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Domingo 16 de agosto de 2015

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Cultural El Duende

El magisterio fecundo de Claudio Peñaranda

16 ago 2015

En julio pasado, el Académico de la Lengua Luis Ríos Quiroga presentó en Sucre "Facetas Histórico-Literarias del Colegio Nacional de Junín", publicación auspiciada por la Promoción 1965, celebrando sus Bodas de Oro. A continuación, El Duende publica un fragmento de dicha obra

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El magisterio fecundo de Claudio Peñaranda ha sido unánimemente reconocido por sus alumnos quienes lo consideraban un hermano mayor que prodigó el elogio oportuno, generoso y optimista a una vocación naciente. A él le deben muchos que en el decir del poeta Ortiz Pacheco "hoy gozan renombre de poetas y literatos como Carlos Medinaceli, Luis N. Toro, Enrique Reyes Barrón, Florencio Candia, Roberto Guzmán Téllez, Carlos Morales Ugarte, Julián V. Montellano, que dieron sus primeros pasos en La Tribuna de la Juventud del diario La Mañana de Peñaranda. ?l fue el introductor del modernismo literario en Bolivia, el iniciador del periodismo sucrense y de la poesía popular hecha de cuecas y bailecitos de la tierra que todavía en la actualidad canta y baila el pueblo chuquisaqueño.

Carlos Medinaceli, alumno adolescente de 14 años de edad en el 4° Curso de Secundaria del Colegio Junín, estrenó su pluma de futuro escritor publicando el soneto titulado Ángelus en la sección Tribuna de la Juventud creada por Claudio Peñaranda, el maestro, para estímulo de sus alumnos en el periódico La Mañana del que era propietario y director.

Ángelus publicado el jueves 24 de septiembre de 1914, mereció de Claudio Peñaranda el elogio siguiente: Un Soneto Como Una Primera Flor.

Nicolás Ortiz Pacheco, poeta y profesor de Gramática Española en el Colegio Junín, respecto de Claudio Peñaranda, en un emotivo artículo titulado Claudio Peñaranda, Maestro, escribe: "El sistema empleado por Peñaranda en los tiempos de "La Tribuna de la Juventud" de "La Mañana", fue excelente: los jóvenes que tuvieron verdadera aptitud para el arte literario, encontraron en el diario una escuela y en su director un maestro; los que sólo tuvieron aficiones momentáneas y no hicieron por su parte el esfuerzo necesario, murieron al separarse del tronco; y más de un buen poeta de hoy día y muchos prosistas de renombre en Bolivia, deben a su propia perseverancia y a las discretas y fraternales lecciones de Peñaranda lo que valen y lo que saben.

Peñaranda era maestro, porque sabía comprender, amar y perdonar. Carlos Medinaceli, añade a manera de comentario: Peñaranda era así, como dice Ortiz Pacheco. Puedo confirmarlo: No sólo he sido alumno suyo en las aulas del colegio Junín de Sucre, en 1914, relacionado con él por vínculos familiares, lo he conocido en la intimidad hogareña; él fue quien publicó en La tribuna de la Juventud de La Mañana, mi primer versito con este elogio: Un soneto como una Primera Flor; y al él le debo, en verdad, ser escritor.

Carlos Medinaceli, después, personalidad consagrada en las letras nacionales, se atrevió a ser boliviano publicando obras que expresan las diversas vivencias de la intimidad de patria y principalmente en su novela La Chaskañawi que perdurará en la literatura boliviana porque la chola verdadera protagonista del pueblo, escribe un poema épico por triunfar con sus costumbres, con su vestimenta, con su música, con sus fiestas, con sus comidas, con su paisaje y principalmente con su lenguaje boliviano enriquecido de regionalismos audible para el lector del pueblo que así percibe mejor las vibraciones del alma boliviana en su realidad social y humana.

Carlos Morales y Ugarte, compañero de Carlos Medinaceli en el Colegio Junín, recordando la clase de literatura regentada por Claudio Peñaranda, escribe:

Aquella clase

del segundo patio?

Siempre la he recordado con cariño. Pasan largos años y la evoco en las siguientes líneas:

¡Venturosos tiempos aquellos! Contrastando con la lobreguez y aspecto conventual de las seculares clases del histórico Colegio Azul, aquella donde pasábamos las lecciones de Literatura, mejor de Arte y Métrica Castellana, presentábase bien iluminada y alegre, como si hasta el local hubiera querido mostrarse propicio para la iniciación de los dogmas de la belleza del ritmo, cuya delicada urdimbre iba mostrando a nuestros ojos la elocuencia entusiasmada de don Claudio Peñaranda. Por las anchas ventanas y la amplia puerta, un sol, las más de las veces espléndido, y casi siempre fiel acompañante de nuestro aprendizaje, penetraba hasta nuestros bancos de colegiales, poniendo alegría en el alma y fiebre lírica en nuestras calenturientas imaginaciones de adolescentes. ¡Era bella nuestra clase de Literatura!

Desde la cátedra, don Claudio fue paulatinamente descorriendo los sutiles misterios del Arte, y con sapiencia de convencido y bondadosa mano de experto moldeador de cerebros preparados para el ensueño, nos condujo por los floridos senderos, plenos de miel y de abrojos, que alcanza la fuente inmortal de Castalia. Nosotros nos dejábamos llevar. Nuestros quince o dieciséis años torturados por lecturas que hiperestesiaban nuestra carne púber, fueron como cera plástica que tembló estremecida ante el sortilegio del ritmo, y nuestras almas retemblaron dulcemente ante la hipnótica fascinación del verbo. La orquestación Helena de Darío, el rumor de selva americana virgen de Lugones, la tortura mística de Nervo, los cantos septentrionales de una mitología exótica y bárbara de Jaimes Freyre, orientaron nuestras nacientes aptitudes hacia las Bellas Letras, y por obra y gracia de Nuestra Señora la Belleza, fuimos ungidos vates cuando el bozo no ensombrecía aún nuestros sensuales labios.

La Poesía nos poseyó, y era a don Claudio a quien debíamos tan feliz vasallaje.

Y como don Claudio no sólo era profesor competente, consejero franco, amigo leal, sino más que todo alentador de energías juveniles, puso a nuestra disposición aquella brillante sección de La Mañana, cuyo director era, llamada Tribuna de la Juventud, para que allí publicáramos nuestros primeros balbuceos de poetas.

Después? egresados bachilleres, el vendaval del Destino nos aventó en distintas direcciones. Unos, y fueron pocos, continuaron cultivando el florido huerto. Otros, obligados por fuerzas de ciego fatalismo que forjan sin piedad el porvenir de los hombres, nos quedamos a la vera de la ruta apolínea, torcidas nuestras aptitudes por el rudo batallar de la carrera elegida, atentos los oídos y tembloroso el corazón a la música embriagante de las estrofas.

He querido hablar únicamente del Maestro. Porque guardo para él un hondo sentimiento de gratitud. Este inclasificado mal de sufrir por la literatura, de llorar por una estrofa, de poder descifrar la tenue tortura que se esconde entre renglones en un tomo literario; esta vaga inquietud de padecer por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y este caminar constante ciego de ensueño y loco de armonía, me viene de que don Claudio me enseñó a sentir el don exquisito de hacer vibrar mis nervios a la más mínima excitación poética.

Esto escribí y pasan largos años. Hoy, conservo en mis retinas, con viva frescura, tal como era, aquella clase del segundo patio. Y con plácida melancolía me pongo a repetir: ¡Era bella nuestra clase de Literatura!

Para tus amigos: