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Domingo 23 de agosto de 2015

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Revista Dominical

Delírium Trémens

23 ago 2015

Víctor Montoya - Escritor

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Para Pedro Maitán, un hombre de mediana edad, con formación académica y único vástago de una familia acomodada, la vida se le volvió en un infierno desde que su esposa, desilusionada por las promesas no cumplidas antes de la noche de bodas, se propuso poner fin a los altibajos amorosos que minaron su relación de pareja en poco tiempo y, para demostrar que la cosa iba en serio, ella decidió marcharse de la casa que compartían desde el día de su matrimonio.

Pedro Maitán, enterado de la decisión de su esposa, sintió ganas de volarse los sesos de un tiro, sin medir las consecuencias de lo que esto implicaría para toda su familia, que desconocía que su vida se tornó en un verdadera pesadilla desde que cayó en el vicio de los juegos de azar y quedó atrapado en las garras del alcohol.

En vano su mujer intentó persuadirlo, una y otra vez, para que cambiara de actitud y dejara la copa y los juegos de azar. �l no aceptaba las explicaciones sobre la gravedad de sus adicciones y rechazaba enérgicamente cualquier insinuación en torno al tema. De modo que, desoyendo las palabras de su hasta entonces cónyuge, se hundió más en el trago y en el póker, que él juagaba todas las noches delante de la pantalla de la computadora, hasta después de las tres de la madrugada, sin considerar los sentimientos de quien, noche tras noche, lo esperaba en la cama hasta quedar profundamente dormida. Estaba claro que Pedro Maitán, como todo hombre entregado en cuerpo y alma a sus adicciones, prefería más los juegos de azar y las copas antes que acostarse con ella.

El día en que su esposa se marchó de casa, sin despedirse ni dejarle la dirección de su próximo destino, Pedro Maitán se hundió en una profunda depresión y sintió ganas de quitarse la vida, pero como sus adicciones eran más fuertes que sus instintos de muerte, pensó aliviar sus penas con más tragos de aguardiente. Así terminó perdiendo el cómodo trabajo que tenía en un banco de créditos y el fluido contacto que mantenía con amigos y familiares. Gastó sus ahorros en el consumo de licores y se encerró durante semanas en su habitación, donde pasaba el tiempo jugando al "póker on-line" y bebiendo como un maldito, hasta que se quedaba dormido en la silla, delante de la pantalla de la computadora, con la cabeza y los brazos apoyados sobre el escritorio.

Cuando despertaba entre las nubes de una tremenda resaca, como retornando a la vida tras un letargo parecido al olvido, estaba poseído por un amargo sentimiento de culpa, como si hubiera cometido un ilícito imperdonable, debido a su educación cristiana y a los preceptos ético-morales que aprendió en la familia, la escuela y la iglesia, donde le inculcaron la idea de que el alcohol es tanto el almíbar como la hiel del diablo y que, tarde o temprano, conducía por el camino de la perdición.

No faltaban los días en que su cuerpo, temblando como una hoja por la maldita abstinencia, le pedía mayor cantidad de alcohol. Entonces, para aplacar su angustia y arrancarse el espantoso regusto que la noche anterior le había dejado en la garganta y el pecho, volvía a destapar otra botella y se vaciaba al garguero cuatro copas seguidas.

Cada vez que dejaba de beber de golpe, luego de un periodo prolongado en el que no ingería alimentos sólidos ni líquidos hidratantes, volvía a estar a merced del síndrome de abstinencia y pasaba las noches en vela; sentía insoportables dolores de cabeza, ansiedad, temblores, calambres, náuseas y , hasta que el delírium trémens, un episodio agudo de delirio por el síndrome de abstinencia, le sumergía en un silencio insondable y una soledad absoluta, en la que no escuchaba más que su propia respiración, brotándole por la garganta con un sonido ronco y enervante.

Pedro Maitán, tras varias semanas de llevar una vida entregada al juego y al alcohol, terminó con la moral por los suelos, como todo alcohólico cuya depresión se caracterizaba por un estado de permanente melancolía. Estaba seguro que nada merecía la pena, que todo era absurdo, incluso su propia existencia. Sus ideas de autoacusación y autodesprecio, que no cesaban de rondarle por la cabeza, le inducían a pensar, una y otra vez, en poner fin a su vida; tenía el cuerpo y la palma de las manos empapadas de sudor, la piel pálida y llena de ronchas. En el peor de los casos, su alterado sistema nervioso e inestabilidad emocional le producían alucinaciones y sufría delirios como un esquizofrénico. Se sentía fuera de tiempo y lugar, como si, en vez de alcohol, hubiese consumido drogas alucinógenas, que le provocaban desolación y le hacían ver imágenes fantasmagóricas allí donde ponía la mirada.

Siempre que dejaba de beber, por uno o dos días, padecía de un escalofriante delírium trémens y un severo trastorno mental, que lo llevaba a experimentar sensaciones terroríficas: oía voces extrañas, aullidos de lobos, risas de niños y quejidos de mujeres. No pocas veces, al borde de sufrir un colapso nervioso y arterial, distinguía a su alrededor a personas famélicas, de caras pálidas, ojos vidriosos y narices como trompas, expresándose en idiomas que no entendía. Y, cuando las personas desaparecían de la habitación, veía enormes arácnidos y reptiles desplazándose por las paredes y el techo.

El delírium trémens, que se apoderó de su cuerpo y su mente, causaba estragos en su vida. Así fue como una mañana, a poco de escapar de una pesadilla y abrir los ojos, vio su propio cadáver arrojado en el piso, mientras un buitre intentaba devorarlo arrancándole las vísceras con las garras y el pico. Y, aunque lanzaba chillidos y pedía auxilio a grito pelado, como un condenado fugándose del purgatorio contra viento y marea, no encontraba ayuda ni consuelo, pues su alcoholismo era tan grave que, más que una enfermedad crónica, parecía una maldición del diablo.

Algunas veces, sin dejar de pensar en la mujer que se marchó de su vida, sin despedirse ni dejarle pistas donde pudiera reencontrarla para suplicarle perdón y prometerle que no volvería a caer en los juegos de azar ni las bebidas, cerraba los ojos y buscaba en su memoria las causas de su fatal destino. Los recuerdos bullían en su mente, como carruseles que daban vueltas y vueltas, hasta que caía en la cuenta de que las horribles sensaciones que lo aquejaban no eran más que el espeluznante fruto de una vida en constante pecado.

Otras veces, mientras estaba tendido de espaldas en la cama, con la mirada clavada en el cielo raso y el cuerpo cubierto de sudor, tenía la sensación de que una copa caía de su mano y que, en lugar de hacerse añicos contra el piso, rebotaba como una pelota de goma. Entonces, cubriéndose el rostro con las manos, pensaba que quizás aún no estaba bien despierto y que aquello era tan sólo una pesadilla; pero no, no era una simple pesadilla, sino una realidad que le tocaba soportar después de haberse entregado a la bebida con la misma obsesión con la que un religioso fanático se entrega al amor de Dios.

Tras varios días de padecer los efectos demoledores del delírium trémens, que no lo dejaba vivir en paz, por mucho que hacía esfuerzos para controlarlo y mantenerlo a raya, volvía a tener alucinaciones en las que él mismo, cada vez que se plantaba delante del espejo del tocador, se veía convertido en un monstruo con dos cabezas, tres ojos, cuatro brazos y dos piernas parecidas a la aleta de una sirena.

En uno de esos trances de delirio, que lo atormentaban como si estuviese metido en los calderos del infierno, creía haber visto cruzar por el pasillo a la mujer de su vida, quien, sin dirigirle la mirada ni la palabra, se metió en el dormitorio contiguo. Fue entonces que él se levantó de la cama, con cara de no haber dormido nada y, tambaleándose de un lado a otro, se vistió con mucho esfuerzo. Luego se arregló los grasientos mechones de su pelo y se encaminó hacia el dormitorio donde supuestamente entró su esposa, arrastrando la misma maleta que él se la dio como un regalo de matrimonio, pensando que les sería útil toda vez que viajarán de vacaciones al extranjero.

Cuando Pedro Maitán, aferrándose a la falsa alegría de que su esposa volvió tal como se había ido, asomó la cara por la puerta del dormitorio, echó un vistazo al interior y no vio en pie a nadie, hasta que pronto escuchó una voz pronunciando su nombre. En efecto, en un rincón del dormitorio, cerca de la superficie cenicienta y helada de los vidrios de la ventana, había una cama y en la cama estaba postrada una momia, quien levantó la cabeza, incorporándose lentamente y enseñándole una sonrisa macabra.

Pedro Maitán retrocedió unos pasos y se quedó pasmado, en tanto la momia, que llevaba puesta el mismo vestido que él compró para su esposa días antes de la boda, se puso de pie y avanzó hacia él, con la mirada fija y los brazos abiertos, como para atraparlo en un beso y un abrazo.

Pedro Maitán se llenó de alegría y levantó los brazos para recibirla, pero la momia no se detuvo y cruzó como una luz de neón a través de su cuerpo. Salió del dormitorio, avanzó por el pasillo y se dirigió hacia la escalera que conducía al segundo piso. �l la siguió por detrás, imaginándose que por fin estarían juntos otra vez, aunque tenía presente la idea de que el colapso de su vida matrimonial se debió a sus adicciones.

La momia se detuvo en el último tramo de la escalera, sin voltear el cuerpo ni la cabeza. �l se sujetó de la barandilla con la mano derecha y empezó a subir las escaleras, sintiendo los achaques de su mal estado de salud, pero abrigando la ilusión de que, si su esposa estaba dispuesta a hacer las paces para reconducir su relación matrimonial, volvería a ser el mismo hombre de antes, ese exitoso profesional que no conocía los juegos de azar ni bebía de manera empedernida.

En el instante en que estaba próximo a alcanzar el último tramo de la escalera, vio cómo la momia, riéndose a carcajadas y levantándose el vestido hasta la cintura, se esfumó delante de sus ojos, como todo fantasma que aparece y desaparece sin dejar rastro alguno. Pedro Maitán, consciente de que lo perdió todo, incluso las últimas esperanzas de vida, se soltó de la barandilla y, tras tropezarse en el último peldaño, cayó dando tumbos como un saco de papas. Cuando llegó al piso, con los ojos todavía abiertos y los sesos desparramados sobre las losetas, exhaló su último suspiro, entregándose a los caprichos de la muerte.

Una semana después de su deceso, sus familiares, quienes tuvieron que acudir a su casa al no conseguir comunicarse con él a través del teléfono celular, encontraron el cadáver de Pedro Maitán, ya en su fase de descomposición y tumbado al pie de las escaleras; tenía un pequeño crucifijo empuñado en la mano izquierda y una mirada triste que parecía habérsela congelado en los ojos. "Es una pena que haya terminado como un perro sin dueño", dijo su madre entre sollozos lastimeros. "Pero si Dios lo quiso así, ahora sólo espero que lo absuelva de sus culpas y lo tenga en su bendita gloria"�

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