La cóndor sobrevolaba, con vuelo rasante parecido al del buitre, sobre la sede sindical ubicada en la plaza de Siglo XX, donde por entonces no existÃa más que el majestuoso monumento al minero, con la perforadora en una mano y el fusil en alto en la otra. Al cabo de dar unas vueltas sobre el monumento, flanqueado por dos herrumbrosos mástiles, que servÃan para izar la tricolor en los dÃas festivos del 6 de Agosto y la bandera roja y negra en los periodos de convulsión social, la cóndor dirigÃa su vuelo hacia la pulperÃa, donde el carnicero la aguardaba ataviado con el gorro calado hasta la frente y el mandil blanco como la nieve.
La cóndor, como en un acto de ritual religioso, se posaba en las cercanÃas, casi siempre en los techos de calamina de las casas aledañas o en lo alto del reloj de la pulperÃa, donde las mujeres y sus hijos, grandes y chicos, presenciaban el interesante espectáculo que ofrecÃa la cóndor antes de que el sol se elevara hasta su punto más alto.
La cóndor, que ostentaba un metro de longitud y pesaba alrededor de 12 kilos, tenÃa la cabeza calva, relativamente pequeña y sin cresta, la piel rojiza y con pliegues, el pico con forma de gancho y los ojos menudos pero vivaces. Y, como una dama de aspecto elegante, lucÃa un collar de blancas plumas alrededor de la desnuda piel del cuello.
Cuando la cóndor localizaba al carnicero, quien la aguardaba en la ventanilla, presto para proporcionarle su ración de carne, batÃa la pequeña cola y caminaba contorsionándose hasta el mostrador de la ventanilla. De modo que para muchos de los presentes, los pasos de la cóndor, que se parecÃan más a los de una cigüeña que a los de una ave rapaz, era una prueba clara de que entre ella y el carnicero habÃa algo más que una simple simpatÃa. En realidad, la cóndor se comportaba como una hembra enamorada, porque hasta el color de su piel adquirÃa una tonalidad más intensa, como si el rubor del amor se le concentrara en la cara.
La cóndor comÃa callada los cuatro o cinco kilos de carne, sin emitir sonido alguno, como una hembra que, por comer a gusto, se tragaba hasta la lengua. Claro que no era lo mismo comer de la mano del carnicero que comer en un vertedero un cadáver descompuesto, aparte de que estaba libre de sufrir algún tipo de envenenamiento por la ingesta de animales intoxicados o por los cebos envenenados colocados por los cazadores furtivos.
Aunque habÃan algunas personas que intentaban abordarla en la pulperÃa, con la intención de adoptarla y domesticarla, se llevaban la sorpresa de que la cóndor se hacÃa el quite, como insinuándoles que preferÃa la vida silvestre que vivir en cautiverio, ya que el simple hecho de volar, con las alas desplegadas a merced del viento, le daba una increÃble sensación de paz y libertad.
No transcurrió mucho tiempo, hasta que el gerente de la empresa "Patiño Mines" de Catavi, que fue amigo de su padre, le hizo la "gaucheada" (favor) y le consiguió un trabajo en la pulperÃa de Siglo XX, en cuyo establecimiento de aprovisionamiento de carnes crudas, destinadas a las familias de los empleados y mineros de la empresa, conoció a la que fue su primera y última esposa, una joven oriunda de la población de Chayanta, que no tardó en cautivarlo con su belleza, en envolverlo con su cantarina voz y en proponerle una ceremonia nupcial en la iglesia de su pueblo.
La pareja, según versiones de sus pocos conocidos, se complementó de tal manera que, más que cónyuges, parecÃan hermanos. Fueron dichosos y disfrutaron de la felicidad, como las parejas monógamas que parecen haber nacido sólo el uno para el otro, hasta aquel trágico incidente en que ella perdió la vida junto a la criatura que llevaba en su vientre. Fue entonces cuando empezó la creencia de que, por obra del profundo amor que se tenÃan ambos, la mujer del carni-
cero se reencarnó en la cóndor.
Asà pasaron varios años, entre especulaciones en torno a la singular relación entre un ser humano y una ave de carroña, hasta que de tanto comentar se convirtió en una suerte de leyenda urbana, que luego circuló de boca en boca y de generación en generación; por una parte, debido a que los protagonistas de la historia eran seres reales y, por otra, debido a que el escenario donde sucedieron los hechos estaba ubicado en una población conocida por todos.
Cuando el carnicero murió a la edad de 60 años, quejándose de una infección pulmonar que se lo cargó al otro mundo, la cóndor no volvió a sobrevolar por los campamentos mineros ni volvió a comer su ración de carne en la ventanilla de la carnicerÃa. Y, aunque todos los extrañaron, tanto al carnicero como a la cóndor, nunca más se volvió a ver un espectáculo circense en las inmediaciones de la parte frontal de la pulperÃa de Siglo XX.
Si la cóndor no volvió, en opinión de unos, fue porque cumplió el ciclo de su vida y encontró la muerte en algún recodo de la cordillera andina; en tanto en opinión de otros, que creÃan en los prodigios del amor eterno, la mujer del carnicero, una vez que envejeció y perdió las fuerzas para levantar vuelo, se posó en el pico más alto de una quebrada, replegó las alas, recogió las patas y se dejó caer a pique contra el fondo de la quebrada, con la esperanza de irse a reunir con su amado carnicero en el más allá.
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