Sábado 04 de julio de 2015
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Hace poco, el 21 de marzo, como desde 1980, un grupo de amigos llegó hasta la cruz al borde del camino polvoriento, única señal que recuerda el sitio donde los paramilitares botaron el cuerpo torturado del sacerdote y periodista Luis Espinal. Éramos siete u ocho personas, Isabel Vizcarra, Amparo Carvajal, Eulogia Mejía, Waldo Albarracín y unos jóvenes, los últimos que recuerdan el martirio del jesuita.
Poco a poco los homenajes han decaído y desde hace lustros que ya no se realiza la romería que solía partir desde el Colegio San Calixto, en el borde del casco histórico paceño, hasta los extramuros de Achachicala, barrio que crece hasta tocar aquel sendero que hace 35 años era agrario y solitario. No conozco que otros centros jesuitas en el resto del país dediquen una especial jornada para rememorar al cura que simbolizó la Teología de la Liberación en Bolivia.
Tampoco tengo certeza que en las universidades católicas repartidas en todo el territorio exista un monumento para que las nuevas generaciones al menos se pregunten quién era ese flaco narigón que los saluda sereno. Dirán que Espinal no quería estatuas ni memoriales, igual que seguramente ello no estaba en la mente de Don Bosco, pero esas referencias son parte de la reconstrucción histórica.