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Domingo 13 de septiembre de 2015

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Cultural El Duende

Continuación de ideas diversas

13 sep 2015

Fuente: César Aira

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Fontenelle: "Il n´est point de chagrín qui tienne contra une heure de lectura". No hay pena que resista una hora de lectura. Suena a verdad, al menos para algunos: el remedio universal a tristezas, preocupaciones y otros desánimos. Es cierto que hay quienes no leen nunca y se las arreglan con otros remedios. Supongo que Fontenelle se refería a gente como él y sus colegas y amigos, philosophes franceses dieciochescos para los que la lectura era un diálogo con la inteligencia y parte integrante de la sociabilidad.

También habría que preguntarse: ¿qué pena?, ¿qué lectura?, ¿qué hora? Y si la respuesta en los tres casos es "todos, todas"� le estamos dando a la lectura un carácter mágico, la extendemos sobre el mundo como una capa adherente de tiempo.

*-*

Fui un lector muy precozmente intelectual, muy highbrow y no poco snob, muy literario. A los catorce años ya estaba leyendo a Kafka, a Proust, a Borges. Quería ser escritor, y me reflejaba en los grandes escritores que admiraba. Mi padre, que no podía estar más lejos del mundo de la literatura, leía a la noche en la cama, antes de apagar la luz, unas novelitas de vaqueros, de un autor de que llamaba Marcial Lafuente Estefanía. Siempre había una en su mesa de luz. Eran unos libros chicos, con tapas de papel, no más de cien páginas en papel barato. A veces por la tarde yo iba a tirarme en su cama y les echaba una mirada. Leía un poco, no creo que mucho porque mi gusto ya estaba envenenado, y no podía encontrarles ningún mérito, ni siquiera el del entretenimiento. Volvía pronto a mi dieta de Historia de Literatura, pero no sin un vago sentimiento de nostalgia. Nostalgia de la liviandad, de la impunidad, de una cierta libertad que faltaba en mis autores de cabecera. Yo quería ser un gran escritor, un genio, como Kafka o Proust, pero esos escritores estaban cargados con la inmensa responsabilidad de mantener la calidad, de construir su Obra-Vida, de no apearse del monumental camello de lo Sublime... Exagero, pero lo hago para dar una idea del contraste que sentía entonces. Y de un conato de angustia que sentía palpitar dentro de mí. Porque siendo un genio como quería ser tendría que renunciar al dichoso anonimato de Marcial Lafuente Estefanía (perfectamente anónimo a pesar de sus tres sonoros nombres), que no tenía nada que temer de los críticos ni de los historiadores de la literatura y podía escribir lo que se le diera la gana, de una novelita por semana, que era el ritmo en que aparecían, como una artesanía feliz y despreocupada. Nunca resolví la contradicción, y creo que a lo largo y ancho de mi vida de escritor escribí sin tratar seriamente de resolverla.

Mientras escribía lo anterior recordé algo que me dijo mi padre una vez sobre sus lecturas. Debió de causarme una impresión especial porque recuerdo la circunstancia: viajábamos en tren, no sé adónde ni por qué, pero seguramente era un viaje largo, porque él había llevado una de las novelitas de marras y la iba leyendo. No recuerdo si yo le saqué conversación al respecto, pero me dijo que sospechaba que los autores (el plural era una elocuente intuición sobre el anonimato esencial de esa materia) debían de tener algo así como módulos previos (no usó esa palabra, pero era lo que quería decir) con los que "armaban" cada novela, ahorrándose trabajo. Apuesto a que era una sospecha bien fundada. Me hizo soñar con novelas que se escribieran solas, o con una ingeniosa máquina que produjera novelas a entera satisfacción del autor y felicidad del lector. Me anticipaba a los sueños razonados de Raymond Roussel.

*-*

¡Había oído decir que la gente suele pensar en un muerto querido al hacer o decir ciertas determinadas cosas, por una asociación automática!, y creía que no era mi caso, hasta que me di cuenta de que yo también lo hacía, y ahora mismo lo estoy haciendo. Tenía un amigo, que murió, muy puntilloso en cuestiones de idioma. Un día, charlando sobre el tema, se quejó de un error muy frecuente (que en realidad casi nadie considera un error), cual es usar la palabra "ahora" en una narración en pretérito, para significar el presente de la acción del relato. Le di la razón distraídamente, acostumbrado como estaba a sus quisquillosos escrúpulos de corrección. �l sacudió la cabeza con desaliento y dijo: "Ya me estoy resignando. Es una batalla perdida". Yo mismo debía de usar ese "ahora" fuera de lugar, y él lo habría visto en mis libros, y eso le estaría haciendo perder las esperanzas.

Pasaron los años, mi amigo murió, y hoy día cada vez que estoy a punto de escribir "ahora" en un relato en pasado (y soy muy dogmático en escribir mis relatos siempre en pasado) me acuerdo de él y busco una alternativa. Me acuerdo de su gesto y de sus palabras, "es una batalla perdida", que me hacen sonreír por la incongruencia entre el fragor de una batalla, además perdida, y un error tan mínimo, y además discutible. Pero, por lealtad, sigo remplazando ese "ahora" que estaba por poner por un "entonces" o "en ese momento" o una perífrasis más elaborada.

Apuesto a que él jamás habría pensado que esa observación, una entre tantas, pronunciada en una de las larguísimas charlas que tuvimos durante tantos años, iba a ser su monumento funerario en mi mente y mi corazón. Aunque no debe de ser casual que sea justamente la palabra "ahora", ese presente incorrectamente injertado en el pasado, la que me lo devuelva.

César Aira. Escritor

y traductor argentino, 1946

Tomado de Continuación de ideas diversas. 2014

Fuente: César Aira
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