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Domingo 05 de julio de 2015

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Cultural El Duende

Guardemos las viejas liras - 1898

05 jul 2015

Agustín de Pórcel

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Tengo a la vista, sobre mi mesa, donde medito y me hago visiones, unas cuantas revistas literarias, venidas de países queridos: Sucre, La Paz, Salta, Potosí, Córdoba. Ellas me traen un himno eterno: la poesía, y a su vista se agolpan mis recuerdos, sueño, evoco; la vida juvenil en su carro de oro pasa; reconozco la enorme distancia recorrida; es una historia larga donde lo trágico y lo cómico se confunden, y la palidez del tiempo pasado se esfuma en un panorama lejano. Después leo?, y ya no recuerdo, ya no evoco más; me asaltan ideas impacientes, que quieren hablar, que quieren desprenderse de las frágiles mallas del cerebro, viajar, buscando esas almas jóvenes que han derramado su pensamiento en las estrofas que firman, y decirles: "Antes que los prejuicios y el estacionarismo llene vuestra fe de artistas, oídme un poco, un poco no más, como a un compañero en la aspiración por la belleza, como a un hermano en el viaje que hacemos a la meta celeste de lo hermoso y de lo perfecto.

Estamos en el comienzo, y hace tres siglos que hemos principiado nuestra vida literaria. La misma leche moral que sustentó a los viejos y vigorosos clásicos y que después degeneró en la sensiblería romántica, es la que sirve de alimento a la juventud de las patrias americanas, formando esa fisonomía uniforme, sin alma propia, sin vida nueva; que es una historia, su labor, con pocas páginas de oro.

Apenas uno que otro esteta ha cruzado el camino que recorremos; apenas una que otra alma exquisita ha surgido en nuestro mundo y pronto ha caído, se ha ahogado en el ambiente lacrimoso y lamartiniano de los dolores triviales, sin dejar la huella luminosa que imprimiera el genio, y que como una vía láctea en el cielo poético, fuera el cosmos de los mundos ideales, de nuestras, visiones de arte, ensanchando el horizonte de lo bello.

Todavía repetimos candorosamente aquel trivial aforismo falso de que nuestra vida literaria es joven, como si traída la civilización europea, hubiese sido renovada en nuestra sangre, hubiese adquirido más amplias y genuinas tendencias. Hemos seguido la misma ruta de los viejos maestros; las fuentes donde hemos bebido la sacra inspiración son las castalias donde bebieron más de diez generaciones pasadas, sin reformar, ni añadir, degenerando tal vez, con el criterio igual, el sentimiento idéntico, como si el tiempo innovador y transformador no hubiese llegado hasta nosotros y no hubiésemos adquirido la sapiencia y la noción poética de muchos años de fecunda creación. Las letras gayas en la América del Sud no tienen todavía un genio, una escuela, una iniciación propia que diera carácter, tendencias e hiciera germinar las vocaciones al supremo bien; hacer un nuevo Olimpo con dioses fuertes y bellos, cabezas de Palas y de Minervas, que tocando en la mente los timbales de plata (como dice Almafuerte), interpretaran la armonía de todas las cosas que tienen luz, color, forma y vida.

Tal vez Buenos Aires, dentro de algunos años, en esta parte del mundo, sea la Roma genial, la Atenas plástica, el París cosmópolis de lo intelectual; que la flauta de Pan suene en su enorme cerebro de plata, donde todas las sangres se mezclen, donde todas las razas colmeneen en el panal todavía diforme, y despierten las almas su eco, vuelen las abejas del pensamiento y recojan la miel de la flora virgen, y la mezclen con las exóticas flores del trágico Simbolismo ibseniano, con las místicas azucenas verlenianas y las, rojas sombrías, amapolas de D´Anunnzio.

Especialmente, la poesía necesita de una vez cambiar sus barrocos y viejos moldes, si no quiere hacerla aborrecer como esas armonías que por vulgares y demasiado oídas son una obsesión odiosa, que no despierta en las almas la más mínima sensación, ni deja el más pobre germen de belleza. Basta ya de llorar los desdenes femeninos sin verdadero sentimiento ni dolor, con frases iguales, que unos a otros se imitan, con estilo sin arte ni amor, trivializando desesperanzas no vividas, relatando ensueños sin imágenes, sin las visiones de lo extraordinario, de lo supremo, de lo hermoso, de lo pasional; cantando endechas sin beldad, con platonismos afeminados donde no late el amor que es la exaltación de todas las intuiciones bellas, de todas las savias del corazón que es la pasión, el drama, la tragedia o que es la ternura fecunda, la floración de nuestra sangre, a no ser que la poesía del amor inspire también al eunuco, como una autonomacia, fogosos cantos eróticos.

No es que debemos amar precisamente la asimilación exótica, ni hacer que invernen nuestras almas en climas intelectuales de índole diversa a nuestra naturaleza; pero lo bueno no tiene patria y todos debemos recoger lo nuevo, lo original, lo genuino de los tiempos, de los cambios.

El eclecticismo que no destruye, que ama más bien con un amor universal todo lo que es manifestación hermosa, todo lo que aspira a ser arte, buscando la fuerza de evolución de la naturaleza, que se renueva en cada impulso, la savia; mezclar lo exótico con lo genuino, hacer germinar los perfumes en la flora virgen con el cambio de trópico; en una palabra, producir lo realmente armonioso y sensible; hablar de las cosas que no tienen lenguaje de palabras, e iniciarse en la concepción de lo grande, de lo genial.

La estética ha cambiado; el poeta mismo ya no es un vate, ni un divino: no es más que un artista, un doble alma que ve las formas más misteriosas de las cosas, que traduce las notas más ocultas de la armonía universal, que siente crujir el dolor en la fibra y bullir el placer en la sangre; ya no es la lira eólica, es el instrumento colosal de la naturaleza que vibra en su alma de esteta, y nos transmite con palabras que son símbolos, que son claridades como auroras boreales, que son armonías que evocan en las almas las sensaciones de la vida amplia, de la vida profética, que impulsa a las ideas todavía no vividas, a los pensamientos sin cuerpo que duermen en el fondo de la concepción, en el mundo doble del cerebro.

Desde la época romántica, tan fuertemente impregnada en la América Latina, cada diez años, una nueva generación intelectual se ha levantado; de ahí las escuelas parnasiana, realista, simbolista, neomística, evangelista y por último la intrincada escuela decadente, donde cada poeta, con los cuatrocientos que solamente Francia ha producido, ha procurado tener fisonomía propia, especialmente estos últimos, los decadentes, han hecho en cada verso el compendio de muchas historias pasionales, buscando en las formas complicadas de su visión, la diabólica hipérbole, la paradójica extravagancia de las cosas, con el ritmo sin forma académica.

Levante, pues, la vista, la juventud intelectual, por encima de los románticos infolios, de las largas filas de romances, de las cuadradas estrofas con fuertes consonantes que huelen a esfuerzos ímprobos, aborto de ripios y de banalidades y vea y escuche que ahí pasa el núcleo brillante, por el lado de Francia el enorme Leconte de Lisle, resucitando el antiguo parnaso en el panteón olímpico encontrando el alma humana engrandecida por los hechos desde los tiempos bárbaros; el traqueteo incesante de la labor ardua, la tragedia colosal del hombre, la peregrinación eterna hacia el bien, hacia el arte.

Después viene Verlaine, ese miserable genial, mostrando su poder como un nuevo Job, pero tañendo su alma de oro en la mística aspiración desde el fondo de su caída viciosa; y detrás de estos, los innumerables nuevos; y más allá, en el país Noruego, entre los hielos, veréis surgir al viejo níveo, a Ibsen, misterioso visionario que nos dice: "Todo lo he encontrado en mi ser; todo ha salido de mi corazón". El símbolo viviente, el apotegma sublime, el conflicto problemático de la vida, la trágica muchedumbre que ciega y brutal rompe el bien que ansía.

Si queréis ver más, en las estepas rusas está el evangelista Tolstoi, cristiano como un redentor: la fe de su alma es terrena y busca el bien en el reino de los hombres, y seguid la innumerable pléyade, que nuestro siglo es un siglo de pensamiento enorme, con un horizonte colosal lleno de astros y de estrellas.

* Agustín Pórcel (1877-1911). Publicado en "El Tiempo" de Potosí, periódico de Omiste.

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