Historias radioactivas

Ser hijo único es único en verdad, gozas de una gran cantidad de beneficios como el de obtener la absoluta y total atención de los padres -que no es poca cosa- y el hecho que todo lo que ellos vayan a legar algún día va a ser para uno solo. Sin embargo, estos dos aspectos de emoción y privilegio económico no se comparan en lo absoluto al enorme privilegio de contar con un hermano propio. No es mi caso, nunca tuve uno, pero sí llegué a contar con lo más parecido a ello, un primo hermano con la misma edad y condiciones de vida y de paso en la misma casa, lo que nos hacía prácticamente gemelos, aunque luego la vida nos haya separado a lo largo de su paso y que en la flor de su juventud lo pierda para siempre, pues Tomío era tan bueno que Dios lo necesitaba más que yo.

Así era don Jaime Kuroiwa un nipón radical de cuerpo menudo, delgado y con unos dientes largos y unidos solo en las encías inferiores que le daban una apariencia del campesino pobre y abusado de las películas de karatistas que veíamos en la infancia, con más principios y valores que la oficina de Derechos Reales y con una forma de hablar que era un verdadero deleite escuchar.

Después de haber intentado una serie de negocios desde su arribo a Bolivia en el año 1945, yo lo conocí ya afincado en una ferretería de su propiedad llamada "Fuji", en la que junto a su hijo hicieron de un pequeño negocio de barrio un almacén donde uno hallaba de todo a la hora de buscar herramientas o afines, a muy buen precio y con un afecto que solo un migrante japonés es capaz de dar. Todo lo contrario a su hijo un camba de ojos rasgados que se desvivía por mostrarte lo fabuloso de su buen carácter y mejor humor. Aunque si algo era un real deleite en esa tienda, era ver a cualquiera de ambos manejar el ábaco japonés, un artilugio que según supe después es capaz de ayudar a obtener hasta logaritmos neperianos y que tenía unas cuentas de madera que volaban de un lugar a otro a través de varios alambres verticales a velocidades tan impresionantes que ya quisieran tener en sus smartphones algunos impacientes de hoy en día.

Ya de grande me enteré del origen de Don Jaime cuyo nombre real era Takeshi Yu, llegó en barco pesquero al Callao, puerto del Perú en octubre de 1945 y que la falta de oportunidades allá, lo empujaron a nuevos rumbos llegando así a La Paz, huyó del Japón, en pleno periodo de rendición, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, era un hombre que ya habían llamado para alistarse pese a su 48 años y que a tres días de presentarse a su llamamiento, la mañana del 6 de agosto del 45 una bomba llamada "Little Boy" descendía en forma vertical desde el Enola Gay y antes de tocar tierra detonaba iluminando el cielo de Hiroshima con un resplandor nunca antes visto por humano alguno que instantáneamente convertiría a la tierra en el infierno desintegrando todo lo que encontraba a su paso y marcando así una nueva era para la humanidad.

�?l vivía junto a su familia en el puerto de Matsuyama justo al frente de Hiroshima y la radiación aún no había llegado allá, quedó viudo después del bombardeo americano del 43 en represalia por los hechos de Pearl Harbor, y todavía por allá no habían entendido lo sucedido cuando dos días después en Nagasaki caía la segunda bomba atómica y provocó el verdadero caos en la nación del Sol Naciente. No cabía duda que el Japón podía vender cara la derrota exponiendo la sangre del último de sus habitantes, pero esto era demasiado y hasta el más testarudo de sus ciudadanos y el mismo Emperador sabía que contra tales armas ya no había chance alguna. Fue en ese caos y ante el miedo de que más bombas vayan a caer que deciden partir y llegar a Sudamérica buscando la salvación.

Es difícil entender el impacto que provocó en la gente noticias que informaban sobre la desaparición de ciudades enteras en fracción de segundos y de los martirios, dolores y quemaduras que dejaban a quienes habían tenido la suerte o mala suerte de sobrevivir, porque cuando aún no se conocía el significado de la palabra radiación y mucho menos sus consecuencias, aquellas personas no entendían ni encontraban como aliviar el sufrimiento de quienes agonizaban en escenas apocalípticas de desgracia y sin razón.

Aunque le costaba mucho contarlo, pude obtener su versión y saber desde muy pequeño lo que había sucedido en tan lejana nación, luego fue que por medios propios me enteré de las razones y causas que orillaron a la humanidad a buscar el medio de su autodestrucción y que mientras duraba la guerra fría estábamos todos tan cerca de aquel final y viviendo permanentemente a un paso del final.

Las justificaciones pueden ser muchas a la hora de entender cómo se llegó a este punto. Japón defendió una isla inerte de nombre Iwo Jima, cubierta de ceniza sin agua ni vegetación, cuyo único valor estratégico eran dos pistas de aviación con tal ahínco y vehemencia, que 21.000 hombres detuvieron a más de 70.000 marines norteamericanos bien armados y pertrechados durante casi 50 días. Si un pequeño territorio tuvo ese costo gigantesco humano y militar, es difícil realmente imaginar lo que hubiera sido tratar de conquistar Tokio. Con esa sola idea uno llega hasta a entender que esta solución a pesar del daño provocado significó la salvación de muchas más vidas humanas de las que se perdieron y sobre todo el final de una guerra que de otra forma hubiera prolongado la beligerancia por mucho más de un año.

70 años han pasado de aquel acontecimiento y el hombre ha encontrado armas mucho más nefastas y de poder de aniquilación superior a las dos arrojadas sobre Japón y en cantidades que podrían destruir nuestro planeta hasta cinco veces. Parece que no nos contentamos con matarnos sino que tratamos de encontrar la manera más atroz o rápida de hacerlo y nos muestra el sin sentido del ser humano cuando aprovecha la ciencia y su conocimiento para estos fines.

Sin embargo, también nos presenta su lado racional, cuando usa ese conocimiento en forma pacífica para mejorar de la salud por ejemplo, o al generar energía limpia, y que cuando se da cuenta de sus peligros, progresa como Alemania al deshacerse de sus plantas nucleares y buscar medios alternativos. Otro episodio lleno de humanidad y buen sentido es aquella crisis de los misiles en Cuba de octubre de 1962 cuando la especie humana estuvo a un segundo de la extinción y ganó el sentido común con unos cuantos hombres valerosos que de verdad nos permitieron estar donde estamos en este momento.

En este aniversario de dos fechas tan nefastas los seres humanos estamos llamados a reflexionar, a vivir la vida con intensidad, valorando cada minuto en ella y trabajando en pos de la paz, pues junto al diálogo son las dos herramientas únicas y válidas para la convivencia sana, pese a cualquiera de las diferencias, y es que cuesta tan poco que pese a ser tan diferentes, los humanos son tan iguales entre sí.

(*) Paceño, stronguista y liberal