La novela comienza con una mujer, sin edad definida, en el momento clave en el que emprende un viaje urgente, una mujer que anda huyendo o en busca de algo, que en ambos casos parece ser ella misma. Todo indica que pronto sabremos a dónde va, de dónde viene, sus medidas, su fisonomÃa, y estaremos prontos a juzgar si estamos de acuerdo con ella. Pero es una trampa. El momento en que la encontramos no es, como podrÃa deducirse en primera instancia, un acertijo sobre el que desplegaremos el pasado y el futuro de una historia lineal a partir de pedacitos dispersos.
Se trata más bien de transitar. Comenzar intuyendo esa trillada road movie de superación, que de pronto se interrumpe en medio camino, desbaratada por la ironÃa de la propia protagonista para convertirse en algo completamente distinto. Pasar entonces por la novela escuchando el ruido de un par de rueditas de maleta, y resignarse a viajar hacia un lugar incierto, cuando el destino es el viaje en sà mismo. Pluma de poeta, BenjamÃn escoge para su libro un tono breve y contemplativo. Sin embargo, esta contemplación nada tiene que ver con la quietud. La novela discurre precisamente sobre aquello que escapa a toda contemplación: el movimiento constante y untuoso, acaso, como aquel paisaje que ondula "suavemente como un lÃquido petrificado en el instante en que lo acariciara una brisa glacial."
Al paso de sus pies incansables vamos conociendo a esta mujer, acompañamos su paso silencioso por el abismal laberinto de una intemperie invariable, paisaje andino donde se confunden los puntos cardinales y los de la memoria, que es apenas un celaje dentro de una percepción consciente y constante, de una voluntad que jala, conduce y guÃa la lectura hacia lugares que ella misma desconoce. Con el paso de las hojas vamos conociendo y encariñándonos con esta mujer que, abrigada en lo más dulce de la empatÃa, deja de ser un personaje a descifrar y se convierte en una situación, un permanente presente que acompañar en un momento de bisagra. Se trata entonces de un viaje en espirales, sin norte, acaso hacia un centro que no existe.
En medio de aquel desamparo, que es a la vez una ignorada afirmación de su propia fuerza, nuestra narradora conoce distintos personajes. Muchos encuentros breves de hostilidad intrascendente. Los más, de amabilidad y acogimiento en momentos cuya intimidad es siempre aquella de los desconocidos, donde el encuentro no se realiza en la palabra, en el tacto, sino apenas en la mirada. El guardia de la tranca, Doña Ana y su comadre, el evangelista, los dos Aparicios� apariciones en medio del camino que la salvan de una indefensión ante lo enorme del paisaje, pero no asà de su inevitable soledad que ella vive con esa honestidad que trae la presencia constante de un pensamiento que nunca se estanca.
En el camino, como suele pasar, esta mujer encuentra múltiples respuestas. Pero tampoco se trata de un relato heroico, y asàlas respuestas no son escuchadas o comprendidas, se llevan apenas como un amuleto, como un hilo suelto que podrá o no ser hilado en un futuro que nuestra mirada desconoce. Habitante de ese vacÃo, mirando de frente ese abismo que puede ser el cielo desde las montañas, en la totalidad que conforma como quien no lo sabe, nuestra narradora no se detiene en soluciones simples, no se enfrasca en respuestas aliviadoras ni se regodea en un dolor que, tanto los lectores como las personas que conoce en el camino, intuimos apenas.
En este encuentro, además de las personas, o más bien, en ellas, están los patos. Los patos que le dan tÃtulo y sentido al libro. De seguro hay más, pero son tres las lagunas encontradas en este tránsito inicial de lectura. Los patos de Doña Ana, los de Auden y los de Rilke, brevemente constelados en su actitud de patos. Me explico: Al llegar al primer pueblito, anoticiada de un bloqueo, la protagonista cae en custodia de Doña Ana, que, en su enorme hábitat surtido de animales, convive con y vive de ellos.
Pero nada era comparable al escándalo que armaban los patos. Eran muchos y tenÃan para sà una especie de playa privada en medio de aquel patio bÃblico, desde donde se zambullÃan en su propia laguna. Y ese era todo su universo. Un poco de agua estancada en medio de una confusión mayor.
Los astutos animales advierten ya que no estamos muy confiados y como en casa en el mundo interpretado.Â
Finalmente los de Auden,
Reclinado en un parapeto de la bahÃa,
Mirando una colonia de patos más abajo
Recostarse, atildarse y dormir en pilares
O remar muy derechos en el agua irisada,
Atrapando al azar una brizna que pasa.
Les parece que el sol es lujo suficiente,
La sombra no conoce del extranjero nostálgico
Ni la ansiedad del crecimiento interrumpido.
Los fragmentos hablan por sà solos. Los patos se manifiestan, entonces, en esa actitud tan humana, tan limitada a su propio escándalo, donde ignorar no es un atributo de simple ignorancia, sino de deliberada indiferencia, limitada al espacio de la propia realidad, de la propia mente, acaso del transitar único que cada personaje tiene en su irrebatible protagonismo. Algo en esa indiferencia, ilumina el momento de toda la novela. La quietud y el aislamiento en una circunstancia histórica definitiva. Definitiva en los libros de historia, en los cambios de momento, como en la vida de nuestra protagonista que, como un pato más, se deja transcurrir, impulsada por sus propias ruedas de maletita de viaje, ajena a todo lo que la rodea y la sobrepasa.
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