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Domingo 16 de agosto de 2015

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Cultural El Duende

Tomás, el perro de la calle

16 ago 2015

Alejandra Fernández Contreras

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Una noche fría, entre los cartones del basurero, se encontraba una perra muy delgada y triste, porque estaba dando a luz. Esa noche nacieron cuatro cachorros. Al verlos, la madre se impresionó por uno de ellos, pues era el más débil de todos. Le puso el nombre de Tomás, porque así se llamaba el amo quien alguna vez la había cuidado con amor y hubo muerto por cosas del destino.

La madre dejaba a sus cachorros casi todo el tiempo porque necesitaba comida para recuperar la fuerza que se le fue en el parto. Muchas veces regresaba sangrando a causa de cortadas propinadas por carniceras que, al verla robando un pedazo de carne, la herían y sacaban a patadas.

Cuando la madre se encontraba con sus cachorros, era muy amorosa y los bañaba con delicadeza y esmero; cuidaba todavía más a Tomás, quien aún continuaba siendo el más pequeño de todos.

Una mañana, la perra salió muy temprano y no volvió más. Los cachorros quedaron solos y, aunque pequeños, comprendieron que ya no sentirían la amorosa lengua de su madre en sus cuerpecitos. Pasaron algunos días. Uno de los cachorros murió, pues no había podido soportar el frío y estar sin probar bocado. Viendo esto, el hermano mayor se dirigió a los demás diciendo: "Hermanos, bien saben como yo que a mamá le pasó algo malo y no regresará más. Pienso que si nos quedamos aquí, moriremos de hambre y frío. Lo mejor será que cada cual tome su camino. Les deseo que les vaya bien y que, si tienen suerte, encuentren una familia que los quiera mucho".

Los cachorritos quedaron atónitos. Tomás empezó a sollozar al ver a sus hermanos salir de la rústica casita de cartón. Entonces se lamentó: "¿Qué voy a hacer yo solo? Mi madre era mi mundo y sin ella nada tiene sentido. Dios, ¡ayúdame por favor!"

Tomás se quedó un día más entre los cartones, pero ya no soportó el hambre y decidió salir. Al principio se asustó mucho de las personas y las luces que miraba por primera vez. Al dar unos cuantos pasos, se encontró con un perro ya mayor a quien le preguntó con timidez: "¿Disculpe señor, dónde puedo encontrar leche?"

El perrazo le respondió con cara enfurecida: "Cachorro, se ve que no conoces el mundo, aquí no hay leche, si quieres comer tendrás que buscar en el basurero o robar si es necesario".

Tomás se asustó mucho con la respuesta del extraño, pero siguiendo las indicaciones del canino se dirigió hacia el mercado. Todo le resultada nuevo y peligroso. Se sentía desamparado en un mundo tan indiferente. Esquivando autos y a otros perros grandes, logró llegar al famoso lugar. Allí las cosas no eran nada lindas. En aquel caos él no era nada más que otro perro callejero que buscaba un mendrugo de comida. Cuando trató de robar un pedazo de carne, le hirieron en una de las orejas. Así comprendió por qué su madre gemía tanto por las heridas. Corrió y corrió hasta salir del mercado y esconderse en un rincón a llorar su desgracia. En ese momento pasaba un niño de ocho años llamado Roberto quien, al verlo se compadeció de él y lo llevó a su casa.

Al enterarse del indeseable visitante, la madre de Roberto le retó duramente: "¡Es inconcebible que no hagas caso a tus padres y me traigas a casa a este perro mugroso! ¿No sabes acaso que no tenemos dinero para nada y vivimos en este lugar donde no cabe un alfiler más?"

Ciertamente, Roberto era un niño muy pobre que sufría igual que Tomás, no obstante, sin dar importancia a las recriminaciones de su madre, escondió al pequeño cachorro debajo de su cama, después de haberle curado la herida.

Por mala suerte, a medianoche Tomás empezó a llorar. El aullido despertó a la madre de Roberto quien, al darse cuenta de la presencia del perrito, se dirigió enfurecida al cuarto del niño y sacó a estirones al pobrecito animal. El niño se dio cuenta del problema muy tarde, pues su madre había cerrado la puerta y dejado a Tomás fuera. Por más intentos que hizo por convencerla para que dejase al perrito con él, no lo consiguió.

Tomás comprendió la situación, con el rabo caído y los ojitos brillosos caminó buscando refugio para pasar la noche, pero no pudo conciliar el sueño por el intenso frío y la inmensurable soledad. Así pasaron los días, semanas y meses. Tomás buscaba comida en el basural y pasaba las noches con frío, recordando a su niño Roberto como la única persona que lo quiso en el mundo.

Un día escuchó hablar a dos personas: "¡Qué bien! Ya era hora que los de salubridad se encarguen de esos perros que no sirven para nada". A Tomás se le enfrió el cuerpo, más todavía al escuchar la respuesta de la otra mujer: "Sí, con un buen engaño qué perro se resistiría a comer un pedazo de carne".

Tomás no creyó tanta maldad y pensó: "Si nos quieren dar comida será porque se dieron cuenta que nosotros, los perros de la calle, también existimos tanto como esos canes que dicen ser de raza, quienes tienen a diario un plato de comida y una cama donde dormir".

Así meditaba, esperanzado en la generosidad de la gente, de pronto se encontró con un buen pedazo de alimento. Estaba de suerte. Con gusto saboreó la ración porque no había probado nada hace días y aquello le parecía un banquete.

Sin embargo, al cabo de un rato, un dolor insoportable comenzó a quemarle el vientre obligándolo a aullar lastimero ante la indiferencia de quienes pasaban por allí. Así comprendió que la noticia del veneno era cierta. Con la vista nublada, retorcido en el abandono, en un último suspiro de agonía, pensó para sí: "¡Dios! Si es que existes, sólo te pido que ablandes el corazón de los humanos y no permitas que ningún otro perro sufra igual que yo".

Tomado de "Letras frescas", Sucre, 2002. Fundación Cultural La Plata.

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