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Del Libertador BolÃvar al Mariscal Sucre
Nazca, a 26 de abril de 1825
Mi querido General:
Ayer recibà con un oficial de Pichincha las dos cartas de V., de Potosà a 4 de abril. Veo por ellas con mucho dolor el gran sentimiento que le ha causado a V., mi carta del 21 de febrero. Yo me imaginé siempre que la delicadeza de V., se ofenderÃa por mi desaprobación a la convocatoria de los pueblos del Alto Perú. V., sufrirá constantemente mientras que sea movida su sensibilidad por esas cuerdas delgadas de una delicadeza suprema.
Ni usted ni yo podemos evitar un mal que es inherente a su naturaleza propia; pero sà podemos obrar de un modo que evitemos los desagrados que son consiguientes a los negocios públicos.
Usted me pregunta que por qué no le di a usted instrucciones y por qué no le escribà aquella carta del 21 de febrero antes, como usted lo pedÃa repetidas veces. Responderé que yo mismo no sabÃa lo que debÃa decir a usted, porque dependÃan mis instrucciones de la voluntad del congreso. Rousseau aconseja que cuando se ignore lo que se debe hacer, la prudencia dicta la inacción para no alejarse uno del objeto a que se dirige, porque puede uno adoptar mil caminos inciertos, en lugar del único que es recto. Asà he obrado yo, y me parece que asà debió usted obrar. Lo que usted me dice sobre la rectitud de sus principios y de sus sentimientos, es enteramente inútil. Yo sé muy bien que usted no tiene ambición y usted me injuria en disculparse con respecto a una pasión que jamás he pensado atribuirle.
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Convenga usted conmigo, aunque le duela su amor propio, que la moderación de usted le ha dictado un paso que jamás pudo ser bastante lento. Lo que a mà me hacÃa dudar, y por lo mismo no resolver, lo juzgo usted muy sencillo y lo hizo sin necesidad; digo sin necesidad; primero, porque el paÃs no se habÃa libertado; segundo, porque un militar no tiene virtualmente que meterse sino en el ministerio de sus armas; y tercero, porque no tenÃa órdenes para ello.
Usted me perdonará todas estas mortificaciones nuevas que le doy ahora, más, usted debe persuadirse que más sufro en darlas que en ahorrarlas; y que si yo sufro esta pena porque usted la padece; a la vez es con la mira laudable de desengañar a usted de que tiene razón, porque un mal que no se conoce, no se puede jamás curar.
Si usted pierde la ocasión de conocerse a sà mismo, ahora que la fortuna no le ha envenenado el ánimo todavÃa con sus embriagueces halagüeñas, no aprovechará usted nunca de la caudalosa fuente de talentos y virtudes que ha colocado en usted la naturaleza. Usted está llamado a los más altos destinos; y yo preveo que usted es el rival de mi gloria, habiéndome ya quitado dos magnÃficas campañas, excediéndome en amabilidad y en actividad, como en celo por la causa común. Cuando el espÃritu de usted esté cultivado por la experiencia y por la teorÃa, no dudo que sobresaldrá usted con mucho a cuanto conocemos de más ilustre entre nuestros americanos. Por todas estas consideraciones, debe usted apreciar el mérito de mi sinceridad con respecto a usted, puesto que ando buscando la perfección de aquellas nubes que deben oscurecer el poco resplandor de mi gloria. Dicho esto, pasaré a otra cosa, y es a la carta segunda.
Usted supone que a mà me parecerá bien la convocatoria de la asamblea, cuando llegue al Alto Perú. Tiene usted razón en suponerlo; y diré más: que me gusta; y añadiré todavÃa más: que a mà me conviene sobre manera; porque me presenta un vasto campo para obrar con una polÃtica recta y con una noble liberalidad; pero lo dicho, dicho; y con la añadidura de que no siempre lo justo es lo conveniente, ni lo útil lo justo. Yo no debo obrar para mà ni por mÃ.
Mi posición pública es la conciencia de mis operaciones públicas. Por lo mismo, no sé todavÃa lo que me tocará hacer con ese Alto Perú, porque la voluntad legal del pueblo es mi soberana y mi ley. Cuando los cuerpos legales decidan de la suerte del Alto Perú, entonces yo sabré cuál es mi deber y cuál la marcha que yo seguiré. Usted me dice que si quiero entregar este paÃs a Buenos Aires, pida un ejército grande para que lo reciba. Esta observación me ha hecho pensar mucho, sin hacerme cambiar de dictamen.
También añade usted que las fracciones del RÃo de la Plata son soberanas y que la mitad del RÃo de la Plata reside en esas provincias altas: que por lo tanto, un millón de habitantes bien podÃan constituirse un gobierno provisorio para evitar la anarquÃa. Todo esto es exacto y justo; pero la ley del congreso no ha mandado esto. Asà es que no sé cómo haré para combinar la asamblea del Alto Perú con la determinación del congreso. Cualquier que sea mi determinación, no será, sin embargo, capaz de violar la libertad del Alto Perú, los derechos del RÃo de la Plata ni mi sumisión al poder legislativo de este paÃs.
Usted sabe perfectamente que mi profesión ha sido siempre el culto popular y la veneración a las leyes y a los derechos.
Yo no mandaré a buscar un ejército a Buenos Aires; tampoco dejaré independiente, por ahora, al Alto Perú, y menos aún someteré ese paÃs a ninguna de las dos repúblicas pretendientes. Mi designio es hablar con verdad y polÃtica a todo el mundo, convidándolos a un congreso de los tres pueblos, con apelación al gran congreso americano. Entonces se verá que yo he respetado a todos y no me he inclinado a nadie; mientras tanto el ejército unido ocupará el paÃs militarmente y estará sujeto al general en jefe que yo nombre. Este general en jefe es usted, debe ser usted y no puede ser otro sino usted.
Yo le ruego a usted que no se venga. Espéreme para resolverlo todo conforme.
BolÃvar