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Para Pedro Maitán, un hombre de mediana edad, con formación académica y único vástago de una familia acomodada, la vida se le volvió en un infierno desde que su esposa, desilusionada por las promesas no cumplidas antes de la noche de bodas, se propuso poner fin a los altibajos amorosos que minaron su relación de pareja en poco tiempo y, para demostrar que la cosa iba en serio, ella decidió marcharse de la casa que compartÃan desde el dÃa de su matrimonio.
Pedro Maitán, enterado de la decisión de su esposa, sintió ganas de volarse los sesos de un tiro, sin medir las consecuencias de lo que esto implicarÃa para toda su familia, que desconocÃa que su vida se tornó en un verdadera pesadilla desde que cayó en el vicio de los juegos de azar y quedó atrapado en las garras del alcohol.
En vano su mujer intentó persuadirlo, una y otra vez, para que cambiara de actitud y dejara la copa y los juegos de azar. Ã?l no aceptaba las explicaciones sobre la gravedad de sus adicciones y rechazaba enérgicamente cualquier insinuación en torno al tema. De modo que, desoyendo las palabras de su hasta entonces cónyuge, se hundió más en el trago y en el póker, que él juagaba todas las noches delante de la pantalla de la computadora, hasta después de las tres de la madrugada, sin considerar los sentimientos de quien, noche tras noche, lo esperaba en la cama hasta quedar profundamente dormida. Estaba claro que Pedro Maitán, como todo hombre entregado en cuerpo y alma a sus adicciones, preferÃa más los juegos de azar y las copas antes que acostarse con ella.
El dÃa en que su esposa se marchó de casa, sin despedirse ni dejarle la dirección de su próximo destino, Pedro Maitán se hundió en una profunda depresión y sintió ganas de quitarse la vida, pero como sus adicciones eran más fuertes que sus instintos de muerte, pensó aliviar sus penas con más tragos de aguardiente. Asà terminó perdiendo el cómodo trabajo que tenÃa en un banco de créditos y el fluido contacto que mantenÃa con amigos y familiares. Gastó sus ahorros en el consumo de licores y se encerró durante semanas en su habitación, donde pasaba el tiempo jugando al "póker on-line" y bebiendo como un maldito, hasta que se quedaba dormido en la silla, delante de la pantalla de la computadora, con la cabeza y los brazos apoyados sobre el escritorio.
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Cuando despertaba entre las nubes de una tremenda resaca, como retornando a la vida tras un letargo parecido al olvido, estaba poseÃdo por un amargo sentimiento de culpa, como si hubiera cometido un ilÃcito imperdonable, debido a su educación cristiana y a los preceptos ético-morales que aprendió en la familia, la escuela y la iglesia, donde le inculcaron la idea de que el alcohol es tanto el almÃbar como la hiel del diablo y que, tarde o temprano, conducÃa por el camino de la perdición.
No faltaban los dÃas en que su cuerpo, temblando como una hoja por la maldita abstinencia, le pedÃa mayor cantidad de alcohol. Entonces, para aplacar su angustia y arrancarse el espantoso regusto que la noche anterior le habÃa dejado en la garganta y el pecho, volvÃa a destapar otra botella y se vaciaba al garguero cuatro copas seguidas.
Cada vez que dejaba de beber de golpe, luego de un periodo prolongado en el que no ingerÃa alimentos sólidos ni lÃquidos hidratantes, volvÃa a estar a merced del sÃndrome de abstinencia y pasaba las noches en vela; sentÃa insoportables dolores de cabeza, ansiedad, temblores, calambres, náuseas y , hasta que el delÃrium trémens, un episodio agudo de delirio por el sÃndrome de abstinencia, le sumergÃa en un silencio insondable y una soledad absoluta, en la que no escuchaba más que su propia respiración, brotándole por la garganta con un sonido ronco y enervante.
Pedro Maitán, tras varias semanas de llevar una vida entregada al juego y al alcohol, terminó con la moral por los suelos, como todo alcohólico cuya depresión se caracterizaba por un estado de permanente melancolÃa. Estaba seguro que nada merecÃa la pena, que todo era absurdo, incluso su propia existencia. Sus ideas de autoacusación y autodesprecio, que no cesaban de rondarle por la cabeza, le inducÃan a pensar, una y otra vez, en poner fin a su vida; tenÃa el cuerpo y la palma de las manos empapadas de sudor, la piel pálida y llena de ronchas. En el peor de los casos, su alterado sistema nervioso e inestabilidad emocional le producÃan alucinaciones y sufrÃa delirios como un esquizofrénico. Se sentÃa fuera de tiempo y lugar, como si, en vez de alcohol, hubiese consumido drogas alucinógenas, que le provocaban desolación y le hacÃan ver imágenes fantasmagóricas allà donde ponÃa la mirada.
Siempre que dejaba de beber, por uno o dos dÃas, padecÃa de un escalofriante delÃrium trémens y un severo trastorno mental, que lo llevaba a experimentar sensaciones terrorÃficas: oÃa voces extrañas, aullidos de lobos, risas de niños y quejidos de mujeres. No pocas veces, al borde de sufrir un colapso nervioso y arterial, distinguÃa a su alrededor a personas famélicas, de caras pálidas, ojos vidriosos y narices como trompas, expresándose en idiomas que no entendÃa. Y, cuando las personas desaparecÃan de la habitación, veÃa enormes arácnidos y reptiles desplazándose por las paredes y el techo.
El delÃrium trémens, que se apoderó de su cuerpo y su mente, causaba estragos en su vida. Asà fue como una mañana, a poco de escapar de una pesadilla y abrir los ojos, vio su propio cadáver arrojado en el piso, mientras un buitre intentaba devorarlo arrancándole las vÃsceras con las garras y el pico. Y, aunque lanzaba chillidos y pedÃa auxilio a grito pelado, como un condenado fugándose del purgatorio contra viento y marea, no encontraba ayuda ni consuelo, pues su alcoholismo era tan grave que, más que una enfermedad crónica, parecÃa una maldición del diablo.
Algunas veces, sin dejar de pensar en la mujer que se marchó de su vida, sin despedirse ni dejarle pistas donde pudiera reencontrarla para suplicarle perdón y prometerle que no volverÃa a caer en los juegos de azar ni las bebidas, cerraba los ojos y buscaba en su memoria las causas de su fatal destino. Los recuerdos bullÃan en su mente, como carruseles que daban vueltas y vueltas, hasta que caÃa en la cuenta de que las horribles sensaciones que lo aquejaban no eran más que el espeluznante fruto de una vida en constante pecado.
Otras veces, mientras estaba tendido de espaldas en la cama, con la mirada clavada en el cielo raso y el cuerpo cubierto de sudor, tenÃa la sensación de que una copa caÃa de su mano y que, en lugar de hacerse añicos contra el piso, rebotaba como una pelota de goma. Entonces, cubriéndose el rostro con las manos, pensaba que quizás aún no estaba bien despierto y que aquello era tan sólo una pesadilla; pero no, no era una simple pesadilla, sino una realidad que le tocaba soportar después de haberse entregado a la bebida con la misma obsesión con la que un religioso fanático se entrega al amor de Dios.
Tras varios dÃas de padecer los efectos demoledores del delÃrium trémens, que no lo dejaba vivir en paz, por mucho que hacÃa esfuerzos para controlarlo y mantenerlo a raya, volvÃa a tener alucinaciones en las que él mismo, cada vez que se plantaba delante del espejo del tocador, se veÃa convertido en un monstruo con dos cabezas, tres ojos, cuatro brazos y dos piernas parecidas a la aleta de una sirena.
En uno de esos trances de delirio, que lo atormentaban como si estuviese metido en los calderos del infierno, creÃa haber visto cruzar por el pasillo a la mujer de su vida, quien, sin dirigirle la mirada ni la palabra, se metió en el dormitorio contiguo. Fue entonces que él se levantó de la cama, con cara de no haber dormido nada y, tambaleándose de un lado a otro, se vistió con mucho esfuerzo. Luego se arregló los grasientos mechones de su pelo y se encaminó hacia el dormitorio donde supuestamente entró su esposa, arrastrando la misma maleta que él se la dio como un regalo de matrimonio, pensando que les serÃa útil toda vez que viajarán de vacaciones al extranjero.
Cuando Pedro Maitán, aferrándose a la falsa alegrÃa de que su esposa volvió tal como se habÃa ido, asomó la cara por la puerta del dormitorio, echó un vistazo al interior y no vio en pie a nadie, hasta que pronto escuchó una voz pronunciando su nombre. En efecto, en un rincón del dormitorio, cerca de la superficie cenicienta y helada de los vidrios de la ventana, habÃa una cama y en la cama estaba postrada una momia, quien levantó la cabeza, incorporándose lentamente y enseñándole una sonrisa macabra.
Pedro Maitán retrocedió unos pasos y se quedó pasmado, en tanto la momia, que llevaba puesta el mismo vestido que él compró para su esposa dÃas antes de la boda, se puso de pie y avanzó hacia él, con la mirada fija y los brazos abiertos, como para atraparlo en un beso y un abrazo.
Pedro Maitán se llenó de alegrÃa y levantó los brazos para recibirla, pero la momia no se detuvo y cruzó como una luz de neón a través de su cuerpo. Salió del dormitorio, avanzó por el pasillo y se dirigió hacia la escalera que conducÃa al segundo piso. Ã?l la siguió por detrás, imaginándose que por fin estarÃan juntos otra vez, aunque tenÃa presente la idea de que el colapso de su vida matrimonial se debió a sus adicciones.
La momia se detuvo en el último tramo de la escalera, sin voltear el cuerpo ni la cabeza. Ã?l se sujetó de la barandilla con la mano derecha y empezó a subir las escaleras, sintiendo los achaques de su mal estado de salud, pero abrigando la ilusión de que, si su esposa estaba dispuesta a hacer las paces para reconducir su relación matrimonial, volverÃa a ser el mismo hombre de antes, ese exitoso profesional que no conocÃa los juegos de azar ni bebÃa de manera empedernida.
En el instante en que estaba próximo a alcanzar el último tramo de la escalera, vio cómo la momia, riéndose a carcajadas y levantándose el vestido hasta la cintura, se esfumó delante de sus ojos, como todo fantasma que aparece y desaparece sin dejar rastro alguno. Pedro Maitán, consciente de que lo perdió todo, incluso las últimas esperanzas de vida, se soltó de la barandilla y, tras tropezarse en el último peldaño, cayó dando tumbos como un saco de papas. Cuando llegó al piso, con los ojos todavÃa abiertos y los sesos desparramados sobre las losetas, exhaló su último suspiro, entregándose a los caprichos de la muerte.
Una semana después de su deceso, sus familiares, quienes tuvieron que acudir a su casa al no conseguir comunicarse con él a través del teléfono celular, encontraron el cadáver de Pedro Maitán, ya en su fase de descomposición y tumbado al pie de las escaleras; tenÃa un pequeño crucifijo empuñado en la mano izquierda y una mirada triste que parecÃa habérsela congelado en los ojos. "Es una pena que haya terminado como un perro sin dueño", dijo su madre entre sollozos lastimeros. "Pero si Dios lo quiso asÃ, ahora sólo espero que lo absuelva de sus culpas y lo tenga en su bendita gloria"Â?