Cuando la soledad me amargaba y no encontraba una moneda en el bolsillo, sentÃa la imperiosa necesidad de la presencia de un rostro con una sonrisa y un cuerpo que me diera el calor de su juventud; mientras estudiaba tenazmente para aprobar los programas, ciertas estrofas salieron de mis recónditas inclinaciones por la literatura, con el sabor de poesÃa:
Cuando ya estableció más relaciones con la gente de la ciudad, se hizo profesor de alemán. Nunca dejaba de fumar su pipa y caminaba caballerosamente provisto de un paraguas. Como todo europeo, tenÃa una extensa cultura sobre música clásica, y cuando las ventas de su industria iban bien, salÃa o entraba en su habitación tonadeando alguna pieza de Mozart, Schubert o de Strauss, a cuyo ritmo acompasaba sus pasos y giraba sobre la punta de los pies.
Años más tarde, supe que cambió radicalmente su vida. Conoció a una mujer abandonada con un hijo y se fue a su casa, a vivir con ella. Llegó a ser un esposo ejemplar, reconoció al hijo como en cuento de hadas, vivió más feliz en estas alturas lejos del recuerdo de los horrores de la guerra.
En 1946 yo estudiaba en el segundo curso de la Facultad de Medicina. El 21 de julio de ese año, me encontraba en mi pequeña habitación de estudiante, en compañÃa de dos compañeros. Uno de ellos habÃa traÃdo una pequeña radio por medio de la cual escuchábamos las noticias de los acontecimientos que sucedÃan en la Plaza Murillo. Aproximadamente a las tres y media de la tarde, por las emisiones radiales, nos enteramos de los trágicos sucesos que son parte de la historia, cuando fueron inmolados: el presidente Gualberto Villarroel, su Edecán Cap. Waldo Ballivián y su secretario Luis Uria, cuyos detalles históricos (creo que todavÃa incompletamente descritos), están citados por varios historiadores. Sólo quiero mencionar la profunda emoción que este hecho causó en mi espÃritu.
Como habÃa terminado la agitación que reinaba en esa ocasión salà a la calle, abandonando mi cuarto en el cual estuve refugiado casi todo el dÃa, para ir a visitar a unos tÃos mientras mis compañeros de estudio se dirigÃan a sus respectivos domicilios. Aproximadamente a las 6:30 de la tarde, cuando empezaban a encenderse las luces de la ciudad y el crepúsculo llegaba temprano a su fin en la estación de invierno, yo atravesaba diagonalmente la Plaza Murillo. Al llegar a la esquina de la plaza, en las calles Socabaya y Comercio, volvà la mirada y vi las tres vÃctimas de la euforia macabra de los revolucionarios que se jactaban de haber terminado con la tiranÃa. En ese preciso instante se oyó un trueno que atemorizó a todos los que lo escuchamos.
Durante los siguientes años, periódicamente se producÃan los "conatos revolucionarios". Y eran frecuentes los hechos sangrientos, oportunidades en que recibÃamos heridos en las guardias del hospital, cuando ya era practicante en los últimos años de mis estudios de medicina.
Artemio, el bibliotecario, junto a su ayudante AgustÃn, cerraron el local y se fueron, cada uno por su lado, en busca de un camino para salvar el pellejo.
Con el primer bandazo, la portezuela del acompañante se abrió, y al completar el giro, se cerró suavemente. Mariano estaba petrificado, con la mente en blanco por el terror. Faltaba poco para impactar con el automóvil, pero el giro del vehÃculo lo puso, en la otra vÃa, y comenzó a avanzar en lÃnea recta. En ese momento, por el espejo retrovisor miró cómo el camión iba quedando atrás.
Fue cuando aspiró un olor a jazmines mientras recuperaba la calma. Se dio cuenta que su rÃgido pie estaba lejos del acelerador y que tenÃa las manos crispadas sobre el volante. En cuanto pudo salió del camino y paró. Ahora sà tuvo plena conciencia del aroma a nardos y jazmines que, como otra atmósfera lo envolvÃa por todo lado. Admirado, miró alrededor y se dio cuenta que la portezuela derecha estaba mal cerrada, la ajustó.
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