Loading...
Invitado


Domingo 05 de julio de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

El aporte de la buena literatura para comprender el mundo actual

05 jul 2015

H. C. F. Mansilla

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

A mí ya muy elevada edad tiendo a repetir unos cuantos razonamientos, que a mí, por supuesto, me parecen importantes. El más relevante tiene que ver con la función filosófica y política que atribuyo a la literatura y al arte. Y así en la soledad de la vejez me digo a mí mismo que en una época de enormes trastornos ecológicos, de un crecimiento demográfico inusitado y de una creciente desilusión con los resultados de los procesos de modernización en Asia, África y América Latina, la literatura y las artes han contribuido a fomentar un razonable escepticismo frente a las grandes certidumbres que caracterizaron a la era moderna. También en las periferias mundiales se empiezan a perfilar el cuestionamiento de las pretendidas leyes del desarrollo histórico, la desconfianza hacia la razón instrumental y la duda frente a los modelos y valores provenientes de las prósperas sociedades del Norte. También en el Tercer Mundo comienza a extenderse la idea de que algunos de los más graves problemas de la actualidad -desde la destrucción de los bosques tropicales hasta el hacinamiento en las grandes ciudades- provienen paradójicamente de los éxitos técnico-materiales del Hombre en su intento de domeñar la naturaleza y de construir una civilización centrada en la industria y la urbanización, y no necesariamente de sus fracasos en el terreno de los ambiciosos proyectos de "desarrollo integral".

Una de las ironías de la historia contemporánea reside en el hecho de que los considerados como realistas y pragmáticos (gobernantes, planificadores, empresarios, políticos, dirigentes sindicales y asesores técnicos de toda laya) no han sabido reconocer los efectos negativos y francamente nocivos de la explotación acelerada de los recursos naturales, de la apertura de toda región geográfica a la actividad humana y del gigantismo económico y demográfico. Han sido los artistas y los poetas, los pensadores considerados como marginales y anacrónicos y los escritores que prematuramente descubrieron temáticas controvertidas (es decir: casi todos aquellos denunciados a menudo como idealistas), quienes han podido percibir mejor los resultados ciertamente inesperados y contraproducentes del racionalismo instrumentalista, el cual aún hoy conforma en el Tercer Mundo la casi totalidad de los esfuerzos en pro de aquello que se designa con los conceptos mágicos de progreso y adelanto. Pero los creadores realmente grandes no deben ser confundidos con los actuales cultivadores del relativismo y del postmodernismo, es decir con los seguidores acríticos de modas contemporáneas que son obedecidas mansamente por los mediocres y los oportunistas, que conforman, como siempre, la inmensa mayoría de los poetas, artistas y pensadores. Los que se resisten a ser incorporados a las corrientes prevalecientes son los únicos escritores y artistas que merecen el respeto de la sociedad respectiva.

La exitosa cultura contemporánea, basada en la ciencia y la tecnología, ha producido obviamente resultados por demás beneficiosos para toda la humanidad, pero también ha traído consigo la dictadura de la mediocridad, la cursilería y el mal gusto, la pérdida de la solidaridad entre los mortales, la desaparición de la heterogeneidad socio-cultural y la formación de una consciencia colectiva provinciana y frívola, recubierta con un eficaz barniz de falso cosmopolitismo. Frente a este estado de cosas, que empieza ahora a ser visto con una desconfianza creciente, parece indispensable el señalar ante todo el carácter ambivalente del progreso económico-técnico, de la razón técnica y de sus consecuencias prácticas. Lo que puede ser un factor de indudable progreso, como una gran represa hidráulica, puede constituirse en la causa de un desarreglo ecológico de gran escala, que a largo plazo anule los beneficios del adelantamiento material. Los esfuerzos gubernamentales y privados en favor de la salud pública y de la prevención de enfermedades endémicas, que se iniciaron en la primera mitad del siglo XX, han ocasionado en el Tercer Mundo a partir de 1950 un incremento poblacional de ritmo exponencial y de proporciones inauditas en toda la historia humana, lo que ha significado para los países en cuestión una sobre-utilización de recursos naturales (ahora en clara disminución), un marcado empeoramiento de la calidad de la vida de sus ciudadanos, un erosionamiento progresivo de sus suelos agrícolas cada vez más escasos y el entorpecimiento de la vida cotidiana típico de enormes aglomeraciones que no pueden desistir ni de complicados ordenamientos burocráticos ni de las tensiones socio-psíquicas inevitables en los grandes hacinamientos. Lo que individualmente ha sido sin duda algo positivo -la preservación y el mejoramiento de la vida de las personas- ha significado para los países directamente involucrados un verdadero infortunio y la posibilidad de la autodestrucción del género humano.

En este contexto hay que recuperar algo que es valioso, precisamente porque es un tema incómodo: las normas aristocráticas de comportamiento y discernimiento, la elegancia que viene de generaciones, la distinción que requiere de siglos para consolidarse. Estos hábitos aristocráticos -que no tienen nada de oligárquicos- están contrapuestos a las horribles usanzas de los nuevos ricos contemporáneos y de las plutocracias mafiosas que nos gobiernan. Una visión aristocrática del mundo, del arte y la literatura no tiene nada de reaccionaria. En política está vinculada a una ética estricta de servicio público, su estética tiene bases más sólidas (apoyadas por un depurado buen gusto que ha resistido el paso de los siglos y las edades), y su moral está anclada en un pesimismo fundamental que no excluye el amor al prójimo, la auto-ironía y la lucidez que brinda la consciencia de la propia debilidad.

La literatura y las artes, las realmente buenas y perdurables, representan la forma más noble y elevada de la creación humana, la única que merecería sobrevivir a la conclusión de nuestra historia sobre la Tierra. La esfera de la literatura y las artes posee una eminencia superior a las ciencias porque está vinculada con la verdadera inmortalidad. Para escribir un voluminoso tratado erudito se requiere de disciplina y esfuerzo, de rigor y dedicación. Pero para componer un himno conmovedor (en el sentido de la Antigüedad clásica), para crear un mito que se transforme en el distintivo de una sociedad o para inventar una epopeya que recuerden los siglos, resulta indispensable un toque de inspiración divina.

Escritores latinoamericanos, como José Enrique Rodó, Mario Vargas Llosa y especialmente Octavio Paz, han tenido el mérito de criticar tempranamente el sinsentido de la vida en las admiradas y vilipendiadas sociedades opulentas de Occidente. Según Paz, los políticos de las grandes potencias se han caracterizado por una mezcla de miopía y cinismo, mientras que las masas se han consagrado al "nihilismo de la abdicación", al "hedonismo vulgar" y al "erotismo convertido en técnica, vaciado de arte y pasión". De acuerdo a este escritor, el mundo altamente desarrollado es también tal como lo pintan los productos de su aburrida literatura: "túneles, cárceles de espejos, subterráneos, jaulas suspendidas en el vacío, ir y venir sin fin y sin salida". Este es el mundo que nos espera.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua

Para tus amigos: