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Domingo 27 de septiembre de 2015

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Cultural El Duende

La impronta indeleble de Gustavo Zubieta y Jaime Martínez

27 sep 2015

De: "La muerte y otros cuentos"

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De "Memorias gratas e ingratas de la práctica médica"

Estudiante de segundo año de Medicina

Gustavo Zubieta Castillo

Después de vivir un año en la casa de unos tíos, me mudé y alquilé una habitación en la zona próxima a la Facultad de Medicina, en el barrio de Miraflores. La superficie del cuarto tenía un espacio de 3 x 3 metros cuadrados, con una pequeña ventana que daba al jardín, por la cual penetraban directamente los rayos del sol de invierno. El anterior ocupante, un estudiante peruano que abandonó los estudios, me vendió todas sus pertenencias: una pequeña mesa, una silla y una repisa para colgar la ropa y poner los libros encima. Mi catre completaba el mobiliario necesario y suficiente para un estudiante solitario. Allí permanecí todo el tiempo que duraron los estudios.

Junto a mis escasas pertenencias, llevaba conmigo el cráneo en el que estudié los primeros conocimientos de la osteología. Otras piezas óseas del esqueleto que guardaba en un cajón de cartón, ocuparon el único sitio disponible que quedaba, debajo de mi catre. El cráneo estaba permanentemente en mi mesa sobre uno de los libros de anatomía, el voluminoso texto estampado de Testut, exponiéndome su calva calota como un pálido pergamino. Durante los acontecimientos de la Revolución de 1946, en su pelado hueso frontal escribí el siguiente cuarteto:

Quiero en tu calva estampar

un cuarteto fruto de mi dolor,

quiero en tu pasado despertar

odio al destino, a la humanidad amor.

Cuando la soledad me amargaba y no encontraba una moneda en el bolsillo, sentía la imperiosa necesidad de la presencia de un rostro con una sonrisa y un cuerpo que me diera el calor de su juventud; mientras estudiaba tenazmente para aprobar los programas, ciertas estrofas salieron de mis recónditas inclinaciones por la literatura, con el sabor de poesía:

Tristeza de un alma que no deja de amar,

soledad sin calma que no me puede pasar,

sentir en la entraña todo mi inútil amor,

sentir todo extraño y sólo conocer el dolor.

La parte posterior de la casa que habitaba, tenía sólo tres habitaciones dispuestas en fila, en uno de los lados del jardín, que era un cuadrado perfecto. A la derecha, ocupaba una habitación similar a la mía, un estudiante peruano que aprobaba los cursos de estudios, por etapas. Empezó a estudiar medicina antes que yo y terminó algunos años después. Era tan flaco y emaciado, que lo llamaban "el seco". Su espectro aparecía a altas horas de la noche o al amanecer, siempre furtivamente.

Su ventana estaba permanentemente cubierta con una frazada, en la que se proyectaba sólo la silueta de la luz del foco eléctrico, cuando él estaba estudiando adentro y cuando, ocasionalmente lo encontraba, salía de las tinieblas de su habitación, con el rostro trasnochado. Era inteligente y de ágil conversación. Trabajaba por las noches en ocupaciones desconocidas y estudiaba el mismo tiempo. Egresó de médico y se fue a su país con un diploma bajo el brazo.

A la izquierda vivía mi otro vecino, un judío refugiado de la Segunda Guerra Mundial. Era una habitación de las mismas dimensiones -pues las tres eran simétricas- en la que increíblemente tenía su fábrica de cera para piso. En la misma habitación vivía con su padre, un anciano de unos 80 años, en la cual como es de suponer, no ingresaban visitas porque simplemente no cabían. Salía todas las mañanas con un grasoso maletín de cuero en el que llevaba sus latas de cera etiquetadas, que iba a vender de casa en casa. En nuestros encuentros, intercambiaba algunos saludos conmigo en alemán_ "Guten morgen" (Buenos días); "Begetz es ihnen" (¿Cómo está?); "Auf wieder sehen" (Hasta luego)

Cuando ya estableció más relaciones con la gente de la ciudad, se hizo profesor de alemán. Nunca dejaba de fumar su pipa y caminaba caballerosamente provisto de un paraguas. Como todo europeo, tenía una extensa cultura sobre música clásica, y cuando las ventas de su industria iban bien, salía o entraba en su habitación tonadeando alguna pieza de Mozart, Schubert o de Strauss, a cuyo ritmo acompasaba sus pasos y giraba sobre la punta de los pies.

Años más tarde, supe que cambió radicalmente su vida. Conoció a una mujer abandonada con un hijo y se fue a su casa, a vivir con ella. Llegó a ser un esposo ejemplar, reconoció al hijo como en cuento de hadas, vivió más feliz en estas alturas lejos del recuerdo de los horrores de la guerra.

En 1946 yo estudiaba en el segundo curso de la Facultad de Medicina. El 21 de julio de ese año, me encontraba en mi pequeña habitación de estudiante, en compañía de dos compañeros. Uno de ellos había traído una pequeña radio por medio de la cual escuchábamos las noticias de los acontecimientos que sucedían en la Plaza Murillo. Aproximadamente a las tres y media de la tarde, por las emisiones radiales, nos enteramos de los trágicos sucesos que son parte de la historia, cuando fueron inmolados: el presidente Gualberto Villarroel, su Edecán Cap. Waldo Ballivián y su secretario Luis Uria, cuyos detalles históricos (creo que todavía incompletamente descritos), están citados por varios historiadores. Sólo quiero mencionar la profunda emoción que este hecho causó en mi espíritu.

Como había terminado la agitación que reinaba en esa ocasión salí a la calle, abandonando mi cuarto en el cual estuve refugiado casi todo el día, para ir a visitar a unos tíos mientras mis compañeros de estudio se dirigían a sus respectivos domicilios. Aproximadamente a las 6:30 de la tarde, cuando empezaban a encenderse las luces de la ciudad y el crepúsculo llegaba temprano a su fin en la estación de invierno, yo atravesaba diagonalmente la Plaza Murillo. Al llegar a la esquina de la plaza, en las calles Socabaya y Comercio, volví la mirada y vi las tres víctimas de la euforia macabra de los revolucionarios que se jactaban de haber terminado con la tiranía. En ese preciso instante se oyó un trueno que atemorizó a todos los que lo escuchamos.

Un relámpago iluminó el escenario. Las luces de la ciudad se apagaron y una ligera y corta lluvia completó el momento. Todos los transeúntes y curiosos desaparecieron y no se veía ni una sola alma en la plaza; yo apresuré el paso para dirigirme a mi destino. Ese momento, en la imaginación, la idea dominante era la comparación de la escena con el Gólgota: un mártir al centro y dos que compartían la tragedia. Pero ellos no eran ni el buen ni el mal ladrón, sino dos de los más leales y nobles colaboradores del Presidente. Quizás los conductores más honestos de la historia de Bolivia que tuvo el país.

Nunca había tenido la oportunidad de conocer al Presidente; pero al día siguiente presencié un cuerpo que exponía un tórax amplio y robusto, en el suelo de la morgue. El Presidente estaba allí. En los siguientes días continuaron las escenas macabras con otros colgamientos. La del My. Jorge Eguino y luego del ex oficial de Ejército Tte. Luis Oblitas, que padecía de una esquizofrenia delirante que se exacerbó esos días.

Durante los siguientes años, periódicamente se producían los "conatos revolucionarios". Y eran frecuentes los hechos sangrientos, oportunidades en que recibíamos heridos en las guardias del hospital, cuando ya era practicante en los últimos años de mis estudios de medicina.

De: "La muerte y otros cuentos"

Tres narraciones breves

Jaime Martínez Salguero

La furia de Artemio

Dos días antes, su amigo Eufronio lo visitó con un verdadero tesoro: una estatuilla de terracota, probablemente de manufactura Tiwanacu y un incunable americano, llegado a sus manos quién sabe de dónde. "Tú tienes caja fuerte en esta Biblioteca; por favor, guárdamelos hasta que los pueda entregar a su propietario", le dijo con la excitación del que ama el arte. Esa mañana le telefoneó: "Artemio, voy a recoger la imagen y el libro, tenlos a mano, pues voy a pasar por allí con mucha prisa".

El bibliotecario colocó la escultura sobre su escritorio para así admirarla a gusto, de rato en rato, mientras trabajaba. Al libro lo puso en un pequeño estante, junto a la enciclopedia recién adquirida. Afuera, el tumulto iba creciendo como la sombra se intensifica al anochecer. Los gritos se mezclaron en el estampido de los disparos de gas, y, luego, con el fatídico sonido de las balas, que vuelan en busca de acallar a la vida, en el paroxismo del enloquecimiento tecnológico del hombre. Los pocos lectores que ocupaban la sala de lectura fueron arrancados de los libros por una ráfaga de disparos que rompió los cristales de las ventanas y abrió huecos en las paredes. Todos estaban en el suelo, pálidos y temblorosos. Otros balazos los hicieron gatear hacia la puerta, en busca de seguridad. Como pudieron se escurrieron hacia la calle, y de allí, sálvese quien pueda.

Artemio, el bibliotecario, junto a su ayudante Agustín, cerraron el local y se fueron, cada uno por su lado, en busca de un camino para salvar el pellejo.

A los tres días de la intensa balacera, que dejó cerca de un centenar de muertos por manifestarse contra la política del gobierno, Artemio fue a trabajar. En cuanto abrió la puerta vio el desastre: trozos de vidrios esparcidos por el suelo, un pequeño estante caído, y libros desparramados por el suelo. En ese momento entró Agustín: "Mira qué calamidad nos ha llegado", le dijo, como respuesta al saludo. Levantó un volumen del suelo, estaba literalmente acribillado: como siete impactos lo habían atravesado, y por lo tanto era totalmente ilegible; tomó otro, lo encontró en igual estado, un tercero, lo mismo, pero, en este, las balas habían sido detenidas en la mitad del libro. "Para que veas que los libros también mueren baleados. Esto ha sido una verdadera masacre cultural", dijo fuera de sí, al levantar la estatuilla mutilada.

Ese aroma

Al colgar el teléfono tenía la cara desencajada y los ojos húmedos. En cuanto su mujer lo vio en ese estado, le dijo: ¿Qué ha pasado?

-Mi madre ha tenido un accidente en Cochabamba; no hay quién hable por ella con los médicos. Debo viajar urgentemente.

Una vez lista la maleta, la esposa fue con él hasta el Toyota de la familia, en el cual viajaría. Al despedirle, le dijo: "No te preocupes, Dios te va a acompañar"

Agriamente, él le replicó: "No puedo esperar a ese señor; si lo encuentro en el camino lo llevaré", y encendió el motor.

"Ni en este momento le tienes respeto, ateo, pero que Dios te ayude", murmuró le mujer, al verlo partir.

Había conducido como tres horas cuando comenzó a llover; esto lo puso de pésimo humor y acentuó la tensión nerviosa de Mariano, la cual se hizo más intensa cuando encontró un camión lleno de carga, arrastrando un remolque, abarrotado de mercancía y, por eso se desplazaba con lentitud. La estrecha carretera le impedía cruzarlo, tanto por las frecuentes curvas como por el tránsito en sentido contrario. Finalmente llegó a un tramo recto, pisó el acelerador a fondo y miró, que, por el otro lado un auto avanzaba velozmente hacia él. El ojo experto en estas maniobras calculó que podía pasar, mas perdió el control del carro y empezó a dar giros ocupando todo lo ancho del camino. A ratos parecía que iba a chocar con el auto, a ratos con el camión.

Con el primer bandazo, la portezuela del acompañante se abrió, y al completar el giro, se cerró suavemente. Mariano estaba petrificado, con la mente en blanco por el terror. Faltaba poco para impactar con el automóvil, pero el giro del vehículo lo puso, en la otra vía, y comenzó a avanzar en línea recta. En ese momento, por el espejo retrovisor miró cómo el camión iba quedando atrás.

Fue cuando aspiró un olor a jazmines mientras recuperaba la calma. Se dio cuenta que su rígido pie estaba lejos del acelerador y que tenía las manos crispadas sobre el volante. En cuanto pudo salió del camino y paró. Ahora sí tuvo plena conciencia del aroma a nardos y jazmines que, como otra atmósfera lo envolvía por todo lado. Admirado, miró alrededor y se dio cuenta que la portezuela derecha estaba mal cerrada, la ajustó.

En ese momento, como si brotara del suelo, un anciano apareció ante él. Aquellos ojos lo miraron con tal intensidad, por un instante eterno, que debió cerrar los suyos, sintiendo cómo el aroma a nardos se difundía por su sangre a todo el cuerpo. Los abrió cuando el anciano ya estaba lejos y la lluvia lo mojaba. Lo llamó: "Señor, lo puedo llevar"; pero, o el anciano era sordo o la tempestad le impedía oír. Mariano bajó del auto y corrió en pos del viejo. Lo fue buscando, pero no había huellas de pisadas en el barro. Empapado, volvió al coche, ya no había olor a nardos y jazmines.

¿Loco?

¿Cómo voy a morir? Le pregunto como se averigua qué día es hoy o de qué color es tu ojo; pero su respuesta duele. Loco. Eres un loco. La palabra me desgarra el alma y me hace sangrar por dentro. ¿Alguna vez, tú has tenido el sabor de la sangre en la boca junto al miedo en tu barriga? Por eso yo también me angustio: porque en seguida viene el pinchazo de la jeringa que mete líquido en mi vena, y quita la conciencia.

¿Cómo voy a morir? Nadie me responde. Por eso, ahora me pregunto hacia adentro: ¿Moriré en mi cama después de larga enfermedad? ¿La enfermedad de la vida que no piensa en la muerte? Loco. Desde chico, loco. El profesor que no atina a responder mi pregunta, loco, los amigos, loco.

¿Moriré de un balazo en la guerra? ¿Acaso la batalla de los pulmones por absorber un poco más de aire para el cuerpo es la más importante? Calla, loco, el médico llamando al psiquiatra. ¿Moriré en un accidente mientras me llevan al hospital?

La sirena se abre paso en la locura del tránsito que se aleja, asustado, de la voz de la ambulancia. ¿Cómo moriré? Veo cómo un coche deshumanizado, con la razón desviada por la técnica, nos choca.

¡Ay! ¿Y ese resplandor�?

Para tus amigos: