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Domingo 30 de agosto de 2015

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Cultural El Duende

Un intelectual incómodo en un medio que privilegia la astucia como principio vital

30 ago 2015

H.C.F. Mansilla

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Siempre pensé que mis escritos interesarían solamente a algún erudito imprevisible de tiempos futuros. Elaboré mis libros y ensayos pensando exclusivamente en algún oscuro investigador de siglos venideros, con el altivo y único propósito de dejar para la esquiva posteridad el testimonio de alguien que no se plegó a las tendencias de moda, a las grandes líneas ideológicas predominantes y a las imágenes de la estulticia generalizada que producen los medios masivos de comunicación. El principio rector que me ha guiado es muy simple. El maestro Theodor W. Adorno solía repetir en el aula las famosas palabras del novelista británico George Orwell, el autor de la utopía negra "Mil novecientos ochenta y cuatro": la única labor del intelectual es decir al público lo que este no quiere escuchar. Esto me ocurrió hace más de medio siglo, cuando las universidades alemanas irradiaban todavía principios humanistas y antes de que estas instituciones se convirtieran en centros de formación de técnicos y tecnócratas, un fenómeno que afecta a casi todas las universidades del mundo. En mi época universitaria (1962-1974) la enseñanza más valiosa era poner en cuestionamiento lo obvio y sobreentendido y dudar de las modas avasallantes del momento, precisamente por encarnar la fuerza normativa de lo fáctico. Es importante señalar que decir lo que la gente no quiere oír constituye una misión intelectual que no brinda réditos materiales ni reconocimiento de ninguna clase, y mucho menos una audiencia política aceptable.

En el otoño de la vida uno se acuerda con gratitud de sus maestros. Ellos me enseñaron el entusiasmo por las ideas, la admiración ante la belleza del cosmos y el asombro frente a las patologías de la vida social. Y la necesidad de combinar todo ello con rigor y disciplina para esclarecer lo que parece incomprensible. Si bien no podemos pretender una comprensión cabal de la realidad, debemos usar nuestros esfuerzos intelectuales para construir un camino precario y provisional que nos permita vislumbrar algo cercano a la verdad, si es que existe algo tan inasible como la verdad. Siguiendo este programa, he tratado desde la primera juventud de evitar dos extremos: la seguridad dogmática en torno a presuntas verdades establecidas por creencias inconmovibles, por un lado, y el pesimismo doctrinario con respecto a nuestras capacidades cognoscitivas, por otro. Los asuntos humanos se mueven generalmente en medio de un complejo entramado de tonos grises, en el cual las certidumbres adquiridas duran poco tiempo, pero donde tampoco se puede postular el todo vale o el relativismo categórico de los postmodernistas en cuanto principio rector permanente.

En el contexto donde me tocó vivir -el ámbito de lo gris, es decir: de lo ambiguo- parece útil referirse a algunos temas centrales que no han merecido la atención debida de parte de los intelectuales bolivianos. Se puede privilegiar una visión intelectual que haga énfasis en las rupturas y los cortes revolucionarios que ha sufrido el país, pero también es importante un análisis que estudie las notables continuidades que subyacen a la evolución de esta nación. Entre estas últimas se puede mencionar las siguientes: la expansión de la cultura política del autoritarismo en todos los sectores sociales y étnicos, el poco interés por la perspectiva de largo plazo, el prestigio muy limitado atribuido a la institucionalización de la administración pública, la escasa consideración de los derechos de terceros, la tendencia a la anomia generalizada, es decir a la ley de la selva, y la clara preeminencia de que goza la astucia sobre todas las formas de inteligencia.

En una sociedad fuertemente tradicionalista como la boliviana, la actuación adecuada de todo individuo está dirigida a embaucar al prójimo o, por lo menos, a intentarlo. La divisa normativa de la gente es la mencionada y criticada por Alcides Arguedas: piensa mal y acertarás. Constituye también una estrategia de defensa, un procedimiento para hacer frente a enemigos reales o imagina­rios, contra los cuales no se puede o no se debe luchar de frente. Esto presupone un plan de estrategia instrumen­tal para neutralizar los intentos de engaño que provienen de los otros. La astucia, y no la inteligencia, es, en el fondo, lo que predomina sin excepción en la esfera política. Pero los partidarios de las mañas y artimañas, de las trampas y zancadillas con efectos políticos -en Bolivia y en cualquier parte- olvidan una dimensión fundamental de la problemática. Francis Bacon, el gran pensador y estadista británico, explicó que hay una diferencia importante entre la sabiduría genuina y la perspicacia práctica: el pícaro puede moverse muy bien en los entresijos del poder y las instituciones mediante una estrategia instrumental, pero no comprende el conjunto ni puede percibir los fenómenos que van allende lo muy conocido. El bienestar de la sociedad a largo plazo exige conocer a tiempo las connotaciones sociopolíticas y culturales que duran décadas, y por ello la sabiduría sería un bien superior a la astucia.

La generalización del estado anímico, la prevalencia sistemática de la astucia sobre la inteligencia y la disgregación de las instituciones pueden conducir a la naturalización de lo fáctico, como la describió Franco Gamboa Rocabado al examinar este fenómeno. Se acepta lo existente en un momento dado como si fuese lo lícito y lo sensato, y luego como si fuera la única norma fundamental de vigencia social universal y, por ende, lo único éticamente recomendable. Así se legitimiza las costumbres del instante por ser las predominantes y se justifica las prácticas del lugar por ser las exitosas de la coyuntura. El resultado final es aceptar como lógico y permanente el código convencional de la astucia -es decir: lo momentáneo por excelencia-, lo que equivale a una declinación civilizatoria, a una caída en niveles histórico-culturales que ya habían sido superados en etapas anteriores.

En contraposición a todo esto deberíamos intentar un análisis sobrio de los diversos fenómenos de autoritarismo, que nos muestra las imbricaciones existentes entre el progreso material, el desarrollo tecnológico, la decadencia del individuo, el rol de los medios masivos de comunicación y la instauración de un populismo modernizado, que puede tener, paradójicamente, una enorme resistencia a cambios razonables. Estos regímenes muestran un marcado desinterés por la protección de ecosistemas en peligro y, en general, por medidas pro-ecológicas favorables al medio ambiente en el largo plazo. América Latina exhibe un amplio abanico de regímenes que pueden desembocar en un autoritarismo abierto. Se trata de sociedades ya urbanizadas y semi-industrializadas, en las cuales se puede constatar una población dilatada de individuos atomizados, que viven un desamparo existencial y que están a la espera ansiosa de la figura paternal-patriarcal que les enseñe sin muchas contemplaciones el sendero correcto. Y en esta constelación encontramos a una contra-élite revolucionaria convertida en la nueva clase política, celosa de sus prerrogativas, rutinaria en sus valores de orientación, convencional en su comportamiento y extremadamente egoísta a la hora de compartir la responsabilidad gubernamental.

Como decía uno de mis grandes maestros, al final de la carrera y de la vida se sabe menos que al comienzo, porque se percibe claramente la fragilidad de los grandes modelos, la futilidad de todo esfuerzo sostenido, la debilidad de nuestra especie y la inclinación de los humanos de repetir los mismos errores bajo ideologías que pretender ser innovadoras y atrayentes. Y hasta la felicidad individual aparece como el tenue resplandor de unos instantes, la dicha de ciertos momentos y, ante todo, como la falsa seguridad que proviene de nuestras confusiones y, sobre todo, de nuestras nostalgias. Pero aun así, en medio del proceloso mar de las dudas, no hay que abandonar, como enseñaron los estoicos, una actitud serena y un vestigio de esperanza.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctorado en Filosofía. Académico de la Lengua

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