Jueves 10 de septiembre de 2015
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En países en los que el Estado de Derecho está vigente, al final de un período constitucional se presenta como opción una de las bases fundamentales de la democracia: la alternancia de líderes y partidos. Hasta aquí, esto es generalmente aceptado como razonable y, por supuesto, tiene validez. Pero qué sucede cuando antes del término de un período constitucional, el gobernante y su partido han caído en las preferencias ciudadanas y ya no representan a la mayoría de los ciudadanos. ¿Es democrático un gobierno, ya minoritario, que intenta seguir imponiendo políticas rechazadas por el pueblo?
Winston S. Churchill afirmó: «Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás formas que han sido probadas en su oportunidad». Esta imperfección se hace mayormente perceptible cuando los jefes de Estado y los gobiernos pierden apoyo popular. Esto sucede en América Latina, según encuestas confiables.
La agobiada presidente de Brasil, Dilma Rousseff, es apoyada por poco menos del 8 % de brasileños, y una mayoría perceptible propician su salida del gobierno. Es sugerente que el propio vicepresidente brasileño, Michel Temer, haya sostenido públicamente «Nadie va a resistir tres años y medio más con este índice tan bajo de popularidad. Si la economía mejora, puede volver a un nivel razonable. Pero si ella [por Dilma] continúa con un 7 u 8% de popularidad será muy difícil».