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Domingo 11 de octubre de 2015

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Revista Dominical

Migración, folklore y estrategias de inclusión en la América de Donald Trump

11 oct 2015

Por: Erick Fajardo Pozo

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Annapolis. Julio 04 de 2015. Un contingente de atléticos aborígenes de las selvas andinas irrumpe en territorio estadounidense, rompiendo la monotonía del desfile cívico del Día de la Independencia, que tiene lugar cada año, a pocas calles de la histórica Academia Naval de los Estados Unidos.

Penachos de plumas, arcos y largas lanzas toman la Main Street (o avenida principal) de la capital del estado de Maryland, al son de vientos y percusiones que evocan los sonidos de la selva y los tambores de guerra que cinco siglos atrás escuchara el emperador quechua Tupac Yupanqui, cuando sus ejércitos avanzaban sobre el Chaco, un territorio esquivo a la geopolítica incaica, en el límite sur de su imperio.

El primer contacto visual provoca un shock en la audiencia angloamericana. Las máscaras artesanales, importadas desde la lejana Bolivia, resaltan la severidad de los rostros indígenas y evocan las muecas hostiles de una tribu que resistió, con tenacidad de espartanos, la invasión del ejército más poderoso de la América prehispánica.

El incario había extendido su territorio desde Quito hasta Cuzco y de Cuzco al "lago sagrado" de los collas. Pero la belicosidad, el tamaño y el color pálido de esta indómita raza de "chunchos" (los aymaras los llamaron "yurajkaris" u hombres blancos), no tenía precedente en la experiencia militar quechua.

Años y miles de efectivos le costó al Inca someter a estas tribus y tal esfuerzo justificó que conservara vivos a los bravos tobas para exhibirlos como trofeo de guerra y exhibir su mística danza como una evocación del temible enemigo que habían sido. Los tobas, cautivos, empezaron así su dramático periplo de las cacerías y combates en las selvas a la rutina artístico-ritual en la capital del Tahuantinsuyo.

Todo cambió y casi nada cambió en 500 años. Su son de guerra todavía es rítmico e hipnótico. Inmunes a la fatiga, los "indios" danzantes sostienen armónicamente sus saltos por las tres millas del recorrido del Independence Day Parade, en medio de un trance inducido por las libaciones rituales previas a la puesta en escena.

La danza de los tobas llegó a los Estados Unidos con la segunda gran ola migratoria boliviana desde la Argentina, dos décadas atrás. Tiene sentido: los Tobas fueron una tribu nómada, desplazándose estacionalmente a lo largo de la cuenca de los ríos Bermejo y Pilcomayo, en un recorrido por una geografía sin líneas fronterizas; un territorio que después la cartografía occidental fraccionaría entre las repúblicas de Bolivia y Argentina, y aun sobre lo que hoy es Chile.

Los bolivianos son también un pueblo nómada. Se estima que al menos medio millón viven en el área de Washington DC, en el intersticio de un proceso de migración laboral continua pero estacional. Quizá por eso la fraternidad Tobas "Dinastía", con apenas una década en el circuito de la reproducción cultural boliviana en los Estados Unidos, cobra protagonismo en un proceso de penetración cultural en que otras expresiones coreográficas andinas como los Caporales, la Morenada o los Tinkus tienen mucha más trayectoria.

Y es que la de los tobas es la historia de una nación itinerante, cautiva y obligada a la servidumbre en la capital del imperio. Un pueblo conquistado que, en un acto de rebeldía final, se aferraba orgulloso a sus narrativas, preservando y reproduciendo sus sentidos simbólicos en su estética, música y danza en el corazón de la cultura dominante.

¿No es acaso también esa, de cierta forma, la historia del migrante boliviano, de su memoria ancestral y de la identidad de su descendencia en los Estados Unidos?

Washington D.C. Sábado 19 de septiembre de 2015. La fraternidad Tobas Dinastía se prepara para su ingreso por la Independence Avenue, en el marco del Cuadragésimo Cuarto Festival Latino. Un contingente de albañiles, mucamas, meseros y cocineros cubren su identidad laboral con vistosos trajes y máscaras y salen de la clandestinidad migratoria para marcar, con arte y con historia, su presencia en la capital del Imperio.

Cada gesto, cada paso, son iconemas de un lenguaje arcano, pero también movimientos de una nueva estrategia de inclusión cultural en la guerra contra el "apartheid migratorio".

Ahí, frente a las monolíticas estructuras del Museo Smithsoniano y detrás del muro del Trump Hotel, parecen emerger de la historia pugnando con sus saltos y sus gritos por entrar finalmente en el presente.

Es una batalla silenciosa con un enemigo ideológico invisible, una disputa pacífica pero intensa por reafirmarse en los espacios concretos y simbólicos de una nación que aprendió a valorar nuestra cultura, pero que aun no termina de asimilar la presencia del migrante hispano como coprotagonista de una nueva narrativa, más diversa e incluyente, sobre los Estados Unidos de Norteamérica.

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