Loading...
Invitado


Domingo 11 de octubre de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

La silla

11 oct 2015

Jesús Urzagasti

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Hacer una silla es cosa fácil, según el juicio del que la compra o la vende. Para el que la construye -al margen de ganancias o pérdidas- es un ejercicio de devoción que comienza en las manos y se propala por el cuerpo sorprendido, poniendo en movimiento la totalidad de los recuerdos.

Y para ello no hay necesidad de ser un consumado carpintero. Basta el respeto que se prodiga a quien desempeña, con gratitud, este y otros oficios.

El profano puede suponer que lo principal estriba en la elección de la madera, contrariando la convicción del auténtico artesano, que toma los dispersos materiales del mundo para devolverlos organizados bajo una forma reconocible. En este caso nos referimos a una silla de cualquier color y olor, que se abre paso entre los objetos que decoran la existencia humana.

Hacer una silla implica haber devorado con la mirada feliz vastos paisajes y maderas de valles, llanuras y montañas. Es, también, haber sucumbido a la seducción de aquellos árboles que crecen en silencio y se balancean al alba, bajo el dictamen de una imagen incógnita, que nada tiene que ver con la congoja o la alegría, sino con lo innombrable.

Por otro lado, es un acto de modestia, porque a menudo los materiales elegidos no acatan la leyes de la imaginación de cualquier ebanista testarudo internándose más bien -con sus fibras y sus gamas- hacia el sosiego y el equilibrio de las formas crípticas y mudas. Es también estar solo o acompañado, inmerso en una labor manual que no contradice en nada a las altas conjeturas y los felices razonamientos.

Quien trabaja en la construcción de una silla, iluminado por un atardecer cualquiera, necesariamente tiene que apelar al serrucho, pero también al vacío que deja la ausencia. Por ejemplo. Si dispone de un listón de laurel, sabe que determinado tramo exigirá un pedazo de nogal; si tiene entre manos un roble, ha de extrañar la dureza de la perilla. En todo caso, una silla empezada es una silla terminada -como toda obra humana- a la que sólo le falta el transcurso del tiempo para asumir otra vez la forma inicial que tuvo en épocas remotas, cuando el hombre solía afilar el hacha en cuclillas, sin intuir el sencillo mueble que le daría comodidad y lo incitaría al descanso del diálogo lleno de bromas o la conversación teñida por el cielo profundo.

Por lo tanto, quien hace una silla, en realidad construye dos, sabiendo muy bien que la verdadera siempre se quedará en los extramuros de la vida, observando no sin sorna cómo la otra sale briosa y campante a ocupar su sitio en el mundo efímero, remedo del sólido universo invisible.

Será por eso que un verdadero carpintero jamás hará visible lo invisible. Por el contrario, continuará con la escritura cifrada de sus antepasados, como aquellos que prolongan la tradición oral, renuevan un verso, acreditan la veracidad y belleza de viejas formas verbales, o jerarquizan el modo de saludar a los desconocidos cuando se conmueven hasta los tuétanos al decir "te quiero".

Por lo demás, una silla no es nada importante. Nada en ella nos promete la dicha. Una silla es una silla y nada más. Un objeto desprovisto de los atributos de la perfección, que sin embargo nos aguarda pacientemente al anochecer y nos saluda en las mañanas con el calor de las cosas leales e invariables: el silencio.

Y una silla repentinamente puede convertirse en suntuoso objeto de veneración, apta para confundir a los superfluos, a los que esperan la aparición de aquello que no convocaron con la oración del alma.

Yo hice tres sillas en el curso de mi existencia. Y las construí mandado por la voz de los montes. La primera -con madera de un cajón de vino- conserva todavía su color amarillo y su soledad: no la uso, porque está lejos y porque me pone triste. La segunda fue diseñada en la carpintería de un amigo, en el barrio de Achachicala, con listones del Alto Beni; es negra y de alto espaldar, y fue la compañera de mi soledad difunta durante varios años. Tampoco está aquí, en esta casa, donde acabo de concluir la tercera.

Esta pertenece a Jabuzialy. Tiene cuatro patas, dos de cedro y el par restante de nogal. Como fue construida a punta de cuchillo, serrucho, cola y martillo, lleva por todos lados -hasta en sus rincones más privados- pequeños soportes que han de impedir -estoy seguro de ello- que su propietaria la desgobierne en un acto de imprudencia o con la cabal conciencia de la dicha de existir. Las tablas donde deben reposar las nalgas son de ochoa, blancas y fibrosas; el espaldar lleva un grueso listón con los signos naturales de su procedencia, y unos tres pedazos de diversas tonalidades, metidos a presión. A parecida solución recurrí en la parte delantera. Y es pesada, como si deseara que no la movieran de su sitio, allí donde Jabuzialy examina el pasado del país sin que nada la inmute, salvo el atropello que entre nosotros resulta previsible. Está bien terminada y pulida, excepto las tablas de ocho, que trajeron consigo unas vellocidades vegetales inmunes a la lija más hirsuta. Inmunes a la mera estética, casi comprometidas con las dichosas veleidades cotidianas del ser humano. Entonces, no es una silla para un dios perdido, sino para una persona que acaba de pasar por un túnel y se obstina en mirar sentada el paisaje soñado aquella vez en que apostó por la vida sin retroceder ante el incendio.

Es muda esta silla pero de ningún modo solemne. Hecha de maderas ajenas ya a la savia vital de la tierra, con el brillo discreto de lo que transcurre al lado del ritual. Sentada allí, seguramente Jabuzialy se volverá más chistosa. Pero que no tiemble. Y que se sueñe con el inescrutable ardoroso avispón negro, aquel que lleva el sello de lo anormal y la cicatriz de la congoja. Porque bajo la protección de su fervor animal trabajé esta silla, en pacientes jornadas, sordo al ronroneo de la máquina de escribir de Jabuzialy, hasta desembocar, entre mate y mate, en la certeza de haber configurado un regalo. Sin otra ornamentación que la proscrita de este mundo: la inscripción del amor desenterrado.

* Jesús Urzagasti Aguilera. Tarija, 1941-2013.

Narrador, poeta y escritor.

Para tus amigos: