forma gradual fueron viendo en el Ceferino una manera de distraer el tedio mientras les llegara el turno de conducir. Hacer que bailara en una pata o se disputara algún mendrugo con los perros eran sus pasatiempos preferidos, cuando no se hallaban de borrachera y se ensañaban con animales y con dueño, exactamente como antes de ese dudoso protectorado.
El tiempo caprichoso de la ciudad se asumÃa cómplice de las maldades de ese grupo de tibios desalmados que reÃan a carcajadas al ver al tonto exprimir perros y pertenencias luego de una noche de lluvia torrencial.
Esa, junto a la población canina que mermaba a causa de los congelamientos en las largas noches invernales, terminó por imponer en el Ceferino la ardua decisión de morir por segunda vez. Lo encontraron donde lógicamente tenÃan que encontrarlo: en su deplorable covacha de cartón y trozos de calamina, tanto o más tieso que el único quiltro viejo y cojitranco que se habÃa quedado a velarlo.
Al llegar aquel y tratándose de una labor humanitaria tan desagradable, es decir corto y perezoso, alargó el brazo y con el Ãndice le tentó el pulso: "está muerto", dijo, limpiándose la extremidad con energÃa en una solapa.
Algunos descreyeron del telegráfico diagnóstico, extrañando por lo menos la presencia de un estetoscopio, pero el juicio de la mayorÃa se impuso:
Al estar más tieso que una tabla fue encajado casi a golpes en un ataúd sucio y carcomido que sabÃan abandonado en el taller del carpintero; el semi galpón que servÃa de sede a los choferes fungió como velatorio.
Ese atardecer todo el barrio, más por matizar la aburrida vida de suburbio que por compasión, mas por morbosa curiosidad que por arrepentimiento, desfiló a escasos metros de los restos, abanicándose con diarios o trozos de cartulina, espantando las moscas que prematuramente se concentraban en las inmediaciones.
Supersticiosa como es la gente, a poco el inestable ataúd parecÃa un camión de alacitas atiborrado de encomiendas y mandados en un túmulo de precario equilibrio; acaso fue por eso que el primer crujido no se constituyó en una novedad para nadie, ya que pensaron que toda aquella utilerÃa se reacomodaba llenando ciertos espacios de vacÃo.
Cuando sobrevino el segundo, algo más notorio, el veterinario presente trataba de imponer una justificación de apariencia cientÃfica: "Es el rigor mortis... "decÃa"... que ocasiona ciertos movimientos involuntarios en el interfecto..."
No fueron gritos aislados los que surgieron sino más bien un largo alarido coral, que si bien no estremeció los cimientos del lugar, por lo menos las ventanas se sacudieron y la puerta cedió violentamente al empuje de la multitud que huÃa de la amarillenta luz de aquel interior para enfrentarse a las tinieblas relativas del exterior.
Crimen de por medio, accidente provocado o caÃda libre, al Ceferino lo encontraron un dÃa, en el fondo de una barranca, despatarrado como un muñeco de trapo y esta vez sÃ, definitivamente apagado.
El comisario y sus guardias hicieron el levantamiento y a sugerencia de los importantes, se echó nomás tierra sobre el asunto y el cadáver apareció en la morgue sin que nadie lo reclamase.
A estas alturas el adivino ciego recuperó su voz y el aliento a alcohol inundó ese pequeño espacio de frÃo que compartÃan los tres fulanos.
-Eso es... comentó el no vidente, adivinando un gesto de duda en la cara de Serrate, ampliando entonces sus conclusiones:
-No se puede deshacer lo que usted has hecho o sea no puedes deshacerte de la ñatita como usted quisieras ahorita, porque su animita, más peor te puede castigar; tienes nomás usted que llevarla contigo y pedirte perdón en nombre de todos los que le han hecho mal o sea daño. Asà a lo mejor un dÃa ya no quiere contagiarte su desgracia, sino que hasta puede querer que tu vida sea normal nomás...
La voz y los encargos del ciego se perdieron en la retina y las cavilaciones de Serrate como se fueron espaciando los "saludes" de su casual compañero, el ebrio que abandonarÃa el lugar ni bien terminara de secar la última gota de trago, dejando a su eventual compañero en el más dramático de los desconsuelos mirando el cráneo borroneado por el tenue humo de apagadas fogatas y agónicos sahumerios.
DifÃcil saber por cuánto tiempo el solitario ser estuvo embarcado en ese letargo, ignorado por las ya pocas plañideras que transitaban los callejones del cementerio y del que saldrÃa cuando los sacudones del sereno lo trajeron de vuelta a la tierra.
-Ya vamos a cerrar jefe, cuidado se olvide... -dijo señalando con la vista la espeluznante compañÃa.
¡Oferta!
Solicita tu membresÃa Premium y disfruta estos beneficios adicionales:
- Edición diaria disponible desde las 5:00 am.
- Periódico del dÃa en PDF descargable.
- FotografÃas en alta resolución.
- Acceso a ediciones pasadas digitales desde 2010.