Héroes y abusivos

Cuando estaba de vacaciones escolares, nada se comparaba a quedarse a dormir hasta tarde, asearse con tiempo de sobra, desayunar lo que mi mamá había dejado preparado y, con toda la flojera del mundo vestirme y alistarme para ir donde mi abuela. En aquel tiempo la televisión empezaba a las 6 de la tarde de manera que a esa holgazanería matutina la acompañaba la radio de moda, Nueva América, que con gran tino a las 10 de la mañana diariamente emitía una radionovela que marcó época, pues suplía a las acostumbradas epopeyas de Kalimán (mi héroe favorito) con otro tipo de aventuras similares, las de Arandú, el príncipe de la Selva. Una especie de Tarzán pero con alma latina y las mismas aptitudes de súper héroe.

Siempre digo que si mi abuela algún día por azares del destino caía en Buckingham a la hora del té y tenía que compartirlo con la reina y otras realezas, nadie se hubiera dado cuenta que era una plebeya paracaidista. Era una dama distinguida y multifacética de facciones y acciones que me dejaban maravillado. Obviamente de cuna y prendas humildes no tenía mucho qué lucir, pero lo que tenía lo hacía muy bien, pues sabía vestir y comportarse como la dueña de un abolengo sin par.

Su peinado era un globo en su cabeza y gastaba medio spray de laca "Carla Lorena" cada vez que lo peinaba. Daba placer verla frente al espejo, como con una maestría sin igual, acomodaba cualquier cabellito rebelde que se quisiera escapar de la perfecta estructura que remedaba al casco de un astronauta, pero que le sentaba muy bien.

Ni qué decir cuando empezaba a pintar sus inexistentes cejas y temblaban a la par, mano y cabeza, pero ambas cejas terminaban siendo una obra de arte y simetría sin igual. Luego escogía sus mejores pendientes y anillos que le hagan juego al vestido que iba a engalanar su prestancia. Nunca vi a mi abuela vistiendo pantalones y si hacía frío, abrigo y todo era un maniquí de la tercera edad. Me cabe decir que a todo ello siempre acompañaban guantes finísimos que le enviaba su hijo desde Estados Unidos y unas carteras pequeñas pero hermosas siempre haciendo juego con sus zapatos. En fin, una Mademoiselle en toda la extensión de la palabra.

Pero mientras esta rutina tomaba cuerpo día a día, en un pequeño espacio como ante sala a ese rincón que usaba como vestidor, estaba sentado en unas sillas "Don Alberto", su eterno amigo enamorado (sin derecho a nada pues mi abuela era una viuda de respeto), que al parecer gustaba de sus manías tanto como yo, y que mientras fumaba su pitillo "Casino" con verdadero placer. �?l encontraba en mi curiosidad, el mejor receptáculo para acunar sus memorias y así de soslayo hacer que mi nana escuche sus proezas y desventuras en la Guerra del Chaco y de esa heroica manera, tratar de impresionar el impenetrable corazón de la dueña de sus desvelos.

Cientos, sino miles, de proezas escuché durante años una y otra vez, cargadas de la más variada onomatopeya que pueda crearse y eran tan claras, tan detalladas sus narraciones que podía haber dibujado el Chaco sin conocerlo, y lo tenía tan bien grabado en mi mente, que cuando tuve la fortuna de conocerlo, era como si lo estuviera visitando de nuevo. Sus relatos eran tan repetidos que a veces cuando se le olvidaba algo yo le hacía recuerdo, pero no importaba, él tenía la necesidad de contarme y yo tenía la necesidad de conocer un héroe de carne y hueso tan valiente como el de mi radionovela favorita, pero ante todo, un héroe boliviano.

Desde cómo cargó solito a dos heridos por kilómetros hasta cuando rompieron el cerco de Campo Grande, sus historias eran diversas variadas y cada que contaba alguna, le aumentaba su cosecha y esa era la mejor parte, pero la que siempre viene a mi mente es una en la que resaltaba como la guerra es capaz de sacar la mejor y la peor parte de cada ser humano.

Estaban en una picada en plena batalla de Campo Vía, Alberto de comandante de sección en dos exploraciones había perdido a casi todos sus hombres y estaba tratando de recuperar a su patrulla e ir al punto de encuentro. Cuando al pasar por unos matorrales escucha a uno de sus hombres discutir con otro al que no entendía muy bien. Guiado por los gritos encuentra en un pequeño descampado a uno de sus soldados de nombre Eduardo Aguirre, "el Pollo", con los puños en ristre queriéndose agarrar a trompadas con un "Pila" que le doblaba casi en tamaño y seguramente en fuerza pero que se mostraba sumamente solvente para servirse al bolita jerga y todo.

Alberto en sus años mozos (yo lo conocí ya viejo y encorvado), seguramente medía 1,80 y de muy buen porte, no soportó semejante abuso, y tirando su fusil al suelo, se remangó la casaquilla y lo retó al brabucón a que se ponga con uno de su tamaño. El paraguayo ante semejante cambio de planes, en su poco castellano indicó que el problema no era con él sino con el petiso, así que ni se meta. La discusión no tenía fin, y nadie se daba lapos con nadie, hasta que el enano se puso firme y dijo: "Ya está de buen tamaño, yo a este le pego o me pega pero esto se acaba de una vez o la guerra se acaba primero". Lo mandó a Alberto aparte y le fue con todo al paraguayo. Ganó el paraguayo y de lejos, y es que la diferencia era mucha, entonces a Alberto le sobraron pretextos para sonarlo y dejarlo como campeón. Por abusivo y por "maricón". Llevó por todo lado y la victoria por fin estuvo de nuestro lado y como siempre yo terminaba admirándolo e imaginándome la alegría compartida con los camaradas, cuando al final de la refriega beligerante era la comidilla de la Compañía Tumusla durante la campaña en el sureste boliviano.

Hace una semana, en tierras trasandinas, Carlos Mesa asistió a la que seguramente los chilenos estaban esperando como una paliza mediática al portavoz de la demanda marítima boliviana, lo cual como todos sabemos no se concretizó, pues quien quedó realmente aturdido en una esquina esperando la campana salvadora, fue el periodista chileno al que no le quedaron formas de sortear los embates de conocimiento y cultura del historiador nacional.

Como si se tratara de una necesaria revancha, la diplomacia chilena buscó mediáticamente que los bolivianos les brinden a ellos la misma tribuna en un canal nacional, para que también puedan exponer su punto de vista y seguramente sus leguyescas razones para defenderse de la que ahora había sido, no otra cosa, la asonada de una beligerante Bolivia que resulta le había declarado la Guerra mucho antes de la invasión de Antofagasta y a los pobres no les había quedado otra que defenderse en situación muy desventajosa.

La ministra de Comunicación hizo efectiva la invitación, incluso folklóricamente, ofreciendo medios de transporte y demás gastos a cargo de nuestro Estado, la respuesta tardó en llegar pero cuando lo hizo, fue con un rechazo a la misma argumentando que no viajaría a Bolivia y que por el contrario si deseaban entrevistarlo tenían que ir a Santiago o en el peor de los casos hacer la misma vía Internet. Una respuesta que pinta de cuerpo entero la verdadera razón de la respuesta mapocha, la poca intención de enfrentar al periodismo nacional y exponer razones que se hubieran caído, lo sabemos, por peso propio.

Que similar situación a la del abusivo que busca con quien sacar ventaja y el temor de perder contra quien, con la fuerza y poder de la razón, fácilmente podría dejarlo en su lugar.

Después de una simbólica delantera que se tomó tras el primer fallo pronunciado por la Corte de La Haya, es necesario calmar aguas, poner la cabeza fría, ser medidos en el triunfalismo, pero también sacar ventaja política y mediática de este tipo de situaciones en las que se pueden exponer de forma clara, nuestra sólida demanda, para en un futuro, mantener con argumentos nuestra posición en las huestes legales.