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Domingo 27 de septiembre de 2015

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Cultural El Duende

Por qué me gustan los pensadores anacrónicos

27 sep 2015

H. C. F. Mansilla

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En las largas horas del crepúsculo y en las interminables noches de mi desvelo vuelvo siempre a Séneca (4 a. C. - 65 d. C.). ¡Cuánto cinismo y cuánta sabiduría lado a lado! Tertuliano y otros pensadores cristianos dijeron que Séneca había tratado temas filosóficos con descuido y superficialidad y que sólo había alcanzado alturas notables en la inflexible entrega al vicio, pero esto es evidentemente una exageración. Séneca fue un hombre en sumo grado perspicaz, inteligente y laborioso. �l supo manejar sutilmente los hilos del poder supremo y penetrar con su mirada de águila en los recovecos que tiene el alma humana. Mientras componía sus tragedias y escribía sus tratados de ética, Séneca sabía aprovechar las oscilaciones del mercado de granos en Egipto para amasar la fortuna más grande de su época, que ya estaba acostumbrada a los grandes caudales producidos por la inusitada expansión del Imperio Romano a partir de Augusto.

Séneca fue un filósofo brillante y un buen regente del Imperio Romano bajo la minoría de edad del emperador Nerón. Su administración ha pasado a la historia como ejemplo de un gobierno eficiente y benigno. Sin tener grandes proyectos políticos y menos un programa revolucionario, Séneca supo dilatar el incipiente Estado de derecho, aseguró la vigencia de leyes justas y multiplicó los actos de la beneficencia pública. �l no pudo escoger la época en la que le tocó vivir ni el monarca a quien tuvo que colaborar. En este contexto aseveró Séneca: sabio es aquel que desprecia los bienes mundanos, pero no para rechazar torpemente su posesión, sino para gozarlos sin inquietud de espíritu. Una cosa es ser rico y poderoso; otra, la única detestable, es dar demasiada importancia a este hecho pasajero. Una cosa es tener abundantes bienes; otra muy distinta, el dejarse poseer por ellos. Nunca hay que renunciar a la riqueza, pero no hay que desesperarse si la fortuna desaparece. Si no sobrevaloramos los caudales, tampoco nos afectará su pérdida. Pobre no es aquel que tiene poco, sino el que desea siempre más. A menudo se puede alcanzar lo que es suficiente; aquel que se contenta con su pobreza es rico. Sería manifestación de burda arrogancia tanto el vanagloriarse del éxito económico como el tratar de encubrirlo.

Después de todo, dice Séneca, es tan poco lo que tenemos que dejar. Todos los días debemos despedirnos y desprendernos de algo. Dos cosas nos acompañan a donde quiera que vayamos: la naturaleza, que es común a todos, y nuestra virtud. Nuestro planeta, lo más bello que ha producido el universo (y lo más grandioso), y el espíritu que observa y admira este mundo, constituyen lo que nunca nos podrá ser arrebatado. Tenemos además el pasado como posesión inmutable: es nuestro todo lo que han creado los pensadores, los artistas y los profetas.

Retorno cada noche a la lectura de Séneca y a rememorar su muerte, ejemplo para toda la posteridad. En el momento de abrirse las arterias, obligado por Nerón, el gran hispano-romano exclamó que lo único importante que dejaba no era su inmensa fortuna ni sus experiencias en la cima del poder político, sino el ejemplo ético de una vida bien lograda. Nadie duda del leve acento de cinismo que posee toda la obra de Séneca, pero no se puede negar que fue un maestro del realismo, un hombre que sabía moverse muy bien en las procelosas aguas de la praxis diaria. San Agustín, como obispo de Hipona y Padre de la Iglesia, fue también un maestro de lo posible y lo prudente.

A una edad muy madura San Agustín (354-430 d. C.) escribió sus Confesiones, obra de fuerza imperiosa y carácter enteramente original. No hay duda de que San Agustín, inventor del género autobiográfico, exploró con suma perspicacia las posibilidades y los límites de nuestra memoria y nuestros recuerdos. Debo a San Agustín la convicción -la base de sus Confesiones- de que el alma humana es ambivalente: los propósitos más nobles conviven con los apetitos más abominables, los motivos más puros con las intenciones más turbias. Las ambigüedades de nuestro espíritu se originan en el ansia ilimitada de saber, que es, al mismo tiempo, un ansia irrestricta de poder. Dice este notable Padre de la Iglesia: el edificio de la consciencia tiene sótanos, recovecos y torreones, todos ellos con olores fétidos y apetitos repugnantes, que la mente racional no quiere reconocer como tales. Pero el alma encierra también el anhelo de conocer y amar a Dios y de vivir de acuerdo a Sus mandamientos. Este deseo empieza desde la profundidad de los fosos del pecado y del orgullo. Y esta es nuestra esperanza: del fondo de nuestro error puede emerger la luz del mejor conocimiento.

La porción más conocida de las Confesiones narra el profundo amor que el santo tenía por su compañera de vida, por la existencia familiar con ella y la compañía del hijo común. En forma conmovedora San Agustín describe una relación y una pasión que fueron enteramente satisfactorias en la esfera erótica, en el terreno estético y en el plano más arduo de lograr: la convivencia cotidiana. Y, sin embargo, la perfección de este vínculo fue precisamente lo que impedía el acercamiento de San Agustín a las verdades teológicas y a las labores eclesiásticas. La calidad excepcional de aquel nexo transformaba la preocupación por Dios en algo secundario y ocasional. Creo que hay algo de muy heroico y noble en la decisión de San Agustín de abandonar a su gran amor terrenal -y hacerlo con un dolor que nunca declinaría- para consagrarse a metas que a él le parecían superiores. En las Confesiones se percibe claramente lo que le costó aquella determinación. Hoy, en un mundo tercamente materialista y hedonista, la actuación de San Agustín nos parece una tontería o, por lo menos, algo anticuado e incomprensible. Pero sin aquella renuncia el santo no hubiera escrito las Confesiones y tampoco la Ciudad de Dios, no habría conocido tan claramente las profundidades del alma humana y no sería considerado como el precursor del existencialismo y del psicoanálisis. Es decir: para nosotros su sacrificio personal puede ser visto como una acción muy positiva para el progreso del intelecto humano y para conocernos mejor a nosotros mismos.

Sólo después de leer y releer las Confesiones durante mi época estudiantil en Alemania (1962-1974) -en medio de modas intelectuales signadas por un renacimiento del marxismo radical- me di cuenta del desamparo constitutivo del ser humano. Este Padre de la Iglesia se percató tempranamente de algo que se repite sin cesar: el anhelo de brillar en el campo de la política y los asuntos públicos es otra forma del instinto de poder, del deseo de servirse de otros seres humanos para fines propios y egoístas. Como lo dijo posteriormente Max Weber, el que se consagra a la política cierra un pacto con el diablo. Por otra parte, San Agustín nos recuerda que en los albores mismos de la creación intelectual el divino Homero nos mostró que la historia de los hombres es una cadena ininterrumpida de fatalidad, sufrimiento y miseria. La Ilíada representa un testimonio temprano de que la vida humana consiste en la experiencia continuada de pena, pasión y desacuerdo. Lo poco que sabemos -por encima de nuestras diferencias- es que los seres humanos estamos expuestos al mismo destino: incierto y a menudo cruel. San Agustín me enseñó que la vida es, en el fondo, el enlace precario de pequeños fracasos diarios, pero que, simultáneamente, tenemos que ser impermeables al desaliento y a la pesadumbre, porque debemos centrarnos en la búsqueda de soluciones prácticas, inspirados por la idea de que Dios no abandona a Sus criaturas. El trabajo cotidiano es una especie de consuelo y una fuente de sentido. Una buena parte de nuestras dificultades reside en nuestras flaquezas subjetivas, que son, por lo tanto, superables a través de afanes sostenidos. Es una bella teoría, sin duda alguna, que otorga poco margen al desánimo, pero que pasa por alto los obstáculos de naturaleza objetiva.

De todas maneras: San Agustín, adelantándose a la Escuela de Frankfurt, nos muestra que una parte importante de la filosofía política examina al individuo como un ser indefenso expuesto a los avatares de las sociedades modernas: la persona sometida al sinsentido de la historia y el destino, el ser pensante topándose con las perversidades del colectivismo, las tonterías de la opinión pública y las maldades del prójimo. Y este Padre de la Iglesia vislumbró que la solidaridad entre los mortales nace de esa experiencia de la soledad, el abandono y la incertidumbre, es decir de fenómenos que a todos nos toca sobrellevar más tarde o más temprano. Esa solidaridad frente al curso del tiempo -el gran destructor- es la que debería promover un entendimiento sensato entre los hombres. Un pesimismo consciente y crítico nos puede ayudar a evitar los extremos, lo que constituye de por sí una pequeña victoria de la razón.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua.

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