Loading...
Invitado


Domingo 30 de agosto de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

Mallarmé

30 ago 2015

Paul Valéry

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

El propósito más elevado debe ser también, necesariamente, el más difícil de concebir con precisión, de emprender y sobre todo, de sostener.

El propósito más difícil de concebir, de emprender y sobre todo, de sostener en arte, y particularmente en poesía, es el de someter a la voluntad reflexiva la ejecución de una obra, sin que esta condición rigurosa, deliberadamente adoptada, altere las cualidades esenciales, los encantos y la gracia que debe acarrear y transportar toda obra que pretenda seducir a los espíritus con las delicias del espíritu.

Stephane Mallarmé fue el primero (y sin duda el único, hasta ahora) en concebir y sostener, a lo largo de su vida, la propuesta de realizar lo que él quería en un dominio espiritual en donde, según confesión universal e inmemorial, la acción voluntaria es casi impotente; en donde los felices éxitos son el resultado de la suerte, o de no se sabe qué dios inconstante que no atiende a ninguna súplica, a ningún trabajo y al que ningún sacrificio de tiempo o de pensamiento alcanza. Existió, y existe todavía, el misterio de la inspiración, que es el nombre que algunos dan a la formación espontánea del discurso, o de ideas estimadas maravillosas, y de las que uno se siente naturalmente incapaz. En esos casos, uno es asistido.

Parece que Mallarmé padeció, desde los veinte años, esta precaria condición del espíritu como una humillación de la inteligencia. Además, se sabe que aspiraba a la mayor pureza, y ello lo conducía a aceptar la inspiración sólo en situaciones excepcionales. Cuando se habla de la esterilidad como de su tema (o como tema de otros) a menudo se olvida que esta indigencia puede ser el efecto de un exceso de escrúpulos y rechazos. Hay que tratar una tonelada de blenda para obtener Una partícula de sustancia activa. Diría (por mi cuenta y riesgo) que Mallarmé, al llevar el problema de la voluntad al grado extremo en que lo hizo, se elevó de la inspiración, que dicta un momento del poema, a la iluminación, que revela la esencia misma de la poesía.

A partir de 1865 no hay una sola línea suya en la que no se advierta que ha sido como repensada y revivida la innumerable invención del Lenguaje, colocándose a una altura a la que nadie, hasta entonces, había soñado siquiera aspirar. Allí se mantuvo hasta el último día, en íntima contemplación de una verdad cuyas prodigiosas revelaciones no quiso comunicar sino mediante pruebas.

Esta verdad revelada debía -pienso- establecer un conocimiento inaudito de la poesía, un conocimiento que confiriera a esta producción del ser, a este arte del espíritu, un valor distinto de aquel que una tradición ingenua, bien acogida por la pereza general del intelecto, le asignaba. No se trataba ya de una diversión, aunque esta llegara a ser sublime.

Por encima de lo que se denomina Literatura, Metafísica, Religión, surgió el nuevo deber de ejercer y exaltar la más espiritual de todas las funciones de la Palabra, aquella que no intenta demostrar nada, ni describir, ni representar nada y que tampoco promueve ni afirma ninguna confusión entre lo real y el poder verbal de comunicar, para un fin supremo, las ideas que nacen de las palabras.

En la poesía del pasado, y también en la de su tiempo, Mallarmé percibía fragmentos de una obra universal, magnífica, aunque sólo oscuramente presentida, ya que ninguno de los grandes escritores pudo advertir ni el principio ni la totalidad de ella. Veía en esa obra, aún en ciernes, la empresa esencial del género humano, que enunciaba familiarmente así: todo terminará por ser expresado, pues el mundo fue hecho para desembocar en un hermoso Libro; si existe un misterio del mundo este aparecería en un Premier-Paris del Figaro. Estos propósitos surgían de la sustancia de un pensamiento que Mallarmé, en la conversación, no revelaba sino por indicios. Pensamiento maravillosamente simple.

Intento imaginar una meditación más ceñida, ansiosa y vital, aunque alentada por ese objeto insignificante para la vida: la poesía. ¿A qué podría responder pues esa pasión del intelecto que lo atormentaba tan profundamente, alteraba la facultad y hasta el derecho de dormir, y lo volvía insensible a las exigencias onerosas de sus intereses, si no se trataba de un Soberano Bien que sentía vivo dentro de sí, y que con un poco más de constancia, de tensión, de esperanza aguda, podría acaso liberar sin dificultad a cada instante?

Esta mística singular y devoradora debió precisarse en una concepción del Lenguaje -casi digo: del Verbo. Además, gracias a esta sublimación, se pueden invocar también los usos de la palabra que no satisfacen necesidades prácticas, que sólo tienen sentido con relación a un universo totalmente espiritual, y que poseen la misma naturaleza profunda del Universo poético: la plegaria, la invocación, el encantamiento, suelen engendrar los seres a quienes se dirigen.

El Lenguaje se convierte, de este modo, en un agente de "espiritualidad", es decir de transmutación directa de los deseos y emociones en presencias y poderes casi "reales", sin la intervención de medios psíquicamente adecuados.

Pero ni la emoción, ni la creación poética se apartan de las formas que les dan origen. La Belleza es la soberanía de la apariencia. Resulta de un modo de ser que nos es propio y que imponemos a la materia que nos rodea.

El artista, en el plano del lenguaje, se conforma con desarrollar su talento en obras sucesivas, según la ocasión o el azar que un cierto tema o asunto le brinda. A veces -casi jugando- cierto fragmento le llega al espíritu y lo tienta o lo desafía a proseguir o igualar aquella perfección, mediante recursos reflexivos.

Pero nuestro Mallarmé, desde que estuvo en posesión de su certeza y de su principio poético, es decir desde que su Verdad lo hubo cambiado en sí mismo, se volcó sin descanso ni reserva, sin repetición ni retroceso, a la empresa inaudita de aprehender, en su máxima generalidad, la naturaleza de su arte, y luego, mediante una enumeración a lo Descartes, a determinar las posibilidades del lenguaje, clasificando todos los medios y ordenando todos los recursos. En otro momento comparé esta búsqueda con la que desembocó en la invención del álgebra a partir de la aritmética y sus procedimientos particulares.

Separado de sus usos prácticos, el lenguaje puede recibir diversos valores suntuarios que se denominan filosofía, poesía, o de cualquier otro modo. Sólo se trata de provocar la necesidad de estos empleos. Ello es esencial, pues los nuevos desarrollos, las nuevas formaciones intentadas, pueden ser muy ambiguas y provocar sorpresas y dificultades de comprensión. Pero cuanto más estimulada y exacerbada haya sido la necesidad, mayor energía dispondrá el lector para reducir las resistencias del texto, y en ello podrá encontrar a menudo un legítimo orgullo.

Este análisis trascendente de los principios positivos de la poesía, comprometió a Mallarmé en un trabajo de precisión interminable. Le parecía que la sintaxis habitual solamente aprovechaba una pequeña parte de las combinaciones compatibles con sus reglas: aquellas cuya simplicidad permite al lector desplazar la mirada sobre la línea y saber ya a lo que se refiere, sin experimentar el lenguaje mismo, de modo semejante a como se percibe el timbre de una voz que nos va contando cosas. Mallarmé investigó de nuevo todas aquellas combinaciones con una audacia y un ingenio que provocaron exclamaciones de horror en unos y de admiración en otros.

Demostró con sorprendente felicidad, que la poesía debía suministrar valores equivalentes a los significados, a las sonoridades, a la propia fisonomía de las palabras, las cuales, contrapuestas o articuladas con habilidad, podían producir versos de una plenitud, un resplandor y resonancia nunca oídos. Las rimas, las aliteraciones, por una parte; las figuras, los tropas, las metáforas por otra, ya no serían detalles y ornamentos del discurso que se podrían omitir sin consecuencias. Estas eran ahora propiedades sustanciales de la obra. El fondo ya no es considerado como causa de la forma, sino como uno de sus efectos. Cada verso llega a ser una entidad que posee razones físicas para existir. Es un descubrimiento, una especie de "verdad" intrínseca arrancada al azar. En cuanto al mundo, a la totalidad de lo real, tiene como única razón válida permitir que el poeta juegue contra sí mismo una partida sublime, perdida de antemano.

Tomado de Poesía y poética n° 17

Para tus amigos: