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Domingo 25 de octubre de 2015

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Cultural El Duende

Tres biografías para el olvido

25 oct 2015

Adolfo Cárdenas

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Algo, no sabía qué, estaba afectando de manera negativa la vida de Oscar Serrate, empleado de un hospital general en las reparticiones forenses.

Ese algo que en un principio se manifestara tenuemente, en un lapso de tiempo relativamente corto, fue ganando en intensidad hasta preocupar seriamente al protagonista que optó ingenuamente por lo que optan todos: no pasar por debajo de las escaleras, evitar cruzar su camino con un gato -especialmente si era negro- evitar el uso de los números siete o trece y cosas así; lo que de ninguna manera paliaba su racha de mala suerte.

Una compañera de oficio le sugirió la posibilidad de algún objeto en su persona o en su casa, con esa carga de energía negativa y Serrate comenzó a deshacerse de amuletos, medallas, símbolos, íconos y fetiches que durante su vida fuera acumulando.

Era obvio que en dicha búsqueda necesariamente se topara con un cráneo que trajera, no hacía mucho, de su trabajo.

Al comentarlo con la citada compañera que parecía versada en magias y ocultismos, ella le aconsejó llevar dicho cráneo, "ñatita", le decía, al cementerio, el para entonces ya cercano 8 de noviembre.

Llegado el día, el hombre se fue para el cementerio con la ñatita metida en una bolsa plástica y se sorprendió de ver, tanto dentro como fuera, la presencia de enormidades ciudadanas cargando urnas de distintos tamaños, materiales y precios en cuyos interiores se guardaban calaveras coronadas con flores o con gorros de lana encasquetados hasta las cuencas; con gafas para el sol, con pipas y con incrustaciones de oro en los dientes, observando en su deambular que los propietarios utilizaban los servicios de brujos y chamanes, no se sabe si genuinos o farsantes, para que inquirieran sobre las necesidades de los lóbregos convidados.

La celebración contaba necesariamente con la presencia del alcohol en todas sus variedades, es decir cerveza alteña, champán peruano, vino patero, singanis adulterados, licores de contrabando, culipi, yungueño, ron de bagazo y hasta alcohol de uso medicinal mezclado de manera infame con algún refresco en polvo.

Observando al pie de la letra aquella máxima que dice "donde estuvieres, haz lo que vieres", Serrate se lió con un beodo que ambulaba sin norte ni destino para que le instruyera en los pasos a seguir.

El casual informante lo llevó -como no podía ser de otra manera- a adquirir alcohol combinado con gaseosa, flores, vasos de plástico, botellas de cerveza, cigarrillos negros, pétalos de flores, una bolsa de coca y algo de lejía.

Buscaron luego un brujo por entre todos los farsantes que ofrecían sus servicios hasta ubicar un ciego que tenía un letrero de cartón en el pecho que decía simplemente: "maestro Feliciano".

-O sea maestro, un tra... un trabajito- pidió el casual compañero y el ciego asintió inmediatamente mirando hacia donde todos los ciegos miran, es decir a ninguna parte, o a todas.

Los tres se dirigieron a un rincón más o menos apartado de las sórdidas celebraciones para iniciar la suya propia donde el vidente no vidente requirió la presencia de la ñatita que emergería de la bolsa para ser concienzudamente palpada y posteriormente acomodada sobre un promontorio al que arrojaron los pétalos y algo de alcohol para luego centrarse en los accionares del maestro que se metió un manojo de coca en la boca y comenzó a masticarla pausada y minuciosamente. Cuando los jugos borbotearon en las comisuras de los labios, el ciego estiró los brazos, palpando el cráneo con los dedos pringados en una saliva verduzca, poniendo de la mejor manera que pudo un cigarrillo entre la mandíbulas pidiendo que lo encendieran.

El dipsómano convertido en asistente aplicó la llama al tabaco y luego, quien sabe, conocedor de estos rituales, alcanzó al vidente la botella de alcohol. Este tomó un largo sorbo, escupiéndolo luego en cuatro direcciones que malamente calculara como los cuatro puntos cardinales.

Después de un segundo y prolongado trago y de un enorme manojo de hojas de coca combinada con trozos de lejía, el adivino blanqueó los ojos -ya de por sí de un blanco sucio- y se puso en una especie de trance, descomponiendo el gesto y retorciendo los dedos de una manera por demás teatral.

A todo esto, el dueño del cráneo contemplaba las evoluciones del sacerdote con interés creciente, observando que la naturaleza se prestaba a la farsa, creando un escenario casi gótico: el cielo se había oscurecido y un viento repentino traía gotas de alguna lluvia esporádica que apagaba velas y difundía por todo el sector el humo de los sahumerios. Todos los brujos, sibilas y comediantes elevaban sus rogativas y jaculatorias contribuyendo a la creación de ese paisaje malsano, donde el ciego aportaba con largueza al desbarajuste, pegando gritos, escupiendo espumarajos y adueñado, de pronto, de una voz ronca que entre atoros, gárgaras y arcadas impuso una historia, justo cuando las fuerzas de la naturaleza se agotaban de tanta propaganda.

La voz surgió extraña en las cuerdas bucales del ciego. Pastosa y a momentos incomprensible, se identificaba como la de Ceferino, el tonto de algún barrio del sur.

Se supo entonces que el recién presentado Ceferino callejeaba hurgando en los contenedores de basura, seguido por una jauría de perros pulguientos y sarnosos a quienes trataba como a sus iguales, compartiendo con ellos comida, bebida y dormida.

También que emanaba el olor de la podredumbre, dejando su peste impresa en los portales, que vivía en un contenedor de basura, que los niños lo espantaban a pedradas y los viejos a patadas, que el barrio le quedaba tan chico que no había lugar donde protegerse de burlas y humillaciones hasta que decidiera morir por vez primera.

Se instaló pues en el cementerio clandestino que luchaba con la maleza a unas cuadras del barrio y, con los perros como únicos dolientes, se echó en una zanja a invocar la muerte.

Claro, pese a los aullidos de su jauría y al frío que apretó toda la noche, sólo una especie de catatonia acudió en su ayuda. Lo encontraron poco después del amanecer, congelado como ternera de frial pero todavía con vida.

Quien se compadeció de él, es cosa que no se sabe; sin embargo, algunos comenzaron a mirar al tonto con más tolerancia, entre ellos los conductores de la línea de buses que iban a la ciudad y que tenían la parada en una de las inmediaciones. Le dijeron que podía barrer los vehículos, lavar las llantas, limpiar los vidrios o llenar los radiadores y que, a cambio, le darían toda la comida que cupiese en un estómago normal.

La vida se desarrollaría plácida por algún tiempo; Ceferino el tonto se esforzaba por no cometer tonterías y cumplir con sus obligaciones lo más diligentemente que podía para recibir su premio: un tapacubos de autobús repleto de sobras de todo tipo, trozos de empanada mañanera, huesos y carnes de media jornada, papas y fideos o arroces restantes del almuerzo, cachos de pan, todo sumergido en una sopa de verduras y legumbres, espesa y dramática, y que él compartía con sus únicos allegados que acudían al rincón que se convirtiera en una especie de nuevo hogar, armado con calaminas, cajones y basura acumulado todo de manera melancólica y precaria.

Sin embargo, pasada la novedad conmiserativa, los conductores de forma gradual fueron viendo en el Ceferino una manera de distraer el tedio mientras les llegara el turno de conducir. Hacer que bailara en una pata o se disputara algún mendrugo con los perros eran sus pasatiempos preferidos, cuando no se hallaban de borrachera y se ensañaban con animales y con dueño, exactamente como antes de ese dudoso protectorado.

El tiempo caprichoso de la ciudad se asumía cómplice de las maldades de ese grupo de tibios desalmados que reían a carcajadas al ver al tonto exprimir perros y pertenencias luego de una noche de lluvia torrencial.

Esa, junto a la población canina que mermaba a causa de los congelamientos en las largas noches invernales, terminó por imponer en el Ceferino la ardua decisión de morir por segunda vez. Lo encontraron donde lógicamente tenían que encontrarlo: en su deplorable covacha de cartón y trozos de calamina, tanto o más tieso que el único quiltro viejo y cojitranco que se había quedado a velarlo.

Arrepentidos los conductores llamaron al veterinario, único auxilio médico del barrio, acaso recordando el primer fallecimiento del tonto.

Al llegar aquel y tratándose de una labor humanitaria tan desagradable, es decir corto y perezoso, alargó el brazo y con el índice le tentó el pulso: "está muerto", dijo, limpiándose la extremidad con energía en una solapa.

Algunos descreyeron del telegráfico diagnóstico, extrañando por lo menos la presencia de un estetoscopio, pero el juicio de la mayoría se impuso:

-Pero él es médico... sabe pues...

Aunque alguien aclarara:

-Nués médico...

Al estar más tieso que una tabla fue encajado casi a golpes en un ataúd sucio y carcomido que sabían abandonado en el taller del carpintero; el semi galpón que servía de sede a los choferes fungió como velatorio.

Ese atardecer todo el barrio, más por matizar la aburrida vida de suburbio que por compasión, mas por morbosa curiosidad que por arrepentimiento, desfiló a escasos metros de los restos, abanicándose con diarios o trozos de cartulina, espantando las moscas que prematuramente se concentraban en las inmediaciones.

El tata Pérez, párroco de la iglesita, dirigía la beatería en sus preces, fermentadas de vino a una distancia más o menos prudente y, pasada la primera impresión, todos asumían el típico comportamiento de velorio: los malsanos que referían la historia del deceso con mórbidos detalles; los contadores de chistes verdes; las cambistas de recetas o los niños queriendo integrarse al grupo de adultos-adúlteros en un medio en el que no había dolientes a quienes consolar ni ser querido a quien llorar. No faltaba el autonombrado conocedor de fenómenos paranormales, chamán y brujo blanco, que aconsejaba a los presentes que tuviesen familiares muertos depositar en el féretro carretes con hilo y agujas para recocer las raídas prendas de los que deambulaban por ese laberinto que era el purgatorio, o que pusieran huevos que en la otra vida circulaban como moneda corriente, zapatos de cartón para no lastimar los pies en esos andurriales, todo ello en un paquetito con el nombre del destinatario.

Supersticiosa como es la gente, a poco el inestable ataúd parecía un camión de alacitas atiborrado de encomiendas y mandados en un túmulo de precario equilibrio; acaso fue por eso que el primer crujido no se constituyó en una novedad para nadie, ya que pensaron que toda aquella utilería se reacomodaba llenando ciertos espacios de vacío.

Cuando sobrevino el segundo, algo más notorio, el veterinario presente trataba de imponer una justificación de apariencia científica: "Es el rigor mortis... "decía"... que ocasiona ciertos movimientos involuntarios en el interfecto..."

-Aaahh... -contestaban todos.

Pero para lo que nadie estaba preparado fue para lo que sucedió después: de pronto y por entre una lluvia de encargos que se estrellaba contra el suelo, huevos que estallaban dentro del féretro formando un irremediable charco de flema, surgió la patética figura del Ceferino, envuelto en una barata sábana santa sin entender, como de costumbre, nada de lo que acontecía.

No fueron gritos aislados los que surgieron sino más bien un largo alarido coral, que si bien no estremeció los cimientos del lugar, por lo menos las ventanas se sacudieron y la puerta cedió violentamente al empuje de la multitud que huía de la amarillenta luz de aquel interior para enfrentarse a las tinieblas relativas del exterior.

Incapaz de reconocer la sórdida naturaleza de su lecho, el Ceferino sólo vio el pavor en la cara de la multitud y creyó que el terror estaba exactamente por detrás suyo. Sin darse vuelta para constatar de qué se trataba sólo atinó a formarse último en la fila de desesperados que huían hacia la noche en histérica comparsa, lanzando gritos al vacío y seguida por un fantasma rengueante, enredado en un trapo blanco.

Para los importantes del barrio que no podían soportar las burlas y carcajadas de los más jóvenes, al recordar y remedar las vergonzosas actitudes de la noche del velorio, la procaz huida con pérdida de calzados y carteras, la confabulación para borrar de la memoria esa vergüenza, era algo moderadamente urgente.

Crimen de por medio, accidente provocado o caída libre, al Ceferino lo encontraron un día, en el fondo de una barranca, despatarrado como un muñeco de trapo y esta vez sí, definitivamente apagado.

El comisario y sus guardias hicieron el levantamiento y a sugerencia de los importantes, se echó nomás tierra sobre el asunto y el cadáver apareció en la morgue sin que nadie lo reclamase.

Era obvio que pasado un pequeñísimo lapso de tiempo los estudiantes de medicina se lo llevaran para descuartizarlo e hirvieran los huesos por motivos de estudio, apareciendo tiempo después el cráneo en una vitrina de la institución para la que Oscar Serrate trabajaba.

A estas alturas el adivino ciego recuperó su voz y el aliento a alcohol inundó ese pequeño espacio de frío que compartían los tres fulanos.

-Eso es... comentó el no vidente, adivinando un gesto de duda en la cara de Serrate, ampliando entonces sus conclusiones:

-No se puede deshacer lo que usted has hecho o sea no puedes deshacerte de la ñatita como usted quisieras ahorita, porque su animita, más peor te puede castigar; tienes nomás usted que llevarla contigo y pedirte perdón en nombre de todos los que le han hecho mal o sea daño. Así a lo mejor un día ya no quiere contagiarte su desgracia, sino que hasta puede querer que tu vida sea normal nomás...

La voz y los encargos del ciego se perdieron en la retina y las cavilaciones de Serrate como se fueron espaciando los "saludes" de su casual compañero, el ebrio que abandonaría el lugar ni bien terminara de secar la última gota de trago, dejando a su eventual compañero en el más dramático de los desconsuelos mirando el cráneo borroneado por el tenue humo de apagadas fogatas y agónicos sahumerios.

Difícil saber por cuánto tiempo el solitario ser estuvo embarcado en ese letargo, ignorado por las ya pocas plañideras que transitaban los callejones del cementerio y del que saldría cuando los sacudones del sereno lo trajeron de vuelta a la tierra.

-Ya vamos a cerrar jefe, cuidado se olvide... -dijo señalando con la vista la espeluznante compañía.

Considerando el aviso como un decreto oracular, el hombre puso la cabeza en la bolsa con oscura resignación y se encaminó a la salida sintiendo un lazo de unión indisoluble entre su posesión y él mismo; deduciendo entonces que sus días de pésima suerte, apenas habían comenzado.

Adolfo Cárdenas Franco.

La Paz, 1950. Novelista y narrador.

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