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Domingo 05 de julio de 2015

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Cultural El Duende

Sor Ana María

05 jul 2015

Alberto Ostria

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El hábito le da apariencia de imagen. La palidez de sus mejillas acentúa el color negro de sus ojos, las cuencas moradas de sus ojeras, la fina pincelada de sus cejas. Sus manos exangües, delgadas, largas -diríase hechas de cera- van a esconderse entre las mangas del hábito, como palomas.

Hace dos años que llegó al convento, dos largos años. La han llevado allí por fuerza. Ella ha resistido tenazmente; pero los que mal la quieren han acabado venciendo.

Después, poco a poco, en sus labios de muñeca ha ido marchitándose la flor de su sonrisa. Han muerto casi todas sus ilusiones. Últimamente, ha sufrido el peor de los desengaños al convencerse de que las demás monjitas, que parecían hechas solo a la bondad, la resignación y la virtud, no pasan de ser mujeres vulgares, ignorantes, malas, verdaderos fantoches que no se cansan de repetir -sin pensar-, las mismas oraciones incomprendidas, las mismas plegarias sin sentido. Además, ha visto que en el convento hay lo que tanto se ve en el mundo: odio, envidia, perversidad y que quizás más que en el mundo mismo, mientras las virtudes se achican, crecen los defectos...

Sor Ana María -así se llama la monjita- ha acabado alejándose de las otras. Al verla sola, triste, sin amigas, la Madre Abadesa suele decir: -A Sor Ana María la roe el pecado del orgullo. ¡Pobrecilla!

Sor Ana María, al saberse compadecida, compadece también a la infeliz vieja, porque tal vez es esta la única buena entre todas las malas. Pero se calla. Tiene miedo de llorar a tiempo de responder. Y, apresuradamente, se aleja a lo largo de los corredores, seguida de las miradas burlonas de las monjas.

Pasan los días, pero pasan muy lentamente, y son muy largas las horas de esos días. Sor Ana María se cansa de rezar y entonces acuden a su mente los recuerdos, los ensueños, hasta los malos pensamientos... Acaba encerrándose en la biblioteca y allí huronea los estantes y lee libros viejos, apergaminados, sucios de humedad y de polvo, casi todos ellos vidas de santos, relatos milagrosos, historias sagradas. Leyendo esos libros, se olvida de que lee.

Otras veces, ansiando soledad -¡ella tan sola siempre!- va al cementerio del convento, donde se alinean unas cuantas crucecitas negras, estrujadas por la hierba, formando una callejuela estrecha en la que el pasto crece incesantemente. Allí, Sor Ana María piensa en las muertas: desfilan por su mente otras monjitas a quienes imagina semejantes a ella. Y las ve a todas pálidas, entristecidas, marchitadas en plena juventud, ansiosas de vivir otra vida.

Así las ve Sor Ana María, y luego piensa con horror en el tiempo largo que quizás han vivido esas monjitas antes de encontrar la paz del cementerio. Dos lágrimas se prenden en sus pestañas crespas. Se muerde los labios para no echarse a llorar a sollozos. Y sus manos exangües, delgadas, temblando siempre como palomas enfermas, buscan apresuradamente un pañuelito entre las mangas del hábito.

A ese tiempo, pasa el jardinero y saluda: -Buenas tardes nos dé Dios... Se santiguan los dos. Y ella se aleja del cementerio.

Luego, en el semioscuro corredor, Sor Ana María, silenciosamente, se acerca a la fila que forman todas las monjas. Como ellas, sube las escaleras paso a paso, sin hacer ruido. Ya en el coro, mientras todas rezan, Sor Ana María toca el órgano y, a veces, canta. Sus dedos ágiles, largos, marfileños, se pierden en la blancura de las teclas. Suenan los acordes graves, prolongados, y parece que esos acordes esparcieran en la atmósfera una gran pena, una pena huraña que se arrastra a lo largo de los muros y acaba escapándose, a través de las rejas, hasta la torre de la iglesia donde ha callado ya el bronce de las campanas.

Cuando Sor Ana María canta, su voz de niña -clara, pura, cristalina- le lleva a los labios, desde el pecho, todos sus dolores, todas sus angustias, todos sus sentires de mujer desgraciada. Y cierra los ojos, como si fuera a morir.

La mano áspera, sarmentosa, de la Madre Abadesa la llama a la realidad. Siente unos golpecitos en el hombro. Y escucha siempre la misma frase, en el mismo tono siempre: -Al refectorio, Sor Ana María.

Llegada la noche, en su celda ya, Sor Ana María se sienta en una tosca silla de cuero y dormita. Su imaginación se desboca entonces. Piensa en su infancia, en los cuentos de su infancia. Desfilan hadas, magos, príncipes. Y ella acaba soñando que es la hija de un rey, a la que algún día ha de venir a buscar, hasta la cárcel del castillo, un galán muy corajudo y muy bello. De pronto, la despierta el crujido de una mesa o el chirrido de un grillo. Del jardín, por la ventana abierta, penetra un olor a tierra mojada, a frutos maduros, a flores, a fecundidad.

Al acercarse al lecho, Sor Ana María mira su cuerpo y lo encuentra muy bello. Entonces reniega de su hermosura. ¿Para qué le sirve su hermosura? ¿Quién la ve, quién la admira, quién la desea? Esta hermosura es más bien un tormento. Porque por eso la envidian las otras monjas. Además, con la conciencia de la hermosura la asaltan los malos pensamientos. Hay días en que quisiera hacer el don de su cuerpo. La desespera el saber que cuando llegue la vejez ha de arrugarse su rostro, han de enturbiarse sus ojos, ha de manchársele la piel y ha de pasar a ser toda ella un fantoche como las otras. Ha presentido que en el claustro envejecen muy pronto las mujeres, quizás porque los años son más largos y porque por falta de vida la carne se acerca más pronto a la muerte.

Sus labios finos, labios de muñeca, frescos como los bordes de una herida, acaban besando con desesperación los pies del Cristo, del Cristo mudo, indiferente, frío: del pobre Cristo que, de haber sufrido tanto, parece ya no saber sino de sus propias penas...

Día de año nuevo. La iglesia de las monjas Mónicas está de fiesta. Afuera, repique de campanas. Adentro, casullas doradas, encajes, sedas, mantillas negras, entorchados y, envolviéndolo todo, nubes de incienso. En los rincones del templo hay rostros en los que la semioscuridad finge bellezas. Se oye confuso rumor de los rezos. Tosen, cuchichean unas cuantas viejas, al pie de una columna, muy cerca del altar mayor.

Principia la misa. Entonces el órgano deja escapar sus primeros acordes. Luego, canta en el coro una de las monjitas. Es Sor Ana María. Como siempre, su voz de niña -clara, pura, cristalina-, le lleva hasta los labios, desde el pecho, todos sus dolores, todas sus angustias de mujer desgraciada.

Las miradas de los fieles se vuelven hacia el coro. Hay corazones que palpitan apresuradamente. Un oficial que está cerca del coro, mira con mayor insistencia que todos. Es un oficial joven, bello, fuerte. Durante la misa, el oficial parece haberse olvidado de que está en el templo. Solo mira hacia el coro. Cuando el sacerdote levanta la sagrada forma, un vecino le dice que se arrodille. Él obedece, se santigua, e interiormente le pide perdón a Dios. ¿Por qué le pedirá perdón a Dios el oficial?

Ha acabado la misa. Todos salen. El oficial acerca su rostro hasta la reja del coro y mira. Allí, en la penumbra, una de las monjitas ha levantado su velo para ver y hacerse ver. Y el oficial sale llevándose el recuerdo de unos ojos grandes y muy negros.

La mandadera del convento es una vieja codiciosa y astuta. Las monedas del oficial han enloquecido a la mandadera. Ella ha hilvanado proyectos y ha hecho desaparecer uno a uno todos los obstáculos. Por las noches hay un hombre que entra en el convento de las Mónicas aprovechándose de una escala. La vieja vigila en la calle y tiene un miedo horroroso de que todo se descubra. Felizmente, tanto a la vieja como a los amantes les acompaña la suerte. Sin embargo -que no en balde es breve la dicha-, una noche la Madre Abadesa ve un bulto. Se asusta la buena vieja. Mas, la curiosidad vence al miedo, y la Madre Abadesa espía. Al penetrar en la celda de Sor Ana María, la Madre Abadesa ha descubierto toda la verdad...

Como él se ha visto obligado a huir, hace tiempo que Sor Ana María se muere de pena. Sin embargo, no olvida que le juró volver, y espera, espera todos los días, espera siempre.

Espera... ¡Pobre Sor Ana María!

Alberto Ostria Gutiérrez. Sucre, 1897 - Chile, 1965.

Escritor, político y diplomático

De su libro Rosario de Leyendas:

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