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Domingo 12 de julio de 2015

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Revista Dominical

Una gringa en Llallagua

12 jul 2015

Víctor Montoya - Escritor

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Cuentan que una tarde, pasadas las festividades de la Virgen de la Asunción, llegó a Llallagua una gringa antropóloga y aficionada a la fotografía, curiosa por conocer las galerías de la mina y retratarle al Tío, ese personaje central de la cosmovisión minera, cuya espantosa imagen había visto en diversas publicaciones extranjeras, acompañadas de textos que explicaban su origen profano y divino.

La gringa, armada de una poderosa cámara fotográfica como único instrumento, se vistió a la usanza de los mineros, con guardatojo, botas de caucho y un overol que, al no estar confeccionado a medida, le quedó grande como un traje de payaso.

A la mañana siguiente, cuando los rayos del sol rayaban en el horizonte, se presentó en la bocamina de Siglo XX, en compañía de su guía personal, un joven minero que, en su condición de secretario de prensa y propaganda del sindicato, estaba a cargo de mostrarle el paraje del Tío y explicarle los pormenores del laboreo en el interior de la mina.

Cuentan que a la gringa se la vio sonriente, como quien hace

realidad el mayor sueño de su vida. No dijo nada a nadie y se sentó en el vagón con asientos, detrás de la locomotora a trolley, junto a una cuadrilla de mineros que, entre piropos y chascarrillos obscenos, le insinuaron que tuviera mucho cuidado con el Tío, quien no resistía su lujuria ante las mujeres de tez blanca, ojos azules y cabellera rubia.

La gringa no se ofendió por las bromas y se limitó a sonreírles, como quien pone oídos desenchufados a palabras electrizantes, hasta que la locomotora se internó como una oruga en la oscuridad de la mina, haciendo chirriar sobre los rieles las ruedas de los vagones metaleros.

La gringa y su guía se bajaron en la oficina de la galería principal, y desde allí, apenas iluminados por la luz de la lámpara enganchada en la parte frontal del guardatojo, caminaron en dirección al paraje del Tío, donde los mineros de las tres puntas se reunían para pijchar en sus momentos de pausa.

El guía, a medida que se iban aproximando al paraje, advirtió que en la galería no se escuchaban voces ni se veían luces de lámparas, como si algo malo se hubiese pasado en el lugar. Desde luego que estaba extrañado de que a esas horas de la mañana no hubiera nadie en el paraje del Tío, pero prefirió quedarse callado para no provocarle ningún susto la gringa, quien caminaba por detrás, aspirando y respirando el aire que se hacía cada vez más denso.

Cuando llegaron al umbral del paraje, que estaba sumido en una impenetrable oscuridad, el guía hizo un alto, dirigió la luz de su lámpara hacia donde estaba el trono del Tío y dijo:

-Aquí es?

La gringa no vio nada, salvo un manto oscuro que lo cubría todo, como si se tratara de un cuarto herméticamente cerrado, donde no penetraba un solo hilo de luz.

-¿Y dónde está el Tío? -preguntó ella, pletórica de emoción y con las manos puestas sobre su cámara fotográfica colgada del cuello.

-¡Aquí estoy! -contestó el Tío, iluminándose con sus propias lumbres y mostrándose desnudo ante la gringa.

El guía, único testigo del acto, relató después que la gringa se quedó turulata apenas lo vio al Tío, plantado como un macizo callapo, con su enorme falo erecto, tan largo y grueso como su antebrazo. El impacto fue tan grande que la gringa, sin haber presionado ni una sola vez el disparador de su cámara, dio media vuelta y salió corriendo en estampida hacia la bocamina principal; mientras el Tío, mirándola cómo se alejaba de su paraje, tropezándose en los durmientes de los rieles y chillando como una wawa espantada por el cuco, se partió de la risa, haciendo que sus cavernosas carcajadas se proyectaran como ecos en las oquedades de la galería.

El guía personal de la gringa, que permaneció alelado ante una escena propia de los cuentos de terror, vio cómo el Tío volvió a sentarse en su trono, con una sonrisa que dejaba entrever sus colmillos más brillantes que el marfil.

-Anda y dile a la gringa -ordenó el Tío, con los ojos encendidos como focos-, que en su cámara están ya los negativos de las fotos que quería tomarme?

El guía, al cabo de escuchar las palabras del soberano de la mina, se retiró del paraje sin decir ni mu, apretó el paso como perseguido por un incendio y, dejándose dominar por el acelerado latido de su corazón, se fundió en la oscuridad, sin otro pensamiento que agradecerle a la Virgen de la Asunción por haberle salvado la vida de una muerte segura.

Los mineros, que a esas horas de la mañana esperaban su turno para ingresar a sus puestos de trabajo, cuentan que la gringa salió de la bocamina como alma que lleva el diablo. Estaba perdida en la nada y tenía los mocos tendidos sobre la cara. Algunos se acercaron para ayudarla, pero ella, sin guardatojo ni cámara fotográfica, gesticulaba sin poder articular palabras y movía los brazos a diestra y siniestra, como si quisiera escapar de las garras de un demonio.

Los mineros, conocedores de las travesuras del Tío, no sabían cómo reaccionar ante la lamentable situación de la gringa, quien tenía los labios secos y los ojos colorados de tanto haber llorado. Dos hombres la arroparon entre palabras de consuelo y la acompañaron hasta el Hotel Llallagua, donde estaba hospedada desde el día en que llegó al pueblo con la ilusión de cumplir el sueño de su vida.

Cuando el guía contó lo sucedido en el paraje del Tío, quien a veces solía jugar con los visitantes, como el gato juega con el ratón, los mineros concluyeron en que esta vez se le fue la mano, porque sin querer queriendo causó la desgracia de una mujer. La broma resultó tan pesada que la gringa perdió el uso de la razón y quedó muda como una roca.

Durante los siguientes días, en los campamentos mineros no se habló de otra cosa que de la tétrica historia acaecida en el interior de la mina, donde el Tío, encendiéndose como una antorcha de acetileno, se les apareció a la gringa y su guía, causándoles un impacto de suspenso y horror, no sólo con su aspecto de macho cabrío, sino también con su enorme falo que, robustecido al rojo vivo, parecía una estaca recién sacada de una fragua.

La gringa, en su afán por conocer las minas del norte de Potosí y captar las mejores fotografías del Tío, se enfrentó a la peor experiencia de su existencia, hasta que una tarde, tras varios días de encierro en la habitación del hotel, decidió embarcarse en una flota rumbo a la ciudad de Oruro, mientras los últimos destellos del ocaso languidecían en los escarpados cerros de Llallagua.

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